(170) De Cristo o del mundo -XII. Los mártires de los primeros siglos. 2
–¿Va a seguir hablando de los mártires?
–Ya veo que ha leído usted el título, y que ha captado perfectamente la información que en él se comunica.
Crecimiento y alegría de la Iglesia en los tres primeros siglos de persecuciones. La difusión geográfica de la Iglesia y su acrecentamiento numérico es en estos siglos martiriales muy considerable. Sobre todo en el Asia romana, junto a regiones rurales completamente cristianas, hay ya ciudades en que la mayoría ha recibido el Evangelio.
–El crecimiento da alegría. Y también puede decirse que solo lo que está alegre puede crecer. ¿Cómo va a crecer uncuerpo social angustiado, perplejo ante las circunstancias adversas, un cuerpo en el que abundan las dudas y divisiones, y en el que no faltan aquellas lamentaciones y quejas que llevan en sí escondida una protesta? Por el contrario, durante esta época martirial no hallamos en la literatura cristiana de la época nada semejante a una lamentación ante el cúmulo de males que la Providencia divina permite que vengan sobre su Iglesia. ¡Y «motivos» para las lamentaciones hay entonces de sobra!… Pero los cristianos saben que ésta es su más alta vocación en el mundo: «completar en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24). Por eso la Iglesia de Cristo en los primeros siglos, estando tan perseguida, crece más y más.
–La alegría cristiana, tan acentuada en la Iglesia primera, es la alegría del la entrega de amor completa, hasta el extremo del martirio; es la alegría de la victoria en el combate, la alegría de la fidelidad, la alegría que acompaña al crecimiento y a la pujanza vital. Es éste uno de los rasgos más patentes de la Iglesia de los mártires. Perpetua, en el comienzo de la crónica de su Pasión, escribe de su propia mano: «condenados a las fieras, bajamos alegres a la cárcel». Igualmente, en el martirio de Montano, Lucio y compañeros, «la alegría de los hermanos era general; pero él [el mártir Flaviano] se alegraba más que todos». A mediados del siglo II escribía San Justino mártir: «con alegría confesamos a Cristo y con alegría vamos a la muerte» (I Apología 39). Las cartas y los numerosos escritos de San Cipriano, obispo y mártir (+258) muestran siempre el martirio como una victoria, como una gloria de la Iglesia y un gran gozo. Paul Allard confirma este rasgo en su estudio sobre el martirio:
«Perpetua y sus compañeros son consolados en la cárcel por Cristo poco antes de morir: “besamos al Señor y Él nos acarició la cara”. Y confiesa [Perpetua, escribiendo de su mano]: “Te doy gracias, oh Dios, pues fui alegre en la carne y aquí soy más alegre todavía”. El público queda asombrado al ver que Carpos sonríe en el interrogatorio y durante la tortura. También Teodosio mantiene la sonrisa. El decurión Hermes bromea al ir al suplicio. Las Actas [de los mártires] refieren muchas veces la actitud serena y alegre de los mártires» (Diez lecciones sobre el martirio, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2000, 63).
La libertad personal de los cristianos se afirma en el martirio de un modo extremo. Esa afirmación absoluta de la libertad está, sin ninguna duda, entre las raíces fundamentales de la cultura de Occidente. En efecto, sabiendo los cristianos que el Derecho romano reconocía siempre el derecho a apelar contra una sentencia, incluso en el camino hacia el ajusticiamiento, con todo, no tenemos noticia de que ni una sola vez usasen los cristianos del derecho de apelación. Y esto fue así no obstante el peso social que a veces tenían, sobre todo en aquellas regiones donde eran mayoría. Por el contrario, llegado el caso, no querían los cristianos verse privados de la gracia máxima del martirio.
«Cuando en el curso del proceso se ofrecía a los cristianos un plazo para reflexionar, lo rehusaban siempre. Escuchaban con júbilo la sentencia. “No podemos dar suficientemente gracias a Dios”, exclama uno de los mártires de Scillium. “Sea Dios bendito por tu sentencia”, dice Apolonio al prefecto. “¡Que Dios te bendiga!”, dice el centurión Marcelo a su juez. “¡Gracias a Dios!”, exclama San Cipriano… Quienes así hablaban por nada del mundo hubieran apelado contra la sentencia que los condenaba» (Allard ib.).
Los primeros cristianos tienen una clara visión de «el pecado del mundo». Ven con unánime discernimiento que la sociedad pagana es «una generación adúltera y pecadora» (Mc 8,38); que su mentalidad, su cultura y costumbres han degradado indeciblemente la naturaleza humana. Conocen que el mundo no solo es efímero, sino pecador, y con frecuencia altamente peligroso para los discípulos de Cristo. Marcado el mundo por el pecado, y más o menos sujeto, como está, al demonio, es inevitable su hostilidad, a veces asesina, hacia la Esposa de Cristo. Solo el Cordero de Dios, que «quita el pecado del mundo», puede purificarlo con su sangre y sacarlo de su abismo. Por tanto, hay que «salvarse» del mundo; pero tratando al mismo tiempo de «salvarlo», es decir, de evangelizarlo, aunque en el empeño se arriesguen sus vidas.
Es evidente que únicamente pueden evangelizar el mundo aquellos que están libres de su fascinación, aquellos que no lo temen ni tampoco lo desean con avidez; es decir, aquellos que en Cristo «han vencido al mundo por la fe» (1Jn 4,4). Llama la atención en este sentido que, siendo los primeros cristianos tan pocos, tan pobres e ignorantes muchas veces, y siempre tan oprimidos, nunca se aprecia, sin embargo, en ellos ni un mínimo complejo de inferioridad ante el mundo, aquel mundo greco-romano de entonces, tan culto y poderoso, y tan lleno de prestigios humanos. Más bien consideran que el mundo en el que viven está enfermo, está loco, terriblemente viejo, moribundo. Partiendo de estos convencimientos, tienen en Dios luz y fuerza para evangelizarlo.
Las Apologías de San Justino, Arístides, etc., o escritos como el Contra paganos de San Atanasio, muestran la pésima opinión que los cristianos primeros tienen del mundo pagano, de sus errores, de sus vergonzosas idolatrías. «Alardeando de sabios, se hicieron necios», y despreciando a Dios, quedaron los paganos abandonados a los deseos de su corazón, llenándose de todo género de maldades (Rm 1). Al igual que los profetas de Israel, que se reían e ironizaban contra los ídolos (1Re 18,18-29; Is 41,6ss; 44,9-20; Jer 10,3ss; Os 8,4-8; Am 5,26), estos cristianos, estos ciudadanos proscritos, estos miserables fuera-de-la-ley, incluso ante la proximidad del martirio, reprochan a sus propios jueces, diciéndoles cómo no les da vergüenza dar culto a dioses tan numerosos y de tan baja moral. Así San Apolonio, en Roma, a fines del siglo II: «Pecan los hombres envilecidos cuando adoran lo que solo consta de figura, un frío pulimento de piedra, un leño seco, un metal inerte o huesos muertos. ¡Qué necedad, semejante engaño!… Los atenienses, hasta el día de hoy, adoran el cráneo de un buey de bronce».
Buena parte de la enorme fuerza evangelizadora de los cristianos primeros está precisamente en que, al recibir la luz de Cristo, entienden perfectamente que el mundo está viviendo en «la vieja locura» (Clemente de Alejandría +215, Pedagogo I,20,2), de la que ellos han sido felizmente liberados por el Evangelio. Entienden que el mundo es «lo viejo», es lo de siempre; y que el cristianismo es «lo nuevo», la verdad liberadora y deslumbrante. Para ellos evangelizar es siempre iluminar con la luz de Cristo a unos hombres «que viven en tinieblas y sombras de muerte» (Lc 1,79).
Los primeros cristianos no están seducidos por el mundo y no lo codician. Precisamente por eso pueden ser mártires y pueden evangelizar al mundo secular.No están cautivos del mundo. Están libres de él porque ni lo codician ni lo temen. Los Padres primeros exhortan incansablemente a esta gloriosa libertad, tan necesaria a unos fieles que en cualquier momento pueden verse amenazados por el martirio –confiscación de bienes, exilio, esclavización, muerte–. En efecto, para sostener la fidelidad de los cristianos en circunstancias tan adversas, los Padres ven la necesidad de mostrarles la vanidad y la maldad del mundo, al que ya desde el bautismo han renunciado. La fidelidad a Dios y la fidelidad al mundo se excluyen mutuamente, y es preciso elegir. «Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad del mundo es enemiga de Dios. Quien pretende ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4).
San Ignacio de Antioquía: «Las cosas están tocando a su término, y se nos proponen juntamente estas dos cosas: la muerte y la vida, y cada uno irá a su propio lugar. Es como si se tratara de dos monedas, una de Dios y otra del mundo, que llevan cada una grabado su propio cuño: los incrédulos, el de este mundo; en cambio los fieles, por la caridad, el cuño de Dios Padre grabado por Jesucristo. Si no estamos dispuestos a morir por él, no tendremos su vida en nosotros» (Magnesios V).
San Cipriano insiste en la misma perspectiva: «Si hay bienes dignos de tal nombre, son los bienes espirituales, los divinos, los celestes, que nos conducen a Dios y permanecen con nosotros junto a él por toda la eternidad. Al contrario, todos los bienes terrenos que hemos recibido en este mundo, y que aquí se han de quedar, deben menospreciarse (contemni debent) lo mismo que el propio mundo, a cuyas vanidades y placeres ya renunciamos desde que con mejores pasos nos volvimos a Dios en el bautismo. San Juan nos exhorta y anima, apremiándonos con palabras llenas de espíritu celestial: “No queráis amar al mundo, ni lo que hay en el mundo” (1Jn 2,15)» (De habitu virginum 7).
San Ignacio de Antioquía, en el año 107, temiendo verse privado del martirio por las gestiones de los cristianos de Roma, les escribe: «El príncipe de este mundo está decidido a arrebatarme y corromper mi pensamiento y sentir, dirigido todo a Dios. Que nadie, pues, de los ahí presentes le vaya a ayudar [procurando que yo siga en el mundo]; ponéos más bien de mi parte, es decir, de parte de Dios. No tengáis a Jesucristo en la boca y luego codiciéis el mundo» (Romanos 7,1; cf. 4,1). Lo mismo dice San Policarpo: «Bueno es que nos apartemos de las codicias que dominan en el mundo, pues todas ellas van contra el espíritu» (Filipenses 5,3). Y el Pastor de Hermas: «Ante todo, guárdate de todo deseo malo, y limpia tu corazón de todas las vanidades de este siglo. Si esto guardares, tu ayuno será perfecto» (Comparación 5,3,6; cf. 6,3; 7,2). Pues el ángel del Señor «toma por su cuenta a los que se extravían de Dios y se andan tras los deseos y engaños de este siglo, y los castiga, según lo que merecen, con terribles y diversos castigos» (6,3). Por el contrario, el que «se purifica de toda codicia de este siglo» alcanza preciosas gracias y bendiciones de Dios (7,2).
Sin miedo a la muerte. No tener miedo a la muerte, que nos separa de este mundo definitivamente, y estar prontos para el martirio, son dos signos inequívocos de estar libre del mundo. En una impresionante exhortación a los mártires, el obispo San Cipriano pide «que nadie desee cosa alguna de un mundo que se está muriendo» (Carta 58,2,1). Y en su Tratado sobre la muerte considera:
«¿Para que pedimos [en el Padrenuestro] que “venga a nosotros el reino de los cielos”, si tanto nos deleita la cautividad terrena?… Si el mundo odia al cristiano, ¿por qué amas tú al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama?… Debemos pensar y meditar, hermanos muy amados, que hemos renunciado al mundo [ya desde el bautismo] y que, mientras vivimos en él, somos como extranjeros y peregrinos. Deseemos con ardor aquel día en que se nos asignará nuestro propio domicilio… El que está lejos de su patria es natural que tenga prisa por volver a ella. Para nosotros, nuestra patria es el paraíso» (cap. 18).
Acomodos, transigencias y «lapsi». —«De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros» (1Jn 2,19)… He descrito la fidelidad martirial a Cristo en los primeros siglos; pero tambión hubo infidelidades. En tan trágicas circunstancias hay, por supuesto, cristianos que son infieles, que caen (lapsi). Algunos incluso, en determinadas circunstancias extremadamente urgentes, parecen estimar lícitas ciertas simulaciones o transigencias… Y tampoco faltan entonces, como ahora, moralistas que discurren algunos trucos de moral que hacen posible pecar con buena conciencia. Aunque la verdad es que en estos siglos primeros no hay apenas moralistas laxos. En materia moral, los errores se producen más bien hacia los rigorismos extremos (encratitas, montanistas, etc.), con pocas excepciones (como los nicolaítas, relajados e inmorales: Ap 2,6.14-15).
Son tiempos muy duros, que al parecer humano de entonces, iban a durar siempre. Y por eso no es extraño que el número de lapsi sea a veces elevado. Las mismas Actas de los mártires dan referencia de ellos.
Es el caso de Lión y Viena en 177: «Entonces se pusieron evidentemente en descubierto los que no estaban preparados ni ejercitados, ni tenían fuerzas robustas para soportar el empuje de tamaño certamen. Diez de ellos que se derrumbaron, nos produjeron el mayor dolor y pena increíble; y quebraron el entusiasmo de otros… Pero de nada les aprovechó la apostasía de su fe», pues eran retenidos por otras acusaciones. Y en seguida se vio la diferencia entre la alegría de los mártires vencedores y la amargura de los caídos. «La alegría del martirio, la esperanza de la gloria prometida, la caridad hacia Cristo y el Espíritu de Dios Padre recreaba a aquéllos, que se acercaban gozosos, mostrando en los rostros cierta majestad mezclada de hermosura… En cambio éstos, con el rostro inclinado, abyectos, escuálidos y sórdidos, llenos de oprobio…»
Durante mucho tiempo las apostasías solían ser únicamente individuales. Pero en 250 un edicto de Decio, que exigía a todos un certificado de profesar la religión imperial, provocó apostasías colectivas. San Cipriano narra, con inmenso dolor, las apostasías numerosas que se produjeron en Cartago, y lo mismo refiere Dionisio, obispo de Alejandría. Incluso se dieron casos de obispos apóstatas. Y más tarde, en los primeros años del siglo IV, en la persecución de Diocleciano, hubo otro flujo de deserciones masivas. Pero también es cierto que entre los lapsi eran no pocos quienes, conmovidos por la fidelidad de sus hermanos, volvían al martirio o regresaban por el arrepentimiento a la Iglesia, una vez pasada la tormenta de la persecución, y a veces incluso antes. Es el caso de los mártires de Viena y Lión:
«Fue así que, por obra de los mártires, la mayor parte de los que habían abandonado la fe [la fidelidad] volvieron a entrar en el seno de la Iglesia y, otra vez concebidos, recobraron el calor vital, y vivos y llenos de vigor, se dirigieron al tribunal para sufrir el último interrogatorio», el que les llevaría a la muerte.
Las raíces cristianas de Europa son los mártires cristianos. Esto que digo lo muestro con un ejemplo. Vemos en el cuadro del Greco cómo San Mauricio, comandante de la Legión Tebana, después de una gran victoria en las Galias, habla con sus capitanes, y con ellos decide serenamente rechazar las órdenes del emperador Maximiano, que les exige –no se sabe bien– celebrar el triunfo con un sacrificio o masacrar a la población civil inocente. Él, sus oficiales y un gran número de soldados cristianos de aquella Legión, procedente del Alto Egipto, mueren mártires. Y de este glorioso martirio proceden los nombres Mauricio, Maurice, Morris, Moritz, Saint-Moritz. El mártir San Mauricio viene a ser patrono de la casa imperial de Carlomagno, de la Casa real de Saboya, de las Cruzadas, de Cerdeña, de Magdeburgo; a él fue dedicada la abadía de Claraval, la abadía suiza de Saint Maurice y otros monasterios; y son numerosas sus representaciones iconográficas, como el cuadro del Greco, encargado por Felipe II, etc. La cristiandad mantiene viva una veneración muy especial y duradera por sus mártires.
Sobre el fundamento de ése y de tantos otros actos martiriales semejantes quiso Dios edificar Europa y todo el Occidente, y difundir el Evangelio, bajo el signo de la Cruz, a todos los pueblos de la tierra. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará solo. Pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12,24).
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
9 comentarios
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JMI.-Donde hay cruz hay resurrección: victoria, vida, alegría, liberación del demonio, del mundo y del pecado.
Donde se evita la cruz, hay muerte, aunque parezca que hay vida: se procura una conciliación con el mundo, hay debilidad y tristeza, y cautividad mayor o menor de los tres enemigos, demonio, mundo, carne.
Permítame dos observaciones:
1. En los primeros párrafos, se comió usted varios espacios.
2. Me parece que esa afirmación de que no se recuerda de ningún mártir que haya apelado habría que matizarla: ¿no apeló San Pablo?
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JMI.-Ahora le daré un repaso al texto.
Cristo se resistió a la muerte, p.ej., en Nazaret, cuando querían despeñarlo. Abriéndose paso entre la gente, se marchó. No había llegado su hora. En Getsemaní se entregó sin resistencia.
San Pablo no reconoció su hora cuando los judíos le armaron el gran follón ante el procurador romano, que finalmente lo metió en la cárcel, no sabiendo qué hacer con él. Apeló a Roma etc. (Hch 25-26), y llegada en Roma la hora del martirio, entregó su vida.
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Cierto.
Hacerse con la cruz es la libertad. Y, ésta, una verdad pequeña pero valiosa como el mayor tesoro.
Gracias,
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JMI.-S.Juan de la Cruz, lectura maravillosa siempre, y más en Cuaresma.
¿Es que no ven que los hijos de los ateos, de los indiferentes, de los agnósticos y de los católicos falsos, son ahora poco menos que animales? ¿No ven que les calzan como anillo al dedo los durísimos sermones de Pablo a los corintios, campeones de la fornicación y de todos los vicios y degeneraciones?
¿No ven a la violencia, peor que la selvática, adueñarse de la ciudad? ¿No imaginan la montaña que podría formarse con los despojos de los niños abortados en un año solamente?
¿No ven la infame tiranía de los opulentos? ¿No perciben que las naciones son cada vez más grandes corrales, manejados con criterios ganaderos? ¿Y la salud con criterios veterinarios?
No Padre, no lo ven. Dios permite que no lo vean, Él sabrá porqué. Bendigamos al Señor y recemos para que sus ojos se abran.
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JMI.-Solo Cristo Salvador puede dar vista a los ciegos. La verdad es que no ven lo que están viendo.
"Señor, que vea". Señor, que vean. Señor, que veamos. Por tu gracia.
Gracias, padre, le pido su bendición y oraciones, que tanto necesito porque soy todavía esclavo del mundo.
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JMI.-Dan ganas de etc. Ya hoy estamos viviendo una persecución semejante y mayor, aunque no tanto en los cuerpos como en las almas. Va mi oración y mi bendición +
El Señor está con nosotros.
San Juan de La Cruz no está invitado al sínodo. Pena.
Gracias por presentarnos a nuestros antepasados en la Fe de Cristo. Pedimos su intercesión.
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