(165) De Cristo o del mundo -VII. La gran Catedral profanada
–Emplea usted imágenes muy fuertes y palabras muy duras.
–Ya mostré y demostré que este lenguaje claro y fuerte es el de Cristo, los Apóstoles y los santos (24-32). Y aún siendo así son muchos los que no entienden ni reciben este lenguaje. Calcule, pues, qué entenderán y aceptarán si se les habla confusa y débilmente.
Si ustedes vieran un día una Catedral convertida en un night club –por el acabamiento de sus fieles o por las agresiones de poderes políticos o por otras causas– se quedarían tremendamente doloridos y espantados ¿no?… Pues miren al mundo, y ya pueden dolerse y espantarse, porque motivos para ello no faltan. Miren al mundo actual y al de siempre, y no sean de aquellos que «miran y no ven» (Mt 13,13).
El mundo secular es como una grandiosa Catedral que ha sido profanada y degradada. La gran Catedral del mundo fue creada para la glorificación de Dios y la santificación de los hombres en la paz y la alegría. Fue creada como un mundo maravilloso, como una obra digna de su Autor divino. Y ya se comprende que, si «Dios vió todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gen 1,31), no hay palabras humanas capaces de calificar la bondad y belleza del mundo. Aún después del pecado conserva muchos rasgos de su formidable majestad originaria.
Y no todo en el mundo secular es malo, por supuesto. Tiene que haber en el mundo muchos y grandes bienes, porque de otro modo se hundiría bajo el peso de tantísimos males. Ya sabemos que el mal es privación del ser debido, y solo puede tener existencia en cuanto parásito del bien.
La Catedral profanada: «desde el primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda al mundo» (Catecismo 401). La Catedral deslumbrante de belleza, armonía y santidad se degrada indeciblemente en el pecado. La humanidad, cediendo a Satanás, se apodera de ella y se rebela contra Dios, transformándola en una escuela de vicios, un night club perverso, una cueva de bandidos, un valle de lágrimas, un matadero de niños y de pobres, un lugar de guerras continuas, encendidas por comerciantes y políticos corruptos, una Universidad del diablo, donde apenas se encuentra una verdad entre cien mentiras.
Dice San Pablo que los hombres caídos en el pecado, «conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se extraviaron en sus pensamientos, envolviendo en tinieblas su insensato corazón. Y alardeando de sabios, se hicieron necios, y trocaron la gloria de Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible… Por esto los entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza, con que deshonran sus propios cuerpos. Cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos, amén. Por lo cual los entregó Dios a las pasiones vergonzosas», etc. (Rm 1). Seguidamente enumera el Apóstol una veintena de pecados. Todos ellos son perfectamente actuales.
El mundo está robado a Dios por la humanidad pecadora. Los viñadores infieles se han apoderado de la viña y se niegan a pagar al Dueño sus frutos y rentas. Quieren poseer la viña en forma plena, haciendo de ella lo que quieran, sin reconocer el dominio de su Señor. La parábola de Cristo tiene una aplicación muy especial a los judíos, porque «la Viña del Señor es la casa de Israel» (Is 5,1-7). Pero es también perfectamente aplicable al mundo que se rebela contra Dios y contra su enviado Jesucristo: «Éste es el heredero. Vamos a matarlo y la herencia será nuestra» (Mc 12,7). Y donde el horror descrito en esta parábola se cumple en forma más espantosa es en las naciones de antigua filiación cristiana que niegan a Dios y rechazan a Cristo: «Matemos a Dios y el mundo será nuestro. Podremos hacer de él lo que nosotros queramos, con absoluta libertad y autonomía».
La unión del matrimonio puede sin requisito alguno romperla el hombre; el derecho al aborto financiado por el Estado es irrestricto; se afirma la plena naturalidad del matrimonio homosexual, etc. Y atención a esto: el mundo secular solamente llega a tales extremos de perversión mental y práctica en los pueblos cristianos apóstatas. Corruptio optimi pessima.
–El diablo, en cuanto Príncipe de este mundo, tienta a Jesús en el desierto. Él tiene conciencia de su dominio sobre los hombres y sobre las naciones, razas y culturas. El Tentador, desde el principio de la humanidad, sabe que domina sobre los hombres cuando consigue que se rebelen contra Dios, ya que cuando pecan caen bajo su influjo diabólico y los cautiva, los hace «esclavos de la corrupción, puesto que cada cual es esclavo de quien triunfó sobre él» (2Pe 2,19). Sabe el diablo que, aunque Dios es el Creador y Señor natural del mundo, ha caído el mundo bajo su influjo maligno, de modo que a él bien se le puede llamar «Príncipe de este mundo» (Jn 14,30; 16,11; Ef 6,12), más aún, «dios de este mundo» (2Cor 4,4). No son títulos vacíos.
Es muy significativo que en el mismo comienzo de la misión pública de Jesús, cuando sale de Nazaret y se retira al desierto, antes de presentarse al pueblo en las orillas del Jordán, el diablo se enfrenta con Él directamente, y aunque es mentiroso desde el principio y cuando habla la mentira habla de lo suyo propio (Jn 8,44), se expresa con gran claridad: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos, pues todo me ha sido entregado, y lo doy a quien yo quiero» –puede hacerlo, y al decirlo no se tira un «farol»–: «Si tú te arrodillas delante de mí [si me adoras], todo será tuyo» (Lc 4,6-7). Jesús resiste las tentaciones, vence poderosamente al diablo y lo echa fuera como a un perro: «vete, Satanás». Él es el Señor del mundo, y viene a recuperarlo por la luz del Evangelio y la sangre de su Cruz.
–Cristo entra en Jerusalén y purifica el Templo. Es también muy significativo que la purificación del Templo sea la primera acción pública de Cristo. Declara de este modo en público la finalidad de su misión. Él es el Hijo divino, hecho hombre, que viene a restaurar la Catedral profanada, convertida en antro de perdición. Pero no viene a purificar solamente el Templo judío de Sión, sino el Templo de la creación entera, de toda la humanidad, liberándola del Príncipe de este mundo, santificándola en la verdad y reorientándola a su fin verdadero: la gloria de Dios y la santidad temporal y eterna del hombre.
De nuevo San Pablo nos ayuda a entender la acción de Cristo Salvador: «la creación, expectante, está aguardando con ansia la manifestación de los hijos de Dios. En efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo ella, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo. Pues en la esperanza hemos sido salvados» (Rm 8,19-24).
Cristo, porque es el que más ama al mundo, por eso es el que más se horroriza de su situación pecadora y el que más abiertamente la denuncia. Si un pintor, entusiasmado con el cuadro que está realizando, vuelve a su taller y encuentra que su cuadro ha sido emborronado y rasgado, siente un dolor tan grande como el amor que tiene por su obra. El dolor de Jesucristo ante el espectáculo terrible de un mundo pecador es simplemente indescriptible, precisamente por el amor que Él tiene hacia su obra: «todo fue creado por Él y para Él, y todo subsiste en Él» (Col 1,16-17), y «sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho» (Jn 1,3). Él es la causa de todos los bienes y bellezas del mundo. Ya lo vimos anteriormente (162). Sufre, pues, inmensamente Cristo al ver la creación profanada, ensuciada y arruinada. Sufre «el Autor de la vida» (Hch 3,15) al ver que, a causa del pecado, «la muerte entró en el mundo» (Sab 1,13; 2,14; Rm 5,12), haciendo de la humanidad una muchedumbre de condenados a muerte, cautivos del diablo, «homicida desde el principio» (Jn 8,44).
Cristo ama al mundo pecador con inmenso amor misericordioso. Y amor misericordioso es aquel que tiene por objeto algo miserable. Es aquel amor inefable del Padre celestial, que Jesús revela en el Evangelio de San Juan: «tanto amó Dios al mundo que le entregó su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna» (3,16). El Padre lo entregó al mundo en Belén, y acabó de entregarlo en la Cruz.
Nuestro Señor Jesucristo entra en el mundo impulsado por el amor divino trinitario, para coronar con su Encarnación la obra grandiosa de la creación, para restaurar con su palabra y al precio de su sangre la grandiosa Catedral profanada y pervertida, para dar a los hombres la gracia del conocimiento y de la conversión, reconciliando así al Creador y a las criaturas.
Jesús es el Salvador misericordioso, el que no viene a condenar al mundo sino a salvarlo (Jn 3,17). Jesús es el Maestro santo que, con gran escándalo de los «justos», se hace «amigo de los pecadores» (Mt 11,19), comiendo y tratando con ellos, para llevarlos a conversión. Es el que ama y salva a la mujer adúltera, cuando todos pretendían apedrearla (Jn 8,2-11). Ningún hombre ha tenido la benignidad de Jesús hacia los pecadores. Nadie ha tenido la facilidad de Cristo para captar lo que hay de bueno en los hombres, en las personas, en los pueblos y culturas, porque es la causa de todo bien. Nadie ha tenido hacia el mundo-pecador un amor tan eficaz, tan sin límites, «haciéndose él mismo pecado» (2Cor 5,21), hasta «entregar la vida» por él, como «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).
El mundo temporal es antesala de la vida o de la muerte eterna. Jesús ve las realidades temporales en su verdadera condición efímera: «el cielo y la tierra pasarán» (Mt 24,35). El mundo es pasando: el pasado ya pasó, el futuro aún no existe, y el presente es un instante que se hunde constantemente en el pasado. Pero esta condición efímera del mundo secular en modo alguno «quita valor» a lo mundano. Muy al contrario: muestra que lo mundano es nada menos que un «medio» para un «fin» eterno y celestial. Los actos del hombre, que para los mundanos son triviales, insignificantes, intranscendentes, sumamente condicionados y contingentes, muestran toda su importancia y valor cuando sabemos que según sean buenos o malos van a llevar a un final eterno de premio o de castigo.
En este sentido, nadie conoce como Cristo el valor de las realidades temporales. Todas las realidades intramundanas, en efecto, habrán de ser siempre tomadas o rechazadas en función de las realidades futuras escatológicas. «¿De qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?» (Mc 8,36). La mundanización cerrada del hombre es denunciada por el Señor como causa de perdición: «Insensato, esta misma noche te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado ¿para quién será? Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,20-21).
El mundo secular, en su actual estado, es muy peligroso. Y Cristo avisa muchas veces de esta peligrosidad a sus discípulos, para que estén siempre alertas. Han de mantenerse siempre orantes y vigilantes, «para no caer en la tentación» (Mt 26,41), es decir, 1.–para no ceder ante la fascinación de lo efímero, y 2.–para no sucumbir ante la persecución del mundo. No podrían de otro modo cumplir su altísima misión, y ellos mismos se perderían con los mundanos.
1.–La fascinación del mundo puede ser causa de perdición. El pecado debilita en el hombre su tendencia a la vida eterna, y hace morbosa su adicción a los bienes visibles. Y el mundo pecador y enemigo del Reino tiende de suyo a desviar de Dios el corazón del hombre.
En este sentido, Cristo avisa a los cristianos para que la semilla del Reino, sembrada en sus corazones, no se vea sofocada por las espinas del mundo secular, es decir, por las preocupaciones del mundo, las riquezas y los placeres de la vida (Mt 13,22; Mc 4,19; Lc 8,14). Es cierto que ni el matrimonio, ni la posesión de bueyes o de tierras, impiden acudir a la invitación del Reino; pero también es cierto que acuden más fácilmente al convite del Señor los pobres, que nada de eso tienen: «los pobres, tullidos, ciegos y cojos», que no se ven sujetos por aquello de lo que carecen (Lc 14,15-21).
Y ésa es la peligrosidad de las riquezas. Por eso dice el Señor, «¡ay de los ricos!» (Lc 6,24), pues conoce qué fácilmente los ricos se apegan a sus riquezas temporales, y así vienen a faltar al Eterno y a ese prójimo temporal necesitado, que quizá tienen a su misma puerta. El rico, penando eternamente en el otro mundo, habrá de recordar, cuando no tenga ya remedio, que en éste recibió los bienes; en tanto que el pobre Lázaro en este mundo sufrió los males, y en el otro goza para siempre (16,19-26). Por eso «¡qué difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!» (Mc 10,23). Para los que las tienen, efectivamente, es difícil; pero es imposible para los que en ellas ponen su corazón, pues «no es posible servir a Dios y a las riquezas» (Mt 6,24; cf. 6,19-21).
2.–La persecución del mundo también puede ser causa de perdición, si cediendo a ella, el hombre abandona el Reino de Dios. Cristo la anuncia claramente a sus discípulos: «Si el mundo os odia, sabed que me odió a mí primero que a vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os elegí del mundo, por esto el mundo os odia» (Jn 15,18-19). Así las cosas, Cristo envía a sus discípulos al mundo «como ovejas en medio de lobos». Y les avisa: «sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Guardáos de los hombres» (Mt 10,16-17).
Ya vemos pues, con todo esto, que, sea por la atracción fascinante o por la persecución continua, la peligrosidad del mundo es un dato cierto de la fe. Y de ahí vendrá, como en seguida comprobaremos, que Cristo conceda a sus discípulos dos vocaciones fundamentales. 1.-A unos les llamará a vivir en el mundo, pero sin ser del mundo, permaneciendo en atenta vigilancia y alerta espiritual, y 2.-a otros los llamará a dejar el mundo, a los religiosos, con una ruptura más o menos marcada respecto de las formas de vida secular. Pero unos y otros igualmente, aunque en formas diversas, están destinados a transformar y salvar el mundo con el poder de Cristo.
Cristo Salvador sabe que tiene poder para salvar, es decir, para purificar y transformar el mundo. Él puede liberar al mundo de la cautividad del diablo y reconciliarlo con Dios: «verdaderamente, Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5,19). Él puede restaurar su amadísima Catedral, profanada y degradada. Puede incluso aumentar inmensamente su majestuosa belleza original. Los mundanos, paganos o malos cristianos, apenas ven el mal del mundo, y si en algo lo ven, apenas creen que tenga remedio. Jesucristo y sus discípulos, todo lo contrario: ven el mal del mundo con toda lucidez, y ven también con firme fe esperanzada que el poder de Dios, omnipotente y misericordioso, puede y quiere levantarlo de su abismal postración.
Guillermo de San Teodorico, abad (+1148): «Tal es, Señor, la Palabra que tú nos dirigiste: el Verbo todopoderoso, que en medio del silencio que mantenían todos los seres –es decir, el abismo del error–, vino desde el trono real de los cielos a destruir enérgicamente los errores y a hacer prevalecer dulcemente el amor» (Sobre la contemplación de Dios 9-11).
En este artículo hemos contemplado la acción de Cristo purificadora del mundo, y en el próximo contemplaremos su fuerza salvadora para recrear una nueva humanidad, un mundo nuevo, que viene a ser Templo de Dios entre los hombres.
José María Iraburu, sacerdote
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7 comentarios
Dios sea misecordioso con los que, como el que esto escribe, no nos demos cuenta de tan gran y terrible mal.
Pero este lenguaje de apariencia fuerte es medicina, es un lenguaje que desinfecta nuestro vicios y pecados, no es malo ni duro cuando amamos a Cristo, pero si es una carga insoportable cuando no se ama a Dios sino así mismo y al mundo.
Dios es misericordioso y el mundo no es tan malo, dicen las almas tibias para no renunciar al hombre viejo.
Nosotros también decimos "casi" lo mismo, que Dios es misericordioso, pero el mundo no lo es, ya sabemos que no tiene ninguna piedad con sus seguidores, y al final se hunden en la desesperación. EL mundo a nadie encamina a la Esperanza de Cristo.
Las cosas mundanas no tiene remedio, intenta arrebatar el pensamiento de Dios en un gran número de corazones inconstantes. Leyendo estas reflexiones, que a muchos de nosotros nos ayuda para estar bien despierto, que no nos descuidemos, pues si el Señor cuando venga en cualquier momento, ya hemos de estar preparado. Decía San Jerónimo contra quienes protestaban de sus palabras
Entre los libros del Apostolado Mariano, tengo cartas de San Jerónimo: «Todo cuanto hemos dicho parecerá duro al que no ama a Cristo»,
San Jerónimo en una carta a Heliodoro, Monje: "Nada parece duro a los que aman; nada es difícil cuando se vence por llegar a lo que se desea. - Amemos a Jesucristo y procuremos con fervor unirnos con El, y las cosas más difíciles nos parecerán muy fáciles, y todo lo que ahora es largo, se nos hará muy corto." (Sentencias de los Santos Padres tomo I pág.30)
Si amamos a Cristo, las palabras, como queda referido, no hay dureza, sino una medicina que nos ayuda a sanar nuestro espíritu. Por eso, muchas cosas del Evangelio cuando no se vive, ni se menciona. Que no existe el castigo eterno porque Dios es misericordioso; pero abusar de la Misericordia de Dios para seguir en el pecado y en el vicio, le queda entonces la Justicia divina a la que quieren negar.
La revista es www.revistasanmiguel.org de los Peregrinos de San Miguel Arcángel.
Muchas gracias y me encomiendo a sus Sagradas Eucaristias
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JMI.-Pueden uds. hacer el uso que les convenga de mis pobres escritos. Los Estatutos, p.ej., de la Fundacion GRATIS DATE (Art. 18), que presido, establecen que "se permitirá la reproducción total o parcial de sus obras", con ciertas condiciones obvias: aviso, citar autor y origen, no lucro. Aquí estamos en lo mismo. Gracias a Dios.
¡Despierta! ¡Despierta!...Te lo Ruego ¡Créeme!.....Será para tí" una dicha, que no te hayan cautivado con sus halagos, los favores de este mundo...¡Que seducen a los incautos! :( San Agustin)
Saludos
La verdad, la mayoría de gente en el mundo no conoce la maldad tan inmensa de las ideologías ateas y las camufladas de buenas. La foto de la piscina es tremenda....
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JMI.-La primera foto, no, es una catedral católica santa de Francia.
La segunda-piscina la recuperaron en la actual Rusia para el culto, gracias a Dios.
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