(162) De Cristo o del mundo –lV. Jesús, el hombre más feliz de este mundo
–No sabía yo eso.
–Su ignorancia es oceánica, y sus errores numerosos como las estrellas del cielo y las arenas del mar.
Los cristianos hemos de vivir en el mundo haciendo nuestros los pensamientos de Cristo, sus sentimientos y sus obras. Él es nuestra norma absoluta. Él es nuestra santa Cabeza, y siendo nosotros sus miembros, hemos de dejarle vivir en nosotros. Por tanto, si nos preguntamos cuál ha de ser en el mundo la actitud de los cristianos, habremos de descubrirla fundamentalmente en el mismo Cristo. Es el mandato del Apóstol: «tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Más aún, el mismo Jesucristo nos da esa norma: «yo os he dado el ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho» (Jn 13,15).
–Las causas de la felicidad del hombre en este mundo nos son bien conocidas a la luz de la fe. Si el hombre es «imagen de Dios» (Gén 1,26) y «Dios es amor» (1Jun 4,8), el hombre será feliz en la medida en que ama y se sabe amado; y estará triste si ama poco, si ama mal, si no ama. Su alegría se fundamentará en saberse amado por Dios y por los hombres, y estará causada igualmente por el amor que él tenga Dios y a los hermanos.
El hombre es feliz en la oración, que le une al Señor en una amistad siempre creciente, cada vez más íntima, y en el diálogo, por el que se une a los hombres; en cambio sufre tristeza cuando queda cautivo en la cárcel de la soledad y del egoísmo, separado de Dios y de los prójimos. Dicho de otro modo: el hombre es feliz en la medida en que escapa a la cárcel de su egoísmo y levanta el vuelo de su vida por el cielo azul con las alas del amor a Dios y del amor a los hombres.
El hombre es feliz en la luz de la verdad, que le une a Dios, y triste en la oscuridad de la mentira, que le sujeta al diablo (Jn 8,44). Es feliz en la confianza absoluta, que excluye todo temor, y triste en el miedo, la ansiedad y la preocupación. El hombre, como todas las criaturas del universo, se realiza verdaderamente a sí mismo y es feliz en la medida en que hace la voluntad del Creador, y se hunde en la amargura cuando volviendo la espalda a Dios y dando culto a las criaturas, vive, malvive, abandonado a los deseos de su corazón (Rm 1,23-32).
El hombre es feliz cuando vive en el mundo en la esperanza de la vida eterna, que conforta poderosamente, haciendo soportables las penas de este mundo, como si no fueran nada (2Cor 4,17). Por el contrario, aquellos hombres que viven «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2,12), aquellos que «tienen a su vientre por dios, y no piensan más que en las cosas de la tierra» (Flp 3,19), necesariamente viven acechados continuamente por la tristeza, la amargura y la desesperación, por mucho que procuren neutralizarlas con vanos placeres. Las virtudes alegran al hombre y le hacen libre, mientras que los vicios son cadenas que le sujetan, le debilitan, le matan: «la maldad da muerte al malvado» (Sal 33,22). Según esto,
–Cristo ha sido en este mundo el más feliz de todos los hombres. A medida que «Jesús va creciendo en sabiduría y en edad» (Lc 2,52) es cada vez más consciente de ser «el Amado del Padre», el predilecto, aquel en quien el Padre tiene puesta toda su complacencia (Mt 3,17). Lo sabe bien: «yo no estoy solo, sino yo y el Padre, que me ha enviado» al mundo (Jn 8,16). «Yo y el Padre somos una sola cosa» (10,30). Su oración es continua y tiene una profundidad inefable de amor íntimo: «Yo sé que siempre me escuchas» (11,42). ¿Quién sabrá expresar la alegría de «el hombre Cristo Jesús» (1Tim 2,5)?
Nadie en el mundo ha sido tan amado como Jesús. Él se sabe amado por su madre, la Virgen María, por San José, por todos los ángeles y santos. ¿Se imaginan ustedes la felicidad de vivir en el hogar de Nazareth teniendo como padres a la Virgen María y a San José?… Nadie ha sido amado como Él, nadie ha sido tan atrayente para los hombres, para las muchedumbres (Mc 3,7-10). Aquellos que son llamados por Él a su seguimiento discipular son capaces de «dejarlo todo al instante», esposa, hijos, familia, casa, tierras, trabajo, todo: sienten más el gozo privilegiado de seguirle, que el dolor del despojamiento. Cuál sería el amor y la devoción que estos hombres tenían hacia Jesús…
Y sinada alegra tanto como amar, es preciso reconocer que ningún ser humano ha experimentado como Jesús la alegría de amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo. Nadie ha amado tanto al Padre, al Espíritu Santo, a la Virgen María, a los ángeles y a los hombres, como nuestro Señor Jesucristo. No es necesario argumentar esa afirmación, porque es evidente.
Nadie ha tenido hacia la creación un amor semejante al suyo. Sabe Cristo que Él es la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, y que por Él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra: todo fue creado por Él y para Él (Col 1,15-17), y es Él quien «sustenta con su poderosa palabra todas las cosas» (Heb 1,3). Nadie ha captado tan gozosamente la belleza y la bondad que hay en el mundo visible como Aquel que es la causa original y permanente de su existencia, bondad y hermosura. Así lo confesamos, orando al Padre en el Canon Romano, antes de la doxología final: «por Cristo, Señor nuestro, por quien sigues creando todos los bienes, los santificas, los llenas de vida, los bendices y los repartes entre nosotros».
Nadie en este mundo se ha alegrado tanto como Él de vivir en Dios, de moverse en Dios y de existir en Dios (Hch 17,28). Ningún hombre de este mundo ha tenido tanta paz interior y tanto gozo espiritual, pues nadie se ha identificado tan perfectamente con la Voluntad divina, gozándose siempre y en todo lugar en el cumplimiento perfecto de la Voluntad del Padre, que es «su alimento» (Jn 4,34). Nadie ha captado como Jesús la bondad de las personas buenas, y todo cuanto de bueno hay en las obras, instituciones y culturas de la humanidad. La limosna de la viuda pobre, por ejemplo, siendo mínima, conmueve su corazón (Lc 21,1-4): es Él quien ha movido su buena voluntad, «su querer y su obrar», a esa obra piadosa en el Templo (Flp 2,13). Él entiende los planes de la Providencia divina, y se alegra en ellos inmensamente, sabiendo que todas las cosas, incluso los pecados, colaboran al bien de los que aman a Dios (Rm 8,28). Nadie ha mirado a los pecadores con tanta compasión y benignidad, alegrándose de su conversión, que viene causada por su gracia .
Se alegra Jesucristo en su poder salvador: «solo Él hizo grandes maravillas» (Sal 135,4). Ilumina al pueblo con su palabra, y sabe que su luz iluminará a todas las naciones. Reconcilia a los hombres con Dios, convirtiendo sus corazones. Perdona los pecados. Calma las tempestades del mar y del corazón de los hombres. Sana a los enfermos y resucita a los muertos en todos los sentidos de estas expresiones. Congrega en la unidad a todos aquellos que, como ovejas sin pastor, andaban dispersos. Guarda en la unidad del amor a los matrimonios. Causa el celo apostólico de apóstoles, párrocos, misioneros, religiosos, contemplativos. En su Nombre consuela y conforta a los afligidos, a los de su tiempo y a los de todos los siglos. Sabe Cristo que Él es la fuerza de salvación para todos los pueblos, el Sol nacido de lo alto, para iluminar a cuantos viven en las tinieblas de la muerte, guiándolos por el camino de la paz (Lc 1,68-79). Sabe que su Reino no tendrá fin, y que todos los pueblos vendrá a postrarse en su presencia, para que Dios sea todo en todos. No sigo enumerando las causas de la alegría de Cristo, pues sería labor interminable.
–Es evidente, pues, que ningún hombre ha sido en este mundo tan feliz como Cristo. Los Evangelios nos manifiestan más el dolor que el gozo de Cristo. Pero ciertamente en su vida mortal hubo muchísimos momentos como aquel que describe San Lucas: «en aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo, y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra… Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, y quién es el Padre sino el Hijo”… Y vuelto a los discípulos, les dijo aparte: “dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis”» (Lc 10,21-24).
–Finalmente, si Cristo fue el más feliz de los hombres, también los cristianos somos los hombres más felices de este mundo. Lo somos, se entiende, en la medida en que le dejemos a Cristo vivir en nosotros. Tenemos para ser felices una sobreabundancia de causas, y de causas permanentes, como expliqué más ampliamente en tres articulos sobre La alegría cristiana. Si nosotros hemos de participar de Cristo en todo, pensamientos, sentimientos, obras, oraciones, también hemos de hacer nuestra su alegría en el mundo: «alegraos, alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Cito como ejemplo un texto de la carta del Papa San Clemente Romano (+96) a los corintios (cp. 35), escrito cuando arreciaban las persecuciones y parecía, según el pensamiento humano, que la vida de la Iglesia no tenía porvenir histórico alguno. Cada frase expresa una radiante alegría espiritual –y así vienen a ser todos los textos que conocemos de aquellos siglos primeros–:
«¡Qué grandes y maravillosos son, amados hermanos los dones de Dios! La vida en la inmortalidad, el esplendor en la justicia, la verdad en la libertad, la fe en la confianza, la templanza en la santidad. Y todos estos dones son los que están ya desde ahora al alcance de nuestro conocimiento. ¿Y cuáles serán, pues, los bienes que están preparados para los que lo aman? Solamente los conoce el Artífice supremo, el Padre de los siglos; sólo él sabe su número y su belleza.
«Nosotros, pues, si deseamos alcanzar estos dones, procuremos, con todo ahínco, ser contados entre aquellos que esperan su llegada. ¿Y cómo podremos lograrlo, amados hermanos? Uniendo a Dios nuestra alma con toda nuestra fe, buscando siempre, con diligencia, lo que es grato y acepto a sus ojos, realizando lo que está de acuerdo con su santa voluntad, siguiendo la senda de la verdad y rechazando de nuestra vida toda injusticia, maldad, avaricia, rivalidad, malicia y fraude.
«Éste es, amados hermanos, el camino por el que llegamos a la salvación, Jesucristo, el sumo sacerdote de nuestras oblaciones, confortación y ayuda de nuestra debilidad. Por él, podemos elevar nuestra mirada hasta lo alto de los cielos; por él, vemos como en un espejo el rostro inmaculado y excelso de Dios; por él, se abrieron los ojos de nuestro corazón; por él, nuestra mente, insensata y entenebrecida, se abre al resplandor de la luz; por él, quiso el Señor que gustásemos el conocimiento inmortal, ya que él es “el reflejo de la gloria de Dios, tanto más encumbrado sobre los ángeles, cuanto más sublime es el nombre que ha heredado” [Heb 1,3-4]. Militemos, pues, hermanos, con todas nuestras fuerzas, bajo sus órdenes irreprochables… Por todo esto, debemos dar gracias a Aquel de quien nos vienen todos estos bienes, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén».
En el próximo artículo contemplaremos los sufrimientos de Cristo y de los cristianos en este mundo.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
13 comentarios
Estimado Padre Iraburu,
En varias ocasiones he escrito comentarios exponiendo puntos de vista contrarios al suyo. En esta ocasión he de decirle que su texto me ha llegado a lo más hondo. Ha escrito usted un documento para enmarcar, que le aseguro que lo imprimiré y lo pondré en mi mesilla de noche. Que me ha hecho y me hará mucho bien en este momento de mi vida y que rezuma a Cristo por todos los poros. Le quiero dar las gracias por ello.
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JMI.-Bendigamos al Señor.
Siempre ha sido nuestro Modelo, el hogar donde Jesús recibió todo el Amor, el cariño y la Felicidad de una Familia Cristiana .
Saludos
Y viene muy oportuno su recordatorio. Los cristianos somos felices a un modo muy distinto al del mundo.
Pero muy superior.
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JMI.-En seguida podrá contemplar a Jesús como "Varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos". Parece algo contradictorio con lo expuesto aquí.
La explicación: en el próximo artículo.
Por otra parte soy el más feliz, porque tengo a Cristo conmigo, del que no me quiero separar jamás, tengo a nuestra Madre del cielo, a la Iglesia Católica.
No soy feliz, cuando veo los excesos de abusos liúrgicos y profanaciones, indiferencias y tantos males.
Soy feliz porque el Señor me concede orar por los pecadores, porque yo podría ser peor de todos, (¿acaso no lo soy?)
No, no soy feliz cuando pienso en tantos hermanas y hermanos en el mundo entero, que no pueden tener la libertar para entregarse con más veracidad al Señor, porque los países islámicos, comunistas, el odio que Satanás manifiesta en el ateísmo contra la Iglesia Católica, la locura del sectarismo, la depravación del libertinaje. Son malas noticias.
La buena noticia es que Cristo ha venido a redimir a los que quieran ser redimidos, a salvar a los que quieren ser salvados.
Y la verdad, no sé como se me ha ocurrido escribir estas cosas. Pues no soy yo el que es feliz, y el que sufre. Pues hay un sufrimiento bueno y otro malo, y rechazar el mal que es el pecado, para vivir sólo para Cristo y en provecho por el bien de nuestros hermanos.
Copio este párrafo suyo, padre José María;
–Finalmente, si Cristo fue el más feliz de los hombres, también los cristianos somos los hombres más felices de este mundo. Lo somos, se entiende, en la medida en que le dejemos a Cristo vivir en nosotros.
Es verdad, sólo en Cristo sí que somos verdaderamentre felices.
No soy feliz, cuando se comete ofensas y blasfemias contra la Santísima Trinidad, contra la Iglesia, contra el Papa, cuando caigo en la porquería de mis pecados, haciendo el mal que aborrezco y no el bien que deseo.
Soy feliz, porque Cristo ha instituido el Sacramento de la Penitencia, ha puesto en nuestro camino a sacerdotes piadosos y auténticos que pueden ayudarnos generosamente en la dirección espiritual.
Porque el Señor en su bondad, también pone en mi camino para aprender de estos hermanos y hermanas tan llenos de amor de Dios,
Espero Padre Iraburu su próximo artículo sobre el sufrimiento del Señor y pueda iluminar una cuestión de gran calado teológico ¿Perdió el Señor en Getsemaní la visión beatífica, y de no ser así cómo puede explicarse un sufrimiento tan atroz hasta el punto de sudar sangre?
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JMI.-Trataremos del tema.
Por otro lado, su amor por la naturaleza se pone en entredicho cuando le lanza la maldición a la higuera por no dar higos en invierno (todo el mundo sabe que las higueras fructifican en verano, no era culpa suya si no daba fruto en invierno). La higuera se secó en menos de veinticuatro horas después de su maldición. En cambio, en las filosofías orientales, el "hombre del Tao" es descrito en terminos muy diferentes:
Desnudo el pecho y descalzo, entra el hombre en el mercado.
¡Está cubierto de barro y polvo, pero cómo sonríe!
Sin recurrir a poderes místicos,
hace florecer en un momento los árboles marchitos.
Ese sí es para mí el hombre mas feliz del mundo. Sonríe y hace florecer los árboles, no los seca.
Un saludo, señor Iraburu.
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JMI.- Queda claro que el Sr. Iraburu no ha convencido en nada con su artículo a la Sra. Nina. Realmente entre cristianos y taoistas no hay ni comparación.
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JMI.-De acuerdo, Nina. Me quedo en mi torre de marfil, confesando con otros mil millones de católicos y otros mil de cristianos no-católicos (unos 2.000 millones) lo mismo que venimos confesando hace veinte siglos: que "no nos ha sido dado otro Nombre bajo los cielos en el cual podamos ser salvados sino el de Jesucristo Nazareno" (cf. Hechos 4,10-12).
Ya ve Ud. que la torre es más bien grandecita.
Su naturaleza humana es capaz de integrar todas las pasiones humanas (tristeza, alegría, ira, mansedumbre, etc) en un perfecto equilibrio por el poder de su naturaleza divina. De tal manera que Cristo podría estar airado y al mismo tiempo ser manso, sufriente y al mismo tiempo feliz, triste y al mismo tiempo alegre.
Es perfecto Dios y perfecto hombre. Es la maravilla de la Creación.
En El se da la perfecta ira sin defecto de la perfecta mansedumbre, la perfecta tristeza sin la falta de la perfecta alegría, el perfecto amor o atracción hacia la mujer sin defecto de la más perfecta castidad, el placer de los manjares sin pérdida de la perfecta templanza.
¿Usted cómo lo ve, padre Iraburu? Me interesaría conocer su opinión al respecto, si no tiene inconveniente...
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JMI.-Cómo lo vea yo, cuál es mi opinión, eso no tiene ningún valor ni interés. Tenemos que buscar siempre "qué enseña la Iglesia, Madre y Maestra". Y ella enseña que "el Hijo de Dios conocía todas las cosas; y esto por sí mismo, que se había revestido de la condición humana; no por su naturaleza, sino en cuanto estaba unida al Verbo [...] La naturaleza humana, en cuanto estaba unida al Verbo, conocía todas las cosas, incluso las divinas, y manifestaba en sí todo lo que conviene a Dios" (S.Máximo Confesor, citado por Catecismo de la Iglesia Católica, 473). El Hijo de Dios tiene una ciencia beatífica que no pierde al encarnarse como hombre.
Enseña Sto. Tomás: Cristo "conocía plenamente a Dios, también en cuanto hombre, según aquello: 'yo le conozco, y guardo su palabra' [Jn 8,55]. Luego tuvo Cristo la ciencia beatífica" (STh III, 9,2 sed contra). Algunas cuestiones de esta doctrina son discutidas por autores actuales fidedignos, como Daniel Ops, OP, y Jean Galot, SJ. Pero no puedo entrar en el tema.
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JMI.-Si mira usted en www.gratisdate.org mi libro EL MARTIRIO DE CRISTO Y DE LOS CRISTIANOS, verá en el primer capítulo, no al principio, pero casi, cómo "Jesús es el más feliz de los hombres" cuando estuvo en la tierra, y al mismo tiempo cómo "Jesús fue mártir toda su vida". Lo documento con los Evangelios y lo argumento. Son dos realidades aparentemente contrarias, pero que dan su verdad.
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