(136) Providencia divina –y II. El Señor es justo y misericordioso
–No sé si yo voy a entender eso…
–Es probable que no. Pero yo espero que la mayoría sí que lo va a entender.
Ya vimos que la Providencia divina lo gobierna todo con sabiduría, amor y potencia, tanto lo grande como lo pequeño, obrando en las criaturas necesarias y en las libres según la naturaleza de cada una de ellas. Y nada sucede en la vida del hombre o de las naciones sin que Dios lo haya querido o permitido. Continúa nuestra meditación.
Dios en su providencia es infinitamente justo e infinitamente misericordioso. En Él se identifican misericordia y justicia. Por eso, precisamente porque Dios ama infinitamente el bien, la verdad y la justicia, detesta infinitamente el mal, la mentira y la injusticia. Es el mismo Amor divino el que engendra eterna y juntamente el santo amor del bien y el santo horror al mal. Las exigencias infinitas del Amor misericordioso se identifican con las absolutas exigencias de la Justicia, que debe premiar el bien y castigar el mal. Y siempre, como Santo Tomás lo enseña, van unidas en Dios la misericordia y la justicia. Siempre:
«Toda obra de justicia supone en Dios una obra de misericordia o de pura bondad… La misericordia divina es así como la raíz o el principio de todas las obras de Dios, y penetra su virtud, dominándolas. Según esto, la misericordia sobrepasa la justicia, que viene solamente en un lugar segundo» (STh I, 21,4).
Escribe el gran maestro dominico Réginald Garrigou-Lagrange que «el Amor del bien exige la reparación del mal. Y cuanto ese amor es más fuerte, más lo exige. El amor de Dios hacia el bien exige la reparación del pecado que arrasa las almas, que las desvía de su último fin, hundiéndolas en “la concupiscencia de la carne, de los ojos y del orgullo de la vida” (1Jn 2,16), y finalmente en la muerte eterna» (Le Sauveur et son amour pour nous, Cerf 1933, 240).
La misericordia divina «sobrepasa la justicia, que viene solamente en un segundo lugar». Los creyentes, por la fe y por la experiencia, sabemos con certeza que la Providencia divina, al gobernar los sucesos de este mundo, hace prevalecer la misericordia sobre la justicia en favor del hombre: «no nos trata como [en estricta justicia] merecen nuestros pecados» (Sal 102,10). Parece innegable, considerando el mal del mundo –tan innumerables pecados, tan incesantes, tan graves–, que, en estricta justicia, la humanidad tendría que verse aplastada por el peso de sus culpas, de tal modo que la vida presente, satanizada por las consecuencias del pecado, fuera siempre y en todo lugar un infierno insoportable, en el que los hombres sufrieran continuamente dolor y angustia.
Y no es así. Por la Misericordia divina no es así. Hay mañanas soleadas, en las que los padres pasean con sus niños, llevándolos despacito de su mano. Muchos enfermos son cuidados con extrema solicitud y abnegación por sus familiares, así como por médicos y enfermeras. Ancianos que aparentemente solo son una carga y un gasto, un trabajo y un lastre social, no son eliminados ni desechados, sino recogidos y atendidos con gran dedicación y respeto. A pesar del cúmulo de ambiciones, injusticias, corrupciones y violencias, hay un cierto orden social, por imperfecto que sea, en el que es posible la vida humana. Hay espacio incluso no pocas veces para la alegría y la fiesta, el arte, la beneficencia, el juego. Así pues, las olas del mal embisten contra la playa, pero no acaban por cubrir completamente la tierra del bien. Llegan hasta el límite que Dios les fija, pero no van ni un palmo más allá (Jer 5,22).
Por tanto, es evidente que la Providencia divina «hace trampas», y no deja este mundo abandonado al simple juego brutal de sus causalidades internas. Dios misericordioso interviene continuamente en la vida de los hombres y de los pueblos para suavizar la crueldad del mundo, para aliviar los sufrimientos de los hombres, para suscitar los bienes que estima convenientes, para poner paz donde se dan guerras interminables, para perdonar los pecados causantes de terribles consecuencias. Es siempre el Señor, el que consuela a su pueblo como una madre a su hijo (Is 66,13; 2Cor 1,4). La misericordia de Dios, por tanto, prevalece sobre su justicia, aunque, en realidad, como ya he dicho, sabemos por la fe que en Dios misericordia y justicia se identifican.
«El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 102, 8-13). «El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (144,9). Sí, su misericordia prevalece sobre su justicia. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas.
La voluntad de Dios providente consigue que hasta los males sirvan para más grandes bienes, pero evidentemente «quiere» en modos diversos los bienes y los males. Para explicar este misterio «inescrutable» de la Providencia divina (Rm 11,33), ya desde antiguo se enseñan en la Iglesia algunas distinciones teológicas, sugeridas por la misma Escritura. Tertuliano (+220) distingue en Dios una voluntas prior y una voluntas posterior (Adversus Marcionem 2,11). Y San Juan Damasceno (+749), de modo semejante, muestra como diferentes la voluntad divina antecedente y la voluntad consecuente (De fide orthodoxa 2,29).
–La voluntad antecedente de Dios no es absoluta, sino condicionada: por ejemplo, quiere Dios en principio la santidad de cada hombre, pero la quiere con voluntad antecedente, condicionada a otras disposiciones del mismo Dios, es decir, la quiere si no se opone a ello un bien mayor, por Él mismo querido; la quiere, pero queriendo al mismo tiempo no forzar la libertad que da al hombre. Por eso la voluntad antecedente de Dios no siempre se realiza.
–La voluntad consecuente de Dios, en cambio, es infalible y absolutamente eficaz: es lo que Dios quiere en concreto, aquí y ahora, dentro del orden maravilloso de su Providencia, llena de sabiduría y de amor, de justicia y de misericordia.
Dios, evidentemente, no quiere la Cruz de Cristo en principio, con una voluntad antecedente, sino que la quiere en el plan de su providencia con una voluntad concreta y consecuente, y la anuncia por los profetas, eligiéndola para salvar a la humanidad del pecado y de la muerte eterna. Pero ésta es una voluntad de Dios verdadera y real: Dios quiso la cruz de Cristo, como hemos de comprobarlo más detenidamente. Y los fieles de todas las épocas, educados en la atmósfera luminosa de la Iglesia católica, aunque no conozcan esas distinciones teológicas, enseñados por el Espíritu Santo, asumen con toda sencillez y confianza esos misterios, también el misterio de la Cruz de Cristo. Un misterio, por cierto, que ellos mismos están viviendo en sus propias vidas.
Los errores teológicos sobre la Providencia oscurecen la idea de Dios, que es el Señor, no entienden nada de la historia de las naciones y de cada hombre, y son especialmente horribles cuando falsifican la Cruz de Cristo, revelación plena de la justicia y de la misericordia de Dios.
Los primeros protestantes vieron en la cruz de Cristo una justicia inexorable de Dios, ajena a su misericordia. Lutero y sus discípulos dieron a la Pasión de Cristo una interpretación cruel, en la que la justicia divina descargaba sobre Cristo su cólera, estrujándolo en la Cruz con todos los tormentos, y haciendo de él un maldito, que desciende a los infiernos, experimentando la más terrible reprobación de los condenados. Esta visión de la Pasión, que solo ve en ella una implacable compensación penal por los pecados de los hombres, deja a la misericordia divina ausente del misterio de la Cruz, cuando en realidad ella es su explicación más elocuente.
En vano eran citados algunos textos de la Escritura para sustentar esta siniestra teología, como: «Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, haciéndose por nosotros maldición, pues está escrito: “maldito todo el que es colgado del madero”» (Gál 3,13). Pero nada tiene que ver esta teología de la Pasión con la Biblia y la tradición católica. Más relacionada está con las neurosis de Lutero y con su experiencia personal patológica del peso del pecado. Y también el tétrico Calvino participa de esa misma teología.
Otros hay que no ven la Pasión de Cristo como el cumplimiento de un plan de la Providencia divina, sino que, eliminando o disminuyendo en la muerte de Cristo su sentido providencial y expiatorio, la atribuyen simplemente al libre juego maligno de las voluntades de los hombres de su tiempo. Esta secularización del misterio de la Cruz, iniciada en el campo del protestantismo liberal, se enseña hoy con lamentable frecuencia en el campo católico; eso sí, con matices y modos muy diversos. Ya dije en el artículo anterior (135) que las «teologías anti-cristianas sobre la Providencia no suelen tener formulaciones sistemáticas y precisas, que chocarían abiertamente con doctrinas dogmáticas de la Iglesia. Pero se expresan suficientemente».
Olegario González de Cardedal. Cuando hice en este blog (51-52) un examen crítico de su Cristología (BAC, Madrid 2001, col. Sapientia fidei) ya describí su errónea interpretación de la muerte de Cristo. Pero vuelvo a citarlo ahora en relación a las cuestiones de la Providencia divina. Este autor afirma, al parecer, que la muerte de Cristo no es el cumplimiento de un plan divino, anunciado por los profetas y por Él mismo.
«Esa muerte no fue casual, ni fruto de una previa mala voluntad de los hombres, ni un destino ciego, ni siquiera un designio de Dios, que la quisiera por sí misma [¡¡sic!!], al margen de la condición de los humanos y de su situación bajo el pecado. La muerte de Jesús es un acontecimiento histórico, que tiene que ser entendido desde dentro de las situaciones, instituciones y personas en medio de las que él vivió… […] Menos todavía fue […] considerada desde el principio como inherente a la misión que tenía que realizar en el mundo […] Su muerte fue resultado de unas libertades y decisiones humanas en largo proceso de gestación, que le permitieron a él percibirla como posible, columbrarla como inevitable, aceptarla como condición de su fidelidad ante las actitudes que iban tomando los hombres ante él y, finalmente, integrarla como expresión suprema de su condición de mensajero del Reino»… (94-95).
«En los últimos siglos ha tenido lugar una perversión del lenguaje en la soteriología cristiana […] El proyecto de Dios está condicionado y modelado por la reacción de los hombres. Dios no envía su Hijo a la muerte, no la quiere, ni menos la exige: tal horror no ha pasado jamás por ninguna mente religiosa» (517; cf. ss).
«Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos [¿en muchos católicos?] el mismo rechazo que las anteriores [sustitución, expiación, satisfacción]. Afirmar que Dios necesita sacrificios o que Dios exigió el sacrificio de su Hijo sería ignorar la condición divina de Dios, aplicarle una comprensión antropomorfa y pensar que padece hambre material o que tiene sentimientos de crueldad. La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea de venganza, linchamiento… […] Ese Dios no necesita de sus criaturas: no es un ídolo que en la noche se alimenta de las carnes preparadas por sus servidores» (540-541).
Estamos en pleno terrorismo verbal al servicio de una ideología teológica. González de Cardedal contra-dice sin duda lo que la Escritura sagrada dice con gran frecuencia. La Revelación bíblica afirma claramente que judíos y romanos, causando la pasión de Cristo, realizaron «el plan» que la autoridad de Dios «había de antemano determinado» (Hch 4,27-28); de modo que judíos y romanos, «al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27). En efecto, «era necesario que el Mesías padeciera» y diera así cumplimiento a lo anunciado por Moisés y todos los profetas (Lc 24,26-27). Es lo que siempre y en todo lugar han enseñado Padres, Magisterio y Liturgia.
José Antonio Pagola. En su libro Jesús. Aproximación histórica (PPC, Madrid 2007) afirma que Jesús no preconoce su muerte, no la entiende como el cumplimiento de una voluntad de Dios providente, y no la considera un sacrificio de expiación por el pecado del mundo (349-350, 440-442). Muere, sencillamente, atropellado por quienes tenían entonces el poder en Israel. Ya expuse más detenidamente su doctrina en el estudio crítico que le dediqué en este blog (76-79, especialmente en 79).
Estas explicaciones contra-providenciales de la Cruz de Cristo son hoy frecuentes en libros de teología, y se han difundido notablemente en el pueblo cristiano a través de la predicación, la catequesis y los medios de comunicación social, hasta hacerse predominantes en algunas Iglesias locales «ilustradas». Pondré algunos ejemplos tomados de la prensa hispana, justamente en Viernes Santo.
–Casiano Floristán. «Históricamente Jesús murió porque lo mataron; y lo mataron por su tenor de vida. No buscó ni quiso el dolor, pero se le vino encima. Sufrió porque luchó contra el dolor “indebido”, ocasionado por un sistema político y religioso injusto y unas instituciones despiadadas. Lo mató “el sistema”, no el pueblo judío en general. No fue enviado por el Padre al mundo para que sufriera, sino para predicar e implantar el reino de Dios» (prensa 18-III-2004). Una cierta teología «exaltadora del sacrificio, es deudora de una visión cristiana “dolorista” ambigua. Algunos representantes de esa teología han llegado a concebir un Dios sádico que ofrece a su hijo como víctima sacrificial en la cruz. Ese modo de pensar ha entendido que nuestros pecados habrían merecido su castigo de la cruz. Inconscientemente aparece la figura del macho cabrío expiatorio, que de ninguna manera la utiliza San Pablo» (23-IV-2004).
–Victor Manuel Arbeloa. En su artículo Otra víctima del terror (21-IV-2011), publicado en Viernes Santo, después de exponer en síntesis el cuadro histórico de Palestina en el tiempo de Jesús, dedica unas pocas palabras a la explicación de su muerte. «Dios no lo envió a la muerte en cruz. Ni él tampoco fue hacia ella, como si fuera una necesidad». Más bien se trata de que «para la alta y saducea jerarquía del Templo y para los herodianos, Jesús era un “maldito”. Para el Imperio, tan peligroso como un “bandido”… La ejecución del Nazareno debió de ser más expeditiva y brutal de lo que nos cuentan los Evangelios, relato suavizado por la catequesis postpascual. Otra víctima del terror». Y punto.
–José Arregui. Un Domingo de Ramos, para disponer los ánimos a la celebración del sagrado Triduo Pascual, escribe en su blog el artículo titulado La cruz no nos salva (21-IV-2011). «Hace ya dos mil años que dura el grave malentendido, y son demasiados los que lo sostienen, pero hoy es insostenible… Nadie explicó nunca por qué Dios exige expiación, ni quién gana con que el culpable expíe. Eso hicimos de Dios, ¡pobre Dios!… ¡Maldita cruz!». Espantosa blasfemia.
La Cruz de Cristo es la obra más excelsa de la Providencia divina, la epifanía total de la justicia y de la misericordia de Dios. A exaltarla he de dedicar, con el favor de Dios, los próximos artículos.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
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10 comentarios
Profundo misterio inefable del amor de Dios.
Gracias P. Iraburu por su apologética tan valiente, oportuna y necesaria.
O.García de Cardenal, ya era hora de que alguien se atreviese con los intelectualismos que se leen machaconamente en el ABC.
Lo mejor es lo que yo intento hacer :ni caso a ningún teólogo que no lleve el "San" por delante o no recurra sistemáticamente a las Escrituras y Magisterio.
Es una generación completa que ha destrozado todo respeto por la teología. La culpa es de ellos, no nuestra, por pemitirlo todo y tanto espíritu de vedettismo vanidoso.
No hacen teología, sino teologismo.
Después de estas dos series relacionadas, 'Providencia divina' y 'Cristo vence los males del mundo', me pregunto si tiene en mente la publicación de algún tema en relacíón a los misterios de la co-redención mediante el sufrimiento.
Hay dos temas en esto de la co-redención que me fascinan:
-Por un lado el sufrimiento espiritual de Nuestra Señora en el Calvario, y que aún continúa misteriosamente por nosotros, sus hijos; un sufrimiento en femenino, semejante al que las madres sufren por sus hijos.
-Por otro lado, el sufrimiento corporal, moral y mental, que sufrió Nuestro Señor durante Su Pasión.
De la misma forma que la Redención de la humanidad se llevó mediante el sufrimiento, tengo entendido que es posible cierto grado de co-redención aplicando nuestros sufrimientos personales: lo que llamamos nuestra cruz diaria; que puede ser aplicada precisamente para enmendar los males personales de otras personas; o incluso el de una comunidad, como consecuencia del pecado.
En fín, que no sé si usted tiene en mente este tema en sus próximos artículos. Pero agradecería si lo tomase en cuenta, para ilustrar un tema que desconozco en gran parte, y que creo que guarda una gran relación con esta serie de artículos.
TVENSJC
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JMI.- Pienso tratar esos temas, si Dios quiere.
Dice la sencilla pero elocuente fórmula que la Virgen María fue concebida sin pecado original "en atención a los méritos de Cristo Jesús", lo cual implica una eficacia anticipada de la Cruz de Cristo, de la cual se beneficia su Bendita Madre.
Y esto nos permite afirmar más cosas:
- Que San Miguel venció en el combate angélico por eficacia anticipada de la Cruz de Cristo. Y vencerá al final, gracias a la misma Cruz.
- Que a Adán y Eva se les prometió la salvación, y no se les condenó en el acto tras su pecado, por eficacia anticipada de la Cruz de Cristo.
- Que Dios pudo considerar a Abel "justo" por eficacia anticipada de la Cruz de Cristo. Y lo mismo cabe decir de Noé, Abraham y el resto de "justos" del AT.
- Que si Dios concedía alguna eficacia a los sacrificios del AT, regulados por el Levítico, no era porque en sí mismos tuvieran validez alguna, sino por eficacia anticipada de la Cruz de Cristo.
- Que si el mundo, la Creación salida de las manos de Dios, sigue en marcha y no ha sido destruido hace ya mucho, es en atención a los méritos de la Cruz de Cristo.
Cristo es aquel en quien se cumple en plenitud aquella misión que el libro del Eclesiástico asigna a Elías cuando venga a restaurarlo todo: "contener la ira de Dios antes de que estalle" (cf. Si 38). Efectivamente, en Su Corazón purísimo descansa plenamente el Padre, y en atención a Él y a los méritos de Su Cruz, sigue habiendo esperanza para los demás.
Al final es la aparente paradoja: que Dios permita las catástrofes naturales, sufrimientos, etc., no es un signo de su falta de misericordia, sino todo lo contrario. Pero claro, para esto hay que aceptar la Cruz del Señor como algo decididamente querido por Dios. Era la única manera de rescatar y salvar lo que se había perdido.
Supongo que me habré anticipado a muchas cosas que el P. Iraburu va a decir en próximos artículos, pero es que al leer la barbaridad de Arregui... ¡no he podido contenerme!
Crux sacra sit mihi lux.
Non draco sit mihi dux.
Saludos
+
Dios nos libre de la influencia de estos "ilustres" pensadores.
Te adoramos, Señor, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al mundo.
La misericordia de Dios son, todas las oportunidades que nos da continuamente para que dejemos de creer en nosotros mismos, sino, en Quien nos creo por amor, y por el lleguemos a reconocer nuestras incredulidades, para pedir perdón, y ser felices.
A los ateos invita Jesús, a seguirlo, a que tomen su cruz, y abracen su yugo que es suave y ligero, porque es El, el que lleva a cabo las obras de Fe en nosotros, es difícil, aceptarlo, conocerlo, amarlo y servirlo mediante el Espíritu Santo en su Iglesia y su doctrina de Fe, para el bien toda la humanidad.
Para mi la Cruz de Cristo es secuencia de un Hecho Trascendente, instrumento, símbolo o signo de muerte, pero a la vez, mucho mas, de vida, porque el Hijo de Dios Crucificado Resucito, para vivir invisiblemente, en todos sus aliados, los que apartados del pecado, encontrarán la Paz del Señor, en este mundo y eternamente.
Aleluya!!!! Padre José María Iraburu.
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