(106) Católicos y política –XI. doctrina de la Iglesia. 9
–Yo, sin ir más lejos, soy un cristiano laico.
–Deo gratias. Eso significa que es miembro del Pueblo de Dios (laos Theou; p. ej. 1Pe 2,10).
El Estado laico y el Estado laicista. La Iglesia siempre ha enseñado que el poder religioso y el poder civil son distintos, y que ambos deben colaborar asiduamente, pues los dos están al servicio del hombre y de la sociedad. La descristianización progresiva de las naciones en Occidente fue llevando, de hecho primero, y por convicción después, a estimar la separación del Estado y de la Iglesia como un valor positivo. Sin embargo, en la realidad histórica, esa separación vino de hecho a entenderse unas veces como no-colaboración, y otras como oposición, es decir, como laicismo. No obstante, se ha ido imponiendo entre los católicos liberales –hoy casi todos lo son en materias políticas– la convicción de que, dentro del pluralismo cultural de las sociedades actuales de Occidente, hay que promover el Estado laico, rechazando, eso sí, el Estado laicista. La «sana laicidad» se contrapone así al «laicismo». Pero esta afirmación ha de ser precisada en dos puntos principales.
–1º. El «Estado laico» nunca se ha propuesto como ideal en la doctrina política de la Iglesia. Y la expresión «sana laicidad» se ha empleado siempre en contraposición al «laicismo hostil». No ha sido integrada sistemáticamente, por medio de encíclicas o documentos monográficos importantes, en la doctrina política de la Iglesia. Más bien se ha usado de modo ocasional en actos civiles y diplomáticos. Pero la doctrina política de la Iglesia no hay que buscarla en discursos pontificios de cortesía, o en el saludo a un Presidente, o en la breve alocución del Papa en un aeropuerto.
Como es lógico, sin embargo, los políticos católicos liberales malminoristas, es decir, casi todos los católicos políticos, han tomado actualmente el lema como bandera: el Estado debe ser laico, pero no laicista. En realidad ése es un principio falso, que extingue la actividad política de los católicos, y lleva al pueblo cristianoa una apostasía cada vez más profunda, a través de la secularización progresiva de la sociedad, cada vez más cerrada a Dios.
Pío XII, después de los horrores de la II Guerra Mundial, en el ambiente esperanzado que trajeron las democracias liberales victoriosas, aludió positivamente a una «legítima y sana laicidad» de la comunidad política (Disc. a la colonia de Las Marcas en Roma 23-III-1958). Y en los últimos decenios, de vez en cuando, aparece la expresión en discursos de los Papas, usada siempre, como digo, en contraposición al «laicismo ideológico o separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas» (Juan Pablo II, exhort. apost. Ecclesia in Europa 117).
Benedicto XVI, p. ej., al regresar a Roma después un viaje a los Estados Unidos, dijo en una Alocución general (30-IV-2008): «En el encuentro con el señor Presidente, en su residencia, rendí homenaje a ese gran país, que desde los inicios se edificó sobre la base de la feliz conjugación entre principios religiosos, éticos y políticos, y que sigue siendo un ejemplo válido de sana laicidad, donde la dimensión religiosa, en la diversidad de sus expresiones, no sólo se tolera, sino que también se valora como “alma” de la nación y garantía fundamental de los derechos y los deberes del hombre».
La afirmación que he subrayado puede entenderse referida «al ideal de los fundadores», «al alma del pueblo» o a sus «tradiciones» propias, pero ocasionaría una cierta perplejidad si se aplicara a la actual Administración política de la nación. No podemos ignorar que los Estados Unidos, con su potentísimas fundaciones, con las entidades nacionales e internacionales que promueve, y también a veces con el apoyo y financiación del Gobierno de turno, encabeza en el mundo la difusión de gravísimos males: anticoncepción, abortos, ideología del género, etc. Y en este sentido no es «un ejemplo válido de sana laicidad». En todo caso, el mismo Benedicto XVI, en un discurso que cito al final de este artículo, nos explica con gran precisión y claridad el verdadero significado de la laicidad y de la sana laicidad.
–2º. Todos los Estados laicos son laicistas. Don José María Petit Sullá, de grata memoria (+2007; Schola Cordis Iesu, Sociedad Tomista Internacional, catedrático de Filosofía en la universidad de Barcelona), decía que «un Estado laico –totalitario o democrático– no puede legislar más que de acuerdo con el principio de que la sociedad, que él rige, ha de ser laica. Y esto implica que velará para que no se haga presente la religión y la Iglesia en esta sociedad civil»; es decir, será un Estado laicista.
«Una sociedad laica no es un terreno común a creyentes y no creyentes. El sofisma se reduce a algo tan sencillo como absurdo. Se quiere introducir la idea de que, puesto que la afirmación de la existencia de Dios es una “opción” no compartida por todos, el terreno común entre el decir “Dios existe” y la proposición “Dios no existe” es “organicemos la sociedad sobre la base común de que Dios no existe”. ¿Base común?… No existe una base común a dos proposiciones contradictorias. Y la que se ha elegido y se impone es “Dios no existe”. La propuesta de un Estado laico no laicista es un imposible lógico. Todo Estado laico es, por el solo hecho de serlo, un Estado laicista, esto es, que tiende sistemáticamente a producir una sociedad laica, esto es, a separar a los hombres de la religión y, en definitiva, de Dios» (¿Existe un Estado laico no laicista? en «Cristiandad» nº 882, I-2005).
Es laicista el Estado que no cumple las obligaciones que tiene en referencia a Dios, a Cristo y a la Iglesia, y que seguidamente enumero.
–Es laicista el Estado laico que no cumple «el deber de rendir a Dios un culto auténtico [como] corresponde al hombre individual y socialmente» (Catecismo 2105). Quizá permita la libertad de cultos sin problemas, pero en cuanto Estado, se niega a sí mismo hasta la posibilidad de pronunciar públicamente el nombre de Dios. Ahora bien, esta situación para un San Pablo es «inexcusable, por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a obscurecerse su insensato corazón. Trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos, amén. Por eso Dios los entregó a las pasiones vergonzosas» (Rm 1,19-26).
–Es laicista el Estado laico que prescinde de Dios en la edificación de la ciudad temporal, «como si no existiese». Que esta hipótesis oriente sistemáticamente la actividad política es inadmisible: es culpable y ateizante.
Juan XXIII: «la insensatez más caracterizada de nuestra época consiste en el intento de establecer un orden temporal sólido y provechoso sin apoyarlo en su fundamento indispensable, o, lo que es lo mismo, prescindiendo de Dios; y querer exaltar la grandeza del hombre cegando la fuente de la que brota y se nutre, esto es obstaculizando y, si fuera posible, aniquilando la tendencia innata del alma hacia Dios. Los acontecimientos de nuestra época, sin embargo, que han cortado en flor las esperanzas de muchos y arrancada lágrimas a no pocos, confirman la verdad de la Escritura: “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles”» (enc. Mater et magistra 217).
Concilio Vaticano II: «si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece» (GS 36).
–Es laicista el Estado laico que reconoce no más que un Ser supremo en el sentido deísta, es decir, en referencia a un dios que existe, pero que no actúa para nada en el curso de las realidades históricas. Eso permite al Estado reducir a cero el infujo del Creador en la cultura, las leyes y la sociedad del mundo que Él ha creado y que conserva en el ser y la vida.
–Es laicista el Estado laico que reconoce a Dios, pero rechaza a Cristo y a la Iglesia, que son para los hombres la plena epifanía del único Dios verdadero.
«Es preciso que la concepción cristiana de la vida y las enseñanzas morales de la Iglesia continúen siendo los valores esenciales que inspiren a todas las personas y grupos que trabajan por el bien de la nación… La libertad humana y su ejercicio en el campo de la vida individual, familiar y social, al igual que la legislación que sirve de marco a la convivencia en la comunidad política, encuentran su punto de referencia y su justa medida en la verdad sobre Dios y sobre el hombre» (Juan Pablo II, al presidente de Argentina 17-XII-1993).
–Es laicista el Estado laico que no favorece en la nación la vida religiosa. Para que un Estado laico sea lícito no basta con que permita y no persiga la religión, pues más allá de eso tiene el deber de protegerla y ayudarla. La doctrina tradicional de la Iglesia en este punto, ampliamente expuesta (por ejemplo, León XIII, enc. Immortal Dei 3-9), es reiterada por el Vaticano II: «el poder civil, cuyo fin propio es cuidar del bien común temporal, ciertamente, debe reconocer la vida religiosa de los ciudadanos y favorecerla» (DH 1).
–Es laicista el Estado laico que no se fundamenta en los principios objetivos de la ley natural, sino que prescinde de ella o la niega, viniendo a establecer necesariamente en la nación la dictadura del relativismo. Como decía Juan Pablo II, «una política privada de principios éticos sanos lleva inevitablemente al declive de la vida social y a la violación de la dignidad y de los derechos de la persona humana» (Disc. a los Obispos de Polonia 15-I-1993). Concretamente, un Estado abortista es un Estado criminal, que permite o favorece el asesinato de cientos de miles de sus ciudadanos. Y casi todos los Estados modernos son abortistas.
Los modernos Estados laicos, por coherencia doctrinal y práctica, no cumplen con ninguna de las condiciones requeridas para una sana laicidad, y por eso son laicistas. Dicho en otros términos: la sana laicidad no existe, ni puede existir. Esta expresión, como he dicho, sólo tiene un sentido válido para contraponerla al laicismo abiertamente hostil a Dios y a su Iglesia. Pero no sirve para más. De ningún modo vale como ideal político cristiano.
La doctrina de Benedicto XVI sobre la «laicidad» y la «sana laicidad», expuesta en un discurso al congreso de la Unión de Juristas Católicos italianos (9-XII-2006), según lo que yo conozco, es la más amplia y exacta de las formuladas por el Magisterio apostólico.
–La «laicidad» es una palabra que ha de ser entendida en su historia política real, y no simplemente como un término abstracto, al que puede darse éste o el otro contenido en forma ideológica y arbitraria. De esta convicción parte la enseñanza del Papa: «para comprender el significado auténtico de la laicidad y explicar sus acepciones actuales, es preciso tener en cuenta el desarrollo histórico que ha tenido el concepto.
«La laicidad, nacida como indicación de la condición del simple fiel cristiano [laico], no perteneciente ni al clero ni al estado religioso, durante la Edad Media revistió el significado de oposición entre los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas, y en los tiempos modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual. Así, ha sucedido que al término “laicidad” se le ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen.
«En realidad, hoy la laicidad se entiende por lo común como exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confínamiento en el ámbito de la conciencia individual. La laicidad se manifestaría en la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos. La laicidad comportaría incluso la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc.
«Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento y de la moral, es decir, una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación. Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el peso de los problemas que entraña un término como laicidad, que parece haberse convertido en el emblema fundamental de la postmodernidad, en especial de la democracia moderna.
«Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete “la legítima autonomía de las realidades terrenas”, entendiendo con esta expresión –como afirma el concilio Vaticano II– que “las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente”» (GS 36).
–La «sana laicidad» se da sólamente si se produce un conjunto de condiciones, leyes y actitudes.
«Esta afirmación conciliar [GS 36]constituye la base doctrinal de la “sana laicidad”, la cual implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral. Por tanto, a la Iglesia no compete indicar cuál ordenamiento político y social se debe preferir, sino que es el pueblo quien debe decidir libremente los modos mejores y más adecuados de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida.
«Por otra parte, la “sana laicidad” implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto –espirituales, culturales, educativas y caritativas– de la comunidad de los creyentes.
«A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas.
«Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y de los juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino […]
«A los cristianos nos corresponde mostrar que Dios, en cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres. Tenemos el deber de hacer comprender que la ley moral que nos ha dado, y que se nos manifiesta con la voz de la conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino librarnos del mal y hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios el hombre está perdido, y que excluir la religión de la vida social, en particular la marginación del cristianismo, socava las bases mismas de la convivencia humana, pues antes de ser de orden social y político, estas bases son de orden moral».
Sólo bajo el cetro de Cristo Rey es posible la sana laicidad. Cuando Él dice «sin mí no podéis hacer nada», sus palabras se aplican tanto al perfeccionamiento espiritual de la persona como al ordenamiento político de la sociedad (Jn 15,5). Y es que «el mundo entero está en poder del Maligno» (1Jn 5,19), y únicamente Cristo Redentor tiene poder sobrehumano y divino para liberar al hombre y a las naciones de la cautividad del «Príncipe [y dios] de este mundo» (Jn 12,31; 2Cor 4,4). El que piensa que un Estado laico puede llegar a una sana laicidad sin acogerse a la verdad y a la gracia de Cristo Rey, o es un pelagiano, en el mejor de los casos, o en el peor, un apóstata o simplemente un ateo.
«La Encarnación es el acontecimiento decisivo de la historia; de él depende la salvación tanto del individuo como de la sociedad en todas sus manifestaciones. Si falta Cristo, al hombre le falta el camino para alcanzar la plenitud de su elevación y de su realización en todas sus dimensiones, sin excluir la esfera social y política» (Juan Pablo II, ángelus 17-III-1991).
Y termino con esta referencia a una realidad concreta extremadamente grave: el aborto. El diablo es «mentiroso y homicida desde el principio» (Jn 8,44): el diablo asegura que existe un «derecho al aborto», y así consigue muchos millones anuales de homicidios. Por eso, cuando comprobamos que el conjunto unánime de los modernos Estados laicos es confesionalmente abortista, concluimos que esos Estados mentirosos y homicidas son diabólicos. Son Estados anti-Cristo, pues Cristo es «el Autor de la vida» (Hch 3,15).
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
20 comentarios
Cuando los Estados modernos afirman que deben ser neutrales en cuestiones morales y religiosas, que cada uno tiene su propia moral y que la religión debe reservarse para el ámbito privado, están faltando a la verdad. El mero hecho de que un Estado, a través de su legislación, regule y legalice, y a través de sus poderes públicos promueva y facilite cuestiones como el aborto libre o las uniones entre personas homosexuales, ya supone una evidente toma de posición moral en esas materias, aquélla que las considera, si no buenas, al menos "no tan malas como nos han hecho creer hasta ahora", porque está claro que si fueran claramente malas, ni se legislarían ni se facilitarían de ninguna manera. Un Estado no puede reconocer ni facilitar el mal, sería inconcebible para cualquiera con un mínimo de sentido común. Y esa ya es una opinión muy evidente sobre lo que moralmente está bien o está mal. Aunque pretendan engañarnos con la idea de que en realidad están respetando tdas las opiniones, no se obliga a nadie a hacerlo, etc etc....
Yo, desde mi pequeño rinconcito de mujer cristiana, esposa y madre de familia numerosa, profesional, hija, hermana y amiga, me esfuerzo por levantar la voz de mis actos y mi ejemplo para hacer presente a Cristo en todos esos ámbitos.
La "sana laicidad"...a mí me viene a sonar tan falsa y vacía como lo de la "sana envidia"... ¿Es que puede, acaso, alguna envidia ser buena?! Pues eso, lo mismo, y perdón por usar una comparación tan de andar por casa.
Un saludo y buenas noches
Atentos saludos.
Recordando a John Henry Newman en el día de su beatificación.
Discurso de Newman en Roma al recibir el Biglietto que le anunciaba su designación cardenalicia (12 de mayo de 1879).
Autor: Fernando María Cavaller | Fuente: Revista Humanitas.
En la mañana del lunes 12 de mayo, Newman fue al Palazzo della Pigna, la residencia del Cardenal Howard, que le había cedido sus apartamentos para recibir allí al mensajero del Vaticano que traía el Biglietto de parte del Cardenal Secretario de Estado, informándole que en un Consistorio secreto, que había tenido lugar esa misma mañana, el Santo Padre le había elevado a la dignidad de Cardenal.
A las once en punto, las habitaciones estaban llenas de católicos ingleses y americanos, tanto eclesiásticos como laicos, y también muchos miembros de la nobleza romana y dignatarios de la Iglesia, reunidos para ser testigos de la ceremonia. Poco después del mediodía fue anunciado el mensajero consistorial.
Al entrar entregó el Biglietto en manos de Newman, quien, después de romper el sello, lo pasó a Mons. Clifford, obispo de Clifton, el cual leyó el contenido en voz alta. Luego, el mensajero informó al nuevo Cardenal que Su Santidad lo recibiría en el Vaticano a las diez de la mañana del día siguiente, para conferirle la birreta cardenalicia. Después de los acostumbrados cumplidos, Su Eminencia el Cardenal John Henry Newman pronunció el siguiente discurso, que desde entonces es conocido como Biglietto Speech. El primer párrafo lo pronunció en italiano:
“Le agradezco, Monseñor, la participación que me hecho del alto honor que el Santo Padre se ha dignado conferir sobre mi humilde persona. Y si le pido permiso para continuar dirigiéndome a Ud., no en su idioma musical, sino en mi querida lengua materna, es porque en ella puedo expresar mis sentimientos, sobre este amabilísimo anuncio que me ha traído, mucho mejor que intentar lo que me sobrepasa.
En primer lugar, quiero hablar del asombro y la profunda gratitud que sentí, y siento aún, ante la condescendencia y amor que el Santo Padre ha tenido hacia mí al distinguirme con tan inmenso honor. Fue una gran sorpresa. Jamás me vino a la mente semejante elevación, y hubiera parecido en desacuerdo con mis antecedentes. Había atravesado muchas aflicciones, que han pasado ya, y ahora me había casi llegado el fin de todas las cosas, y estaba en paz.
¿Será posible que, después de todo, haya vivido tantos años para esto? Tampoco es fácil ver cómo podría haber soportado un impacto tan grande si el Santo Padre no lo hubiese atemperado con un segundo acto de condescendencia hacia mí, que fue para todos los que lo supieron una evidencia conmovedora de su naturaleza amable y generosa. Se compadeció de mí y me dijo las razones por las cuales me elevaba a esta dignidad. Además de otras palabras de aliento, dijo que su acto era un reconocimiento de mi celo y buen servicio de tanto años por la causa católica, más aún, que creía darles gusto a los católicos ingleses, incluso a la Inglaterra protestante, si yo recibía alguna señal de su favor. Después de tales palabras bondadosas de Su Santidad, hubiera sido insensible y cruel de mi parte haber tenido escrúpulos por más tiempo.
Esto fue lo que tuvo la amabilidad de decirme, ¿y qué más podía querer yo? A lo largo de muchos años he cometido muchos errores. No tengo nada de esa perfección que pertenece a los escritos de los santos, es decir, que no podemos encontrar error en ellos. Pero lo que creo poder afirmar sobre todo lo que escribí es esto: que hubo intención honesta, ausencia de fines personales, temperamento obediente, deseo de ser corregido, miedo al error, deseo de servir a la Santa Iglesia, y, por la misericordia divina, una justa medida de éxito.
Y me alegra decir que me he opuesto desde el comienzo a un gran mal. Durante treinta, cuarenta, cincuenta años, he resistido con lo mejor de mis fuerzas al espíritu del liberalismo en religión. ¡Nunca la Santa Iglesia necesitó defensores contra él con más urgencia que ahora, cuando desafortunadamente es un error que se expande como una trampa por toda la tierra! Y en esta ocasión, en que es natural para quien está en mi lugar considerar el mundo y mirar la Santa Iglesia tal como está, y su futuro, espero que no se juzgará fuera de lugar si renuevo la protesta que hecho tan a menudo.
El liberalismo religioso es la doctrina que afirma que no hay ninguna verdad positiva en religión, que un credo es tan bueno como otro, y esta es la enseñanza que va ganando solidez y fuerza diariamente. Es incongruente con cualquier reconocimiento de cualquier religión como verdadera. Enseña que todas deben ser toleradas, pues todas son materia de opinión. La religión revelada no es una verdad, sino un sentimiento o gusto; no es un hecho objetivo ni milagroso, y está en el derecho de cada individuo hacerle decir tan sólo lo que impresiona a su fantasía. La devoción no está necesariamente fundada en la fe.
Los hombres pueden ir a iglesias protestantes y católicas, pueden aprovechar de ambas y no pertenecer a ninguna. Pueden fraternizar juntos con pensamientos y sentimientos espirituales sin tener ninguna doctrina en común, o sin ver la necesidad de tenerla. Si, pues, la religión es una peculiaridad tan personal y una posesión tan privada, debemos ignorarla necesariamente en las interrelaciones de los hombres entre sí. Si alguien sostiene una nueva religión cada mañana, ¿a ti qué te importa? Es tan impertinente pensar acerca de la religión de un hombre como acerca de sus ingresos o el gobierno de su familia. La religión en ningún sentido es el vínculo de la sociedad.
Hasta ahora el poder civil ha sido cristiano. Aún en países separados de la Iglesia, como el mío, el dicho vigente cuando yo era joven era: “el cristianismo es la ley del país”. Ahora, en todas partes, ese excelente marco social, que es creación del cristianismo, está abandonando el cristianismo.
El dicho al que me he referido se ha ido o se está yendo en todas partes, junto con otros cien más que le siguen, y para el fin del siglo, a menos que interfiera el Todopoderoso, habrá sido olvidado. Hasta ahora, se había considerado que sólo la religión, con sus sanciones sobrenaturales, era suficientemente fuerte para asegurar la sumisión de nuestra población a la ley y al orden. Ahora, los filósofos y los políticos están empeñados en resolver este problema sin la ayuda del cristianismo. Reemplazarían la autoridad y la enseñanza de la Iglesia, antes que nada, por una educación universal y completamente secular, calculada para convencer a cada individuo que su interés personal es ser ordenado, trabajador y sobrio.
Luego, para el funcionamiento de los grandes principios que toman el lugar de la religión, y para el uso de las masas así educadas cuidadosamente, se provee de las amplias y fundamentales verdades éticas de justicia, benevolencia, veracidad, y semejantes, de experiencia probada, y de aquellas leyes naturales que existen y actúan espontáneamente en la sociedad, y en asuntos sociales, sean físicas o psicológicas, por ejemplo, en el gobierno, en los negocios, en las finanzas, en los experimentos sanitarios, y en las relaciones internacionales. En cuanto a la religión, es un lujo privado que un hombre puede tener si lo desea, pero por el cual, por supuesto, debe pagar, y que no debe imponer a los demás ni permitirse fastidiarlos.
El carácter general de esta gran apostasía es uno y el mismo en todas partes, pero en detalle, y en carácter, varía en los diferentes países. En cuanto a mí, hablaría mejor de mi propio país, que sí conozco. Creo que allí amenaza con tener un formidable éxito, aunque no es fácil ver cuál será su resultado final. A primera vista podría pensarse que los ingleses son demasiado religiosos para un movimiento que, en el continente, parece estar fundado en la infidelidad.
Pero nuestra desgracia es que, aunque termina en la infidelidad como en otros lugares, no necesariamente brota de la infidelidad. Se debe recordar que las sectas religiosas que se difundieron en Inglaterra hace tres siglos, y que son tan poderosas ahora, se han opuesto ferozmente a la unión entre la Iglesia y el Estado, y abogarían por la descristianización de la monarquía y de todo lo que le pertenece, bajo la noción de que semejante catástrofe haría al cristianismo mucho más puro y mucho más poderoso. Luego, el principio liberal nos está forzando por la necesidad del caso.
Considerad lo que se sigue por el mismo hecho de que existen tantas sectas. Se supone que son la religión de la mitad de la población, y recordad que nuestro modo de gobierno es popular. Uno de cada doce hombres tomados al azar en la calle tiene participación en el poder político, y cuando les preguntáis sobre sus creencias representan una u otra de por lo menos siete religiones.
¿Cómo puede ser posible que actúen juntos en asuntos municipales o nacionales si cada uno insiste en el reconocimiento de su propia denominación religiosa? Toda acción llegaría a un punto muerto a menos que el tema de la religión sea ignorado. No podemos ayudarnos a nosotros mismos.
Y, en tercer lugar, debe tenerse en cuenta que hay mucho de bueno y verdadero en la teoría liberal. Por ejemplo, y para no decir más, están entre sus principios declarados y en las leyes naturales de la sociedad, los preceptos de justicia, veracidad, sobriedad, autodominio y benevolencia, a los que ya me he referido. No decimos que es un mal hasta no descubrir que esta serie de principios está propuesta para sustituir o bloquear la religión.
Nunca ha habido una estratagema del Enemigo ideada con tanta inteligencia y con tal posibilidad de éxito. Y ya ha respondido a la expectativas que han aparecido sobre la misma. Está haciendo entrar majestuosamente en sus filas a un gran número de hombres capaces, serios y virtuosos, hombres mayores de aprobados antecedentes, y jóvenes con una carrera por delante.
Tal es el estado de cosas en Inglaterra, y es bueno que todos tomemos conciencia de ello. Pero no debe suponerse ni por un instante que tengo temor de ello. Lo lamento profundamente, porque preveo que puede ser la ruina de muchas almas, pero no tengo temor en absoluto de que realmente pueda hacer algún daño serio a la Palabra de Dios, a la Santa Iglesia, a nuestro Rey Todopoderoso, al León de la tribu de Judá, Fiel y Veraz, o a Su Vicario en la tierra. El cristianismo ha estado tan a menudo en lo que parecía un peligro mortal, que ahora debemos temer cualquier nueva adversidad. Hasta aquí es cierto.
Pero, por otro lado, lo que es incierto, y en estas grandes contiendas es generalmente incierto, y lo que es comúnmente una gran sorpresa cuando se lo ve, es el modo particular por el cual la Providencia rescata y salva a su herencia elegida, tal como resulta. Algunas veces nuestro enemigo se vuelve amigo, algunas veces es despojado de esa especial virulencia del mal que es tan amenazante, algunas veces cae en pedazos, algunas veces hace sólo lo que es beneficioso y luego es removido. Generalmente, la Iglesia no tiene nada más que hacer que continuar en sus propios deberes, con confianza y en paz, mantenerse tranquila y ver la salvación de Dios. “Los humildes poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz” (Salmo 37,11).[1].
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Su Eminencia habló con voz fuerte y clara, y aún cuando estuvo de pie todo el tiempo no mostró signos de fatiga.
El texto fue telegrafiado a Londres por el corresponsal del “The Times” y apareció completo en el periódico al día siguiente. Más aún, gracias a la bondad del Padre Armellini, S.J., que lo tradujo al italiano durante la noche, salió completo en “L´Osservatore Romano” del día siguiente.
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JMI.- Hermoso discurso. Muy interesante.
Lo que hoy se denomina «laicidad», y se pretende insistentemente deslindar del laicismo, no es una novedad en el Magisterio de la Iglesia. Pío XII habló de la legítima y sana laicidad como principio de la doctrina católica, que no es otra cosa que un principio revelado, denominado también dualismo: dos sociedades perfectas (autónomas, independientes), dos potestades (supremas en su orden), dos órdenes: eclesial y estatal (político, civil); Dios y César. Dualismo que permite diferenciar a un Estado católico de la confesionalidad acatólica, cuyo principio esencial es el monismo: única sociedad y única potestad: la política; único orden, el estatal (político, civil), sólo César.
Pero conviene insistir en lo siguiente: la «laicidad» (=dualismo) es fruto de la Revelación. En un hipotético estado de «naturaleza pura», lo natural sería el monismo, y el Estado tendría competencia, directa e inmediata, no sólo sobre la gestión del bien común inmanente, sino también sobre el bien común trascendente. El hombre, elevado o no al orden sobrenatural, está esencialmente ordenado al conocimiento y amor de Dios; por consiguiente, aun en un orden puramente natural, poseería en algún modo suficiencia para conocer a su creador y último fin, y para vivir como su propia naturaleza y la de Dios exigen, así en la vida privada como en la pública. Tan esencial es la religión al hombre la vida en sociedad civil como en la órbita familiar e individual, y en la una y en la otra ha de recurrir a Dios y cumplir sus designios. Que «la naturaleza» pura no haya existido, ni exista, ni de hecho pueda ya existir, no implica que metafísicamente, y según su esencia, fuera imposible; y, en tal hipótesis, es indudable que el individuo y el Estado tendrían exigencias religiosas, que habrían de ser satisfechas lo mismo en el orden del conocimiento que en del culto y el de la conducta. En este sentido, puede y debe hablarse de una religión natural como religión del Estado. Supuesta la posibilidad de demostrar la existencia de Dios por la sola razón; entonces el Estado, como cada hombre particular, podría, de iure y de facto, poseer el conocimiento objetivo del verdadero Dios y del modo de honrarle y agradarle. Habría quizá, sociedades, que por la fragilidad y malicia humana, adulteraran más o menos ese conocimiento objetivo, como hoy adulteran los heterodoxos la fe verdadera; pero no podrían, sin culpa grave, disentir de lo absolutamente necesario para agradar a Dios y conseguir la salvación. Y entonces, mirando a ese complejo de verdades fundamentales, se podría y debería afirmar que el individuo y el Estado han de conocer y practicar la religión natural. Por lo que el Estado debería: 1º. Tributar él mismo a Dios el culto debido y gobernar según las normas de la religión natural. Salvas éstas, podría reglamentar el culto público, pues no habría otra específica autoridad para el caso; 2º. Remover todos los obstáculos que impidieran a los ciudadanos la práctica de la religión, y darles facilidades positivas para ella; 3º. Prohibir todo ataque contra la religión natural y todo proselitismo de errores adversos, pudiendo sin embargo aplicar una prudente tolerancia
La tan cacareada, como mal entendida, incompetencia (directa) del Estado en materia religiosa, es fruto de la Revelación, y a medida que pierden aceptación social las verdades específicamente cristianas, el Estado vuelve por sus fueros perdidos. Si se quiere salvar la denominada «laicidad», es decir, el dualismo cristiano, será necesario un número significativo de personas dispuestas a aceptar la Revelación, sea por fe sobrenatural o por cierta inercia cultural, que además tengan la posibilidad de ejercer el poder político o tener suficiente capacidad para poder influenciar en esa dirección.
Por último, durante mucho tiempo se hemos creído que el «laicismo» quiere excluir a las religiones de la vida pública. En rigor, el «laicismo» pretende mucho más que eso: el primer estadio es la exclusión de la religión verdadera; luego, viene el establecimiento progresivo de una religión falsa, que sustituye a la verdadera, tiene todas las garantías estatales a su favor. Conjeturo que el «laicismo» es propedéutico de una religión del hombre, que coronará al Anticristo.
Saludos.
La importancia de la distinción entre la religión y estado, fue puesta claramente de manifiesto por el Cardenal Ratzinger en Noviembre, del 2003.
" El Cristianismo trajo una idea completamente nueva a la historia del mundo al hacer la distinción entre el emperador y Dios. Con el Islam, una porción substancial del mundo volvió a la anterior identificación entre el mundo político y el mundo religioso, con la creencia de que solo el poder político puede hacer al hombre moral
Con Cristo ocurre exactamente la posición opuesta. El cristianismo no busca unir con un poder externo, político o militar, sino solamente con el poder de la verdad que convence, el amor que atrae.
La distinción entre el poder espiritual y temporal crea un espacio para la libertad, en la que el individuo puede oponerse al estado.
En la historia pasada, algunos poderes políticos han abusado el papel de la fe, utilizando al cristianismo como una función de su poder terrenal. Tales abusos no deben cerrar nuestros ojos a la realidad del papel único y el mensaje de Cristo ".
La fe del creyente católico, no podrá reducirse nunca jamás a un hecho privado, pues " el cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación " . ( Gaudium es Spes, 43 ).
Ya lo indicó muy acertadamente el Cardenal Bertone, el 29 de Marzo, 2007 :
«Nuestra presencia en el mundo, incluidos los que tienen la tarea de la representación política, no podrá reducirse nunca a un hecho privado, pues aquello en lo que creemos no hay que esconderlo, sino más bien, hay que compartirlo».
Los laicos cristianos, debemos reaccionar.
"La luz -dice el texto sagrado- ha de ponerse encima del celemín para que alumbre a todos". Para ello es preciso que haya luz -luz de una sana doctrina que fluya, en este caso, de la Verdad cristiana aplicada a la política- y que el celemín de los intereses mezquinos o foráneos, que insta a esconderla, sustituya el celemín-peana de la abnegación y del sacrificio católico y humanista que se ofrece como soporte. La luz sobre el celemín ha de estar fija y serena. Ni la llama puede moverse haciendo visajes que nos atontan, ni el soporte cambiar alegremente de posición, dejándonos perplejos.
Nos hacen falta principios sólidos y necesarios para la consistencia y el buen funcionamiento de la comunidad política y la lucha contra el laicismo y la cultura de la muerte.
Fundamentalmente entiendo que cuatro.
1º- La comunidad política ha de estar unida, porque si no está unida perece.
2º- La comunidad política que no descansa en un cimiento doctrinal sólido, se hunde.
3º- La doctrina cimentadora y animadora de una comunidad política no puede negarse, disimularse, esconderse o tergiversarse.
4º- Los hombres que asumen con esa sana doctrina la responsabilidad de dirigir la comunidad política, han de dar testimonio con su conducta de los ideales que personifican y representan.
Y los cristianos estamos obligados a luchar esforzadamente, para que este modelo y estos principios, puedan eficazmente realizarse en la comunidad política, social y civil.
Una sociedad de sólidos principios y de valores.
Nos hace falta un Tea Party USA a la española ( en Inglaterra y otras naciones, ya está comenzando a expandirse con fuerza en reacción contra el aborto y la tremenda arbitrariedad económica y política ) y una rebelión cívica pacífica y creciente, que nos aparte de la actual perversión y corrupción de las actuales clases políticas dominantes, que prostituyen claramente el poder y que cada día más desprestigiadas y que progresivamente pierden más y más el respeto y la confianza del pueblo, por sus escandalosas prebendas y sus bochornosos comportamientos.
Saludos.
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JMI.- No se alargue tanto. Los comentarios no son artículos. Normalmente suele exigirse no sobrepasar cierto límite extensivo. En Religión en Libertad, p.ej., no más de 1.500 caracteres. Su comentario tiene 3.641 caracteres, sin contar espacios.
Luego el flamante Cardenal agrega que en su país (y luego en todos), ilustres ciudadanos de probadas virtudes cívicas han optado por abandonar la guía de la religión, y eso llevó a la larga a que toda la nación lo hiciese.
Al respecto, deseo hacer la siguiente observación: ¿Cómo es posible que una sociedad abandone la guía fundacional, el propósito común que la ha constituido, sin caer en la anarquía? Es más, no solamente que no se ha caído en la anarquía sino que al contrario, hoy vemos una coordinación internacional que no la ha habido siquiera en la Cristiandad, con la ONU representando a todas las naciones, con un progreso material desconocido en la Historia y con relaciones mundiales reglamentadas y coordinadas al milímetro. Es obvio que quienes tengan una visión instrumentalizadora de la religión en orden a la convivencia social, concluyan que "se puede vivir perfectamente sin Dios".
Termino con una reflexión personal: Considero que es imposible la existencia del aceitadísimo mecanismo de la "atea y pluralista" sociedad política comtemporánea, sin que sus dirigentes respondan a una misma religión, o a un sucedáneo. Sospecho pues, la existencia de una religión oculta -obviamente anticristiana- que in-forma y permea todo el moderno orden internacional.
Comparto plenamente el contenido de sus últimos tres posts (Realeza de Cristo; Estado católico y laicidad). Sin embargo, no sería honesto si dejara de señalar cuanto sigue:
1) Su interpretación del Vaticano II es minoritaria. La casi totalidad de los catedráticos de Derecho Público Eclesiástico, de las principales universidades pontificias, no sólo no comparte su visión, sino que la considera como un resabio de “clericalismo” e “integrismo”. Además, la interpretación de los actuales iuspublicistas, se difunde como una suerte de nueva ortodoxia. Y los que no estamos de acuerdo con esa hermenéutica, somos considerados como sospechosos de “lefebvrismo”.
2) En toda interpretación de un texto se reconocen tres intenciones: la del autor, la de la obra y la del lector. El intérprete debe esclarecer el texto, iluminando las primeras dos intenciones; pero tiene como límite la imposibilidad de recrear los textos a su gusto.
3) La denominada «hermenéutica de la continuidad» del Vaticano II no puede transformarse en una palabra talismán que permita disolver objeciones sin argumentar. Una vez determinado el sentido y alcance de un texto magisterial, es menester no sólo afirmarsino, sobre todo, probar, con argumentos, que no rompe, en todo o en parte, con la Tradición, y además esclarecer cómo se pueden armonizar las novedades conciliares con un magisterio eclesial que goza, cuanto menos, del peso que le confiere una reiteración secular.
Lo reconoce Mons. Brunero Gherardini:
«Confieso, empero, que jamás he cesado de plantearme el problema de si efectivamente la Tradición de la Iglesia ha sido en todo y por todo salvaguardada por el último Concilio y de si, por tanto, la hermenéutica de la continuidad evolutiva sea uno de sus valores innegables y pueda así verificarse» (Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II. Un discorso da fare. Página 87).
Saludos.
Yo suponía que la intención del autor ES la de la obra, se plasma en ella y la conduce.
El Concilio Vaticano II, bajo la asistencia del Espíritu Santo, es el XXI concilio ecuménico, y ha de ser recibido íntegramente por todos los hijos de la Iglesia. Puede y debe ser interpretado en todos sus documentos a la luz de la Tradición eclesial. Otra cosa es que cada uno de nosotros sea capaz mentalmente de lograr esa homogénea y continua interpretación. Comprendo que alguno tenga dificultades mentales en la aceptación de ciertos textos.
Ahora bien, si en algún punto ciertos cristianos no alcanzan a ver esa continuidad, tendrán que 1) procurar encontrarla; y si no lo consiguen, deberán 2) preguntar a quien pueda ayudarles; y si tampoco así lo consiguen, 3) habrán de suspender el juicio sobre el tema.
Lo que nunca nos permitiremos los católicos es afirmar que alguno de los documentos del Sagrado Concilio ecuménico Vaticano II incurre en error, al no salvar la fidelidad a la Tradición doctrinal católica. Si el punto en cuestión es de fe, es imposible que yerre la Iglesia en un Concilio porque es infalible. Si no es cuestión de fe, sino de prudencia pastoral, asistida la Iglesia también en sus discernimientos de modo especial por el ESanto, no podemos hablar de un quiebre con la Tradición doctrinal católica. En ambos casos, nunca nosotros somos quiénes para afirmar que un sagrado Concilio ha errado, quebrando la inquebrantable Tradición doctrinal de la fe católica.
"Creo en la santa Iglesia Católica" (Credo, art. 9º). Eso tiene que ir por delante de todo análisis de un texto conciliar. Explico con un ejemplo lo que quiero decir:
Objeción gravísima. Imaginemos que un cristiano nos dice: "yo no puedo creer en el infierno como una condenación eterna. No logro conciliar esa verdad de fe con la verdad de fe en un Dios infinitamente bueno, que antes de infundir un alma sabe cuál va a ser su destino eterno de salvación o de condenación, y que en cualquier momento puede salvar al pecador con un golpe de gracia que le convierta. No puedo quebrantar en mi mente el principio de contradicción, que Dios ha puesto en ella. No puedo, por tanto, creer en el infierno".
Respuesta. "Ud. primero de todo firme, afirme y confirme todo lo que la Iglesia enseña acerca del infierno como dato de fe. Y después, si es preciso consultando con otros, trate de ayudar el acto intelectual de su razón-fe para que alcance a conciliar dos verdades aparentemente contrapuestas. Si llega a hacerse posible ese acto, perfecto. Si no, tendrá que suspender el juicio, y habrá de auto-prohibierse pensar en ese tema, porque ya ve Ud. que no es capaz de pensar sobre el infierno según la fe católica, y Ud. de ningún modo debe quebrantarla con pensamientos consciente y libremente consentidos".
Ilustro lo dicho con un ejemplo. Von Brentano escribe que la Beata Ana Catalina Emmerick, según ella le contó, "por espacio de mucho tiempo tuvo la costumbre de tratar con Dios de por qué no convierte a los grandes pecadores y por qué castiga eternamente a los que no se convierten. Decía a Dios, que no sabía cómo podía ser así, pues esto era contra su divina naturaleza; que convirtiéndolos ejercitaría su bondad, ya que nada le costaba convertir a los pecadores, los cuales estaban bajo su mano; que debía acordarse de lo que Él y su amado Hijo habian hecho por ellos, pues su Hijo había derramado su sangre y había dado su vida en la cruz; y de lo que Él mismo ha dicho en la Sagrada Escritura acerca de su bondad y misericordia y de las promesas que ha hecho. Si el Señor no es fiel a su palabra, ¿cómo puede pedir a los hombres que cumplan la suya?".
"El señor Lambert [su director espiritual], a quien ella le dijo estas cosas, le repuso diciendo: 'Poco a poco, que vas damasiado lejos'. Después vio ella que eso debía ser así como Dios lo tiene dispuesto' ".
Téngase en cuenta que en este caso, la aparente inconciliabilidad de verdades se produce nada menos que entre una Palabra divina y otra Palabra también divina. El principio de contradicción, en la mente humana (ratio fide illustrata) de la Bta. Ana Catalina, le exige negar la posibilidad de un infierno eterno. Y consiguientemente la Beata, con toda humildad, y reconociendo la extrema falibilidad de nuestra mente, suspende el juicio en ese tema, aceptando sin más lo que Dios mismo enseña sobre el infierno y propone la Iglesia docente.
Los lefebvrianos a veces parece (no estoy seguro) que, queriendo situar en primer lugar "las cuestiones doctrinales", ponen el acuerdo doctrinal como "condición previa" para poder llegar a la plena comunión con la Iglesia actual, la de Benedicto XVI y del sagrado Concilio ecuménico Vaticano II. Por el contrario, convendría que afirmasen en primer lugar la fe incondicional y plena en la Santa Iglesia Católica, la que hoy existe y vive, y que, en plena comunión con Pedro y bajo Pedro, aceptando totalmente los veinte Concilios, cesen de afirmar que en ciertos temas el Vaticano II contradijo la Tradición doctrinal católica.
Y convendría que después, plenamente dentro de la Iglesia, tratasen, con las ayudas precisas, de conciliar doctrinas que ahora consideran inconciliables. Y si no lo consiguieran... habrían de suspender el juicio. Pero el "creo en la Santa Iglesia Católica" deben ponerlo en primer lugar, incondicionalmente, ya que toda nuestra fe se apoya en la Roca de Pedro, que es infalible.
Por las dudas, reitero mi posición: no adhiero ni en teoría, ni como actitud práctica, al movimiento de Mons. Lefebvre. Deseo que el movimiento de Lefebvre ingrese lo antes posible en plena comunión con el Romano Pontífice.
Otra cosa es la HIPÓTESIS teológica que plantea Mons. Burnero Gherardini en el libro citado. Espero que los editores lo traduzcan pronto a otros idiomas, y le den suficiente difusión.
Pero no se pueden esconder los problemas debajo de la alfombra. Yo coincido con la interpretación que usted hace de la Dignitatis humanae, por ejemplo. Pero no nos engañemos: somos una minoría; nuestra visión es ignorada, silenciada, calificada de pre-conciliar, integrista, clerical, etc. Y los críticos no son los progresaurios radicalizados de siempre... ¿Para qué hacer nombres si Ud., sobre todo en España, los ha de conocer de sobra?
Ejemplos:
- En las última Semana Tomista de Buenos Aires, uno de los ponentes expuso la misma doctrina que ha formulado usted en sus últimos tres posts. La respuesta de un canonista y teólogo, también ponente: - muy buena exposición, pero la Iglesia ya no enseña esa doctrina. Hoy, la doctrina es otra, el Estado debe ser aconfesional como tesis, y dar primacía absoluta a la libertad religiosa...
Saludos.
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JMI.- De acuerdo en lo que dice de que "nuestra" interpretación es minoritaria, y que no solo los progresaurios sino incluso no pocos de los ortodoxos forman lamentablemente una mayoría errónea.
Pero eso no cambia en nada las cosas, como Ud. bien sabe. En cuántos temas, ay madre, nos encontramos hoy en minoría por afirmar la verdad católica. Ya incluso estamos acostumbrados. Ud. seguro que tiene de ello sobrada experiencia.
Y tampoco "la pertinacia" en la verdad católica implica esconder bajo la alfombra errores generalizados.
Disculpe lo de "nuestra", pero es que llevo 15 años de leer sobre el tema, tengo un libro inédito del que tomo fragmentos, los modifico, y los pego en su blog y otros de infocatólica, y ciertamente no soy sino una pulga subida a la cabeza de los grandes.
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Ricardo:
Es análoga a la distinción entre finis operis y finis operantis. Explicarlo mejor sería muy largo.
Saludo
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JMI.- Nada de disculpar lo de "nuestra". Para mí es un honor.
Claro que esta posibilidad no es aplicable a los documentos conciliares, supongo.
Todo ello está magníficamente expresado por el Emmo. y Rvdmo. Sr. Cardenal-Arzobispo de Madrid en su Disertación de Ingreso en la Real Academia de Doctores, titulada " Las relaciones Iglesia y Estado. Perspectivas actuales ".
Es un poderoso, excelente, completo y lúcido discurso sobre el actual tema del que estamos tratando.
se puede leer en:
http://multimedios.org/docs/d002020/
Os recomiendo vivamente su lectura.
Saludos.
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He leído y releído su respuesta a Martín de las 16:52 y quiero expresarle un especial agradecimiento por lo allí puntualizado. Define Ud. muy bien lo que es "pensar con la Iglesia", que está en la base del principio de autoridad de la misma.
Recuerdo que hace un tiempo atrás Ud. me repondió ásperamente cuando le copié un fragmento del libro de Mons. Gherardini que ha citado Martín. Reconozco que quedé asombrado, pues a mi juicio era de lo más acertado acerca del CVII que yo había leído.
Sospecho que en todo el problema de la aceptación del CVII influye, y no poco, el racionalismo que los católicos hemos bebido desde nuestra infancia y que de alguna manera se nos pega. Porque para una mentalidad racionalista no hay "aggiornamento" que valga, lo único "aggiornato" es el relativismo radical.
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JMI.- Si hubo aspereza en mi respuesta, le pido perdón.
Doy gracias a Dios si mi nota a Martín fue para Ud. aclarativa.
Su bendición.
Pienso que un bien común es cuando los representante de las instituciones, no son un fin en si mismo, sino cuando se integran entre si, para que cada organización llegue a su meta, la que es complemento de las demás para alcanzar el fin buscado y exigido, para los cristianos.
Estado es toda la sociedad que vive en un país, en Argentina la mayoría es creyente, y quien la gobierna por ley debe profesar el credo Católico, o sea laico, pero obligado a no ser lego.
A muchos políticos argentinos les falta fe y doctrina, porque no tienen en claro lo que deben hacer.
Un abrazo en Cristo Autor de la vida.
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JMI.- Vea mi aclaración al comentario de ronald en (107).
De todos modos, no veo yo que GS 17 sea texto pelagiano, ni mucho menos. Aunque tenga alguna frase retórica discutible. El conjunto es claramente católico.
Y era sólo para el Presidente.
El gobernador Alperovich, por ejemplo, es un judío que gobierna actualmente la catoliquísima provincia de Tucumán. Y que ha hecho lo imposible -sin éxito hasta ahora y gracias a Dios y a los valientes tucumanos- para sacar la cruz que ostenta la bandera provincial.
Cosas de la "soberanía del pueblo"...
He leído el post 24 y ahí Ud. critica "algunas frases desafortunadas o inexactas" del Concilio Vaticano II que "a veces confunden a los verdaderos creyentes, confortan a los incrédulos, y dañan a todos". Entonces ¿es posible para un católico hacer una crítica de los textos de este Concilio Ecuménico y permanecer católico?. A mi me parece que en los documentos de ese sagrado Concilio no hay tan siquiera textos ambíguos o retóricos que sean dañinos. En todo caso lo que sí podríamos sería acusar la deficiente "traducción" de los textos a nuestro idioma, los cuales sí pueden inducir al error.
Un saludo en Cristo.
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JMI.- GS 17 da formulación libertad-gracia perfectamente católica.
En el post 24 digo con mucho cuidado lo que digo, y creo que es cierto: que ciertas expresiones (¡el Concilio tiene unas 600 páginas!) no son "quizá" del todo acertadas, y han dado lugar a veces a interpretaciones falsas, ajenas al Concilio.
En fin, que como se suele decir, a veces las traducciones suelen ser traiciones al texto original, si no malas interpretaciones.
Pero en todo caso, no creo ni mucho menos que los textos originales confundan o sean dañinos ni mucho menos, eso jamás. El Espiritu Santo estuvo detrás de ese Santo Concilio y lo que trajo fue un gran río de gracias y como dijo en su momento Pablo VI, fue como un catecismo para los tiempos modenos. Y de hecho, el Catecismo de la Iglesia actual, no es más que es una recopilación del Concilio Vaticano II con algunos añadidos. Y el Catecismo es la regla de fe que poseemos los católicos para protegerla de errores o herejías. Y así se lo confirmó Benedicto XVI a un sacerdote en la Vigilia de la clausura del año Sacerdotal.
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