(81) La ley de Cristo –II. la ley de la Iglesia. 2
–Va a resultar ahora que la reforma de la Iglesia se conseguirá cumpliendo sus leyes…
–Evidente. Nada en la Iglesia es tan reformista como la ortodoxia y la ortopraxis.
Por los años setenta y ochenta no pocos pensaban que, a partir del Concilio Vaticano II, ya las leyes canónicas no tenían razón de ser en la vida de la Iglesia. Éste es un tema fundamental de eclesiología, que entonces se discutió mucho. Yo también escribí sobre esta cuestión, y resumo en este artículo textos míos de aquellos años.
Las leyes de la Iglesia son ley de Cristo, y obedecerlas es obedecer a nuestro Señor. Las normas de la Iglesia no son consejos o meras orientaciones: son realmente mandatos, dispuestos con la autoridad de Cristo el Señor, para promover el bien común y personal de todos los cristianos.
–Por eso los santos, y especialmente aquellos que tienen una especial vocación divina para renovar la Iglesia –San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús–, muestran siempre una suma veneración por los sagrados cánones conciliares y por todas las normas litúrgicas y disciplinares de la Iglesia.
Santa Teresa, la reformadora, la mujer fuerte, eficaz, creativa, se fundamentaba totalmente en la Iglesia, y en ella hacia fuerza para obrar y reformar. «Considero yo qué gran cosa es todo lo que está ordenado por la Iglesia» (Vida 31,4). «En cosa de la fe contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese que yo iba, por ella o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura, me pondría yo a morir mil muertes» (33,5).
–También los grandes teólogos, como Suárez, han entendido que «la ley eclesiástica es de alguna manera divina» (De legibus III,14,4). Y así piensan porque estiman que las leyes de la Iglesia son formulaciones exteriores que señalan la acción interior del Espíritu de Jesús. Saben que Cristo ha asegurado a la Iglesia su asistencia hasta el fin de los siglos (Mt 28,20), y que ello garantiza no sólamente la ortodoxia doctrinal, sino también aquella ortopraxis que el pueblo cristiano necesita para llegar al Padre sin perderse.
P. Faynel precisa el alcance de esa ortopraxis: «En las decisiones de orden general (grandes leyes de la Iglesia, disposiciones permanentes del derecho canónico), la Iglesia goza de una asistencia prudencial infalible, entendiendo por ella una asistencia que garantiza la prudencia de cada una de esas decisiones. Así pues, no sólamente no podrán contener nada de inmoral y de contrario a la ley divina, sino que serán todas positivamente benéficas. Lo que no significa: serán perfectas». No necesariamente serán las mejores de todas las posibles. «En las decisiones de orden particular (organización sinodal de una diócesis, proceso de nulidad matrimonial, etc.) la Iglesia goza de una asistencia prudencial relativa, es decir, de una asistencia que garantiza el valor del conjunto de esas decisiones, pero que no garantiza cada una de ellas en particular; de una asistencia, dicho de otro modo, que nos permite pensar que, en el conjunto y en la mayoría de los casos, esas decisiones serán positivamente benéficas» (L’Eglise, París, Desclée 1970, II,100).
Hay que obedecer las leyes de la Iglesia en conciencia, con toda fidelidad, pues es obediencia que se presta a nuestro Señor Jesucristo. Él es, como definió Trento, el verdadero legislador del pueblo cristiano (Denz 1571; cf. 1620). Por eso «los mandamientos de la Iglesia» deben ser obedecidos (1570, 1621) porque están dados con la autoridad de Cristo, con la potestad que Él comunicó a los Apóstoles. El Vaticano II manda
que «los laicos acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes» (LG 37b; cf. 25a; PO 6). Y el Código de Derecho Canónico: «Los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de obrar. Cumplan con gran diligencia los deberes que tienen tanto respecto a la Iglesia universal como en relación con la Iglesia particular a la que pertenecen, según las prescripciones del derecho» (c. 209).
La obediencia eclesial obliga muy especialmente a los Obispos y presbíteros, que no gobiernan en nombre propio, sino en el nombre de Cristo. Es evidente que la autoridad pastoral sólamente puede ser ejercitada como servicio en la obediencia a la ley eclesial, pues cuando es ejercitada en una desobediencia arbitraria, se convierte inevitablemente en dominio opresor. Si los Pastores sagrados obedecen las leyes de la Iglesia fielmente y las aplican, vienen sobre el pueblo cristiano cuantiosos bienes. Pero si no las obedecen, los mayores males se desbordan sobre el pueblo cristiano, que se divide en facciones contrapuestas. Ésta es una experiencia histórica constante.
La desobediencia de los pastores –por acción o por omisión– a las normas de la Iglesia constituye una injusticia, un atropello, o si se quiere, un abuso de autoridad. El pastor arbitrario no manda ya desde la Iglesia, es decir, desde la autoridad de Cristo, sino desde sí mismo. Pero la Ley Suprema de la Iglesia, el Código de Derecho Canónico, así como establece el deber que tienen los fieles de obedecer a sus pastores (c. 212,1), afirma igualmente que «los fieles tienen derecho a recibir de los pastores sagrados la ayuda de los bienes espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos» (c. 213). Y, por supuesto, en lo que se refiere a liturgia y sacramentos, «tienen derecho a tributar culto a Dios según las normas del propio rito aprobado por los legítimos Pastores de la Iglesia» (c. 214).
Por tanto, la Iglesia no abandona a los cristianos, ni en lo doctrinal ni en lo disciplinar, a las ocurrencias subjetivas y arbitrarias del pastor que les toque, sino que exige a los sagrados Pastores que gobiernen al pueblo cristianos que les ha sido confiado por el Señor, ateniéndose a las leyes canónicas, que muchas veces han sido acordadas por ellos mismos en Concilios. Y los fieles tienen el derecho, y el deber a veces, de manifestar a los pastores sus necesidades y deseos (c. 212,2-3). Más aún, «compete a los fieles reclamar legítimamente los derechos que tienen en la Iglesia, y defenderlos en el fuero eclesiástico competente conforme a la norma del derecho» (c. 221,1).
Jesucristo quiso leyes en la Iglesia por varias razones fundamentales, que debemos conocer a la luz de la fe y de la reflexión teológica. Señalaré las principales.
–La Iglesia es una sociedad fundada por Cristo (Mt 16,18) como Cuerpo suyo (Col 1,18). Y en ella, enseña el Concilio, «la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada por un elemento humano y otro divino» (LG 8a). Por eso afirmaba Pablo VI que la existencia de una «ordenación jurídica y de unas estructuras de la Iglesia pertenece a la Revelación» (13-XII-1972). No hay Iglesia católica sin leyes canónicas.
–La Iglesia es «sacramento universal de salvación» (LG 48b; AG la). No es, pues, un reino espiritual exclusivamente interior. Precisamente la naturaleza sacramental de la Iglesia exige que ella sea un signo socialmente visible, con jefes, estructuras, leyes y costumbres. En la Iglesia, dice Juan Pablo II, «el derecho no se concibe como un cuerpo extraño, ni como una superestructura ya inútil, ni como un residuo de presuntas pretensiones temporales. El derecho es connatural a la vida de la Iglesia» (3-II-1983,8).
–La Iglesia es una comunión, y como enseña Pablo VI, «la ley canónica es como una cierta manifestación visible de la comunión, de tal suerte que sin el derecho canónico la misma comunión no puede realizarse eficazmente» (19-II-1977). Claramente nos dice la experiencia cuántas lesiones sufre la koinonía de la caridad eclesial cuando se menosprecian las leyes de la Iglesia, y cuántas tensiones, ofensas y odiosidades genera la arbitrariedad anómica. «No puede haber caridad sin justicia, expresada en leyes», decía el mismo Papa (14-XII-1973).
–La ley ayuda la acción pastoral de la Iglesia. «No puede desarrollarse una labor pastoral verdaderamente eficaz si ésta no encuentra un apoyo firme en un orden jurídico sabiamente establecido» (ib.). Es imposible, por ejemplo, que varios párrocos unan sus esfuerzos en una pastoral común si cada uno hace las cosas a su manera, sin ajustarse a la disciplina de la Iglesia. Así se pierden muchas energías, se da lugar a inevitables divisiones, y se hace imposible una continuidad en los trabajos.
En tal parroquia el cura enseña y hace lo que la Iglesia enseña y manda; pero en la otra vecina no. Los fieles entonces se confunden, a veces se escandalizan, y frecuentemente se dividen en bandos. Cambia el párroco y se trastorna todo: vuelta a empezar. Cuando la anomía se generaliza en la vida pastoral, el cambio de un párroco a otro puede ser para una comunidad parroquial sumamente traumático, más, p. ej., que si hubiera de pasar bruscamente del rito latino a uno de los ritos católicos orientales. La transformación de una parroquia «católica» en otra, p. ej., «liberacionista», puede implicar un trauma mayor sin duda que el paso del rito latino a un rito oriental, pues al menos en este caso se guarda una homogeneidad en la substancia, aunque cambien bastante ciertas formas; mientras que en el caso primero el cambio es substancial. Eso explica también que, en ocasiones, no será fácil encontrar sacerdotes que quieran ir a parroquias sometidas largos años a una pastoral arbitraria. Si se les da a elegir, prefieren ir a misiones.
–La ley es ayuda necesaria para la evangelización. La Iglesia no acabaría de expresar la verdad de la vida cristiana si en determinadas cuestiones se limitara a dar el espíritu, pero sin la ob-ligación de la ley que ayuda a vivir ese espíritu y a expresarlo pública y comunitariamente. La Iglesia, por ejemplo, no podría predicar de modo inteligible la necesidad y la maravilla de la Eucaristía si no estableciera, como siempre lo ha hecho, el precepto dominical (Código c. 1246). No podría tampoco difundir la novedad maravillosa del matrimonio sacramento, imagen de la unión de Cristo y de la Iglesia, si no configurase una disciplina canónica que exprese la verdad del matrimonio monógamo y la guarde de los errores y extravíos (cc. 1141-1165).
–La ley es sana y necesaria tanto psicológica como moralmente, pues es conforme a la naturaleza social del hombre. El cristiano, como cualquier hombre, no puede partir de cero en todo, no puede andar sin camino, no puede vivir a la intemperie, sin casa espiritual, sin afiliación social a un cuadro estable de leyes y costumbres. Sin éstas, no hay posibilidad de un cristianismo popular, es decir, tradicional, y el Evangelio será sustraído a los pequeños, y reservado para sabios analistas muy reflexivos. Lo cual contraría frontalmente el designio de Dios (Lc 10,21).
Erich Fromm, en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, reconoce «la necesidad de una estructura que oriente y vincule» (México, FCE 1970, 59-61). Es evidente. Y experimentalmente comprobado. Cita Fromm un artículo de J. P. Schaller: «En 1966, en Estrasburgo, un interno de hospitales psiquiátricos, también licenciado en teología protestante, O. Printz, estudió desde varias perspectivas la vivencia melancólica. Y escribía: “del estudio estadístico que hemos hecho se desprende una conclusión unívoca: la confesión protestante suministra un contingente de melancólicos superior a la confesión católica”» (Mélancolie et religion, «Sources» 1976, 236-237).
La duda y la inseguridad rondan inevitablemente al cristiano no católico, que lee las Escrituras en libre examen, que carece de guía jerárquica, de leyes eclesiales, de penitencia sacramental. La disciplina eclesial católica, por el contrario, suscita y expresa una vivencia comunitaria y objetiva del Evangelio: es un camino para andar juntos, es una casa donde convivir. Dígase lo que se quiera, los ambientes disciplinados, jerarquizados, estructurados, con tradiciones, fiestas, doctrinas, leyes y costumbres, suelen ser alegres y sanos, mientras que son tristes e insanos los ambientes individualistas y subjetivos, informes y cambiantes, arbitrarios y anómicos. Esto es así. Los primeros son ambientes conformes a la naturaleza humana, los segundos son contra naturam.
–La ley eclesial defiende a los débiles, a los ignorantes, a los que no tienen poder ni en el mundo ni en la Iglesia. Los defiende de sí mismos, pues sin ella quedarían abandonados a su mediocridad. Los defiende también de las presiones arbitrarias de personas o grupos ilustrados, asilvestrados, no socializados en la verdadera Iglesia, a los cuales no sabrían resistir. Y más aún, también defiende la ley canónica a las personas o comunidades de aquellos Pastores sagrados que abusan de su autoridad o que no resuelven los conflictos según justicia y derecho, sino según personalismos arbitrarios y conciliaciones ignominiosas. Cuando ciertas Autoridades eclesiásticas no respetan ni aplican la ley canónica, cuando gobiernan fuera de la ley o contra ella, se producen graves daños en personas e instituciones, que a veces solo pueden ser superados por la fiel aplicación de las propias normas de la Iglesia.
–La ley es un medio salvífico temporal, histórico, que cesa en la plenitud del Reino, donde «Dios será todo en todos» (1Cor 15,28). Es ahora cuando normas y leyes son necesarias en la sociedad familiar, escolar, cívica o religiosa.
El padre Congar decía que «una pura Iglesia del Espíritu es una tentación en la que muchos movimientos sectarios han caído; pero es una tentación. La Iglesia terrestre no es sólamente realidad de comunión, sino también instrumento y sacramento de esta comunión. La Tradición afirma sin cesar que omnis prælatura cessabit, en el sentido de que en la escatología no habrá ya jerarquía –sólo la de la santidad–, ni dogmas, ni sacramentos, ni derecho canónico, ni ningún medio exterior de este género. Ni siquiera habrá evangelio, en el sentido de un texto que se lee, pues el mismo Verbo se comunicará a todos, luminoso y viviente» (Variations sur le theme loi-grace, «Revue Thomiste», 71, 1971, 433).
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
11 comentarios
Sólo que la religión no tiene ya poder coactivo, así que se quedarán aquellos a quienes les guste que les estructuren la vida también en la iglesia (además de la escuela, la empresa, el Estado, el hospital...). ¡Cómo si nos faltaran estructuras sociales para decirnos qué tenemos que hacer!
Otros preferimos la fe como espacio de libertad y no como estructura para-estatal. Eso sí, al menos en mi caso, sin problemas con que vosotros la prefiráis organizada sobre la plantilla del Imperio romano tardío. Total, ¿por qué va a tener que vivirse la fe de una sola forma, en un mundo tan diverso?
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JMI.- Qué majo. Con qué garbo rechaza la doctrina católica sobre la ley en la Iglesia. Los católicos, que la admitimos, somos por lo visto estructurados paraestatales. Pobricos.
La Ley de Dios es un medio para establecer el orden y un límite, para el bien y la salvación de las almas.
La ley de la Iglesia es una respuesta a la Alianza, que hace el Padre con su Hijo para permanecer en comunión con El mediante las Leyes, (Mandamientos, Preceptos).
De esta común unión de ley depende toda ley institucional, cuando salimos de esta fuente, las leyes se vuelven puro criterios humanos, consecuencias de la mala interpretación que hacemos de la libertad que nos propone Dios, que no es hacer cualquier cosa, sino la oportunidad de que camino seguir, al Autor del bien y la libertad o al autor de la mentira y la esclavitud.
Cuando se nos caen las escamas de los ojos, da pena ver cuanta gracia derramada cae en sacos rotos o cerrados.
Me encanta profundizar el misterio de la vida plena, gracias por darnos esta oportunidad de compartirla. En usted esta la esperanza de una nueva reevangelización.
Un abrazo fraterno.
Y añadió que "las puertas del infierno no prevalecerán contra ella". Así que tranquilos. Si alguien quiere vivir la fe -lo que algún despistado llama la fe- fuera de la Iglesia, debería responder a lo que Jesús reclamó en Lc. 6,46: "¿Por qué me llamáis ¡Señor! y no hacéis lo que os digo?"
Parece ser que IGUALITO, pues PIENSA igualito que toda la masa que el PADRE DE LA MENTIRA, la hace creer que su mente es sana y puede vivir sin leyes, ni mandatos.
TEXTUAL:
La duda y la inseguridad rondan inevitablemente al cristiano no católico, que lee las Escrituras en libre examen. Erich Fromm, en Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, reconoce «la necesidad de una estructura que oriente y vincule». Dígase lo que se quiera, los ambientes disciplinados, jerarquizados, estructurados, con tradiciones, fiestas, doctrinas, leyes y costumbres, suelen ser alegres y sanos, mientras que son tristes e insanos los ambientes individualistas y subjetivos, informes y cambiantes, arbitrarios y anómicos.
IGUALITO: Le propongo que revise los indices de suicidos, depresiones y niños y jóvenes que viven sin sentido la vida, justamente por haber crecido en una sociedad que se olvido de Dios, sus leyes y sus mandatos. Y ojalá que quiera ser DIFERENCIADITO.
Con afecto en Jesús y María Auxiliadora
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JMI.- MAJO es un término de uso frecuente en España, con sentido bueno, y frecuentemente en broma. POBRICOS va referido a los "estructurados para-estatales", que tratan de ser fieles a las leyes de la Iglesia. De ALTERADITOS y DIFERENCIADITOS... ya no sé decirle. Me falta información.
Saludos cariñosos, extensivos a Carlos.
Muchísimas gracias.
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JMI.- Gracias por su gratitud.
Lo fundamental es que los sacerdotes comiencen de una vez a respetar puntualmente ya no digo el Derecho Canónico, pero por lo menos las rúbricas de la Missa.
La desobediencia primera, flagrante, es la de los pastores. Y siempre acaba en escándalo y quien no crea quemire los escandalosos casos de nulidades matrimoniales más que dudosas concedidas a famosillos y famosillas.
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JMI.- Si exploramos la historia de los Concilio ecuménicos y regionales y de Sínodos importantes, vemos que muchos de ellos incluían un conjunto de cánones "de vita et honestate clericorum". La Iglesia en cambio ha dado sobre los laicos muy pocas leyes canónicas, digamos, las imprescindibles.
Alabado sea Jesucristo y su Santísima Madre!
No le digo que estoy de acuerdo con sus planteamientos, simplemente porque este es el sentir de la Iglesia. Lo que usted está haciendo es recordándonos algunas cosas que, so pretexto de interpretaciones del Post-Concilio, se han ido olvidando, pero que son fundamentales para ser verdaderamente católicos.
La autoridad es un servicio que presta la Iglesia para evitar el error y afinzar en la virtud, como Cristo que no vino a hacer su voluntad sino la voluntad del Padre del Cielo.
Siento que los católicos debemos de profundizar en los sentimientos de Cristo-Obediente, para apropiárnoslos.
Dios lo bendiga por su valiosísimo servicio en bien de la fe Católica.
En comunión de oraciones
Hermano Jorge de la Cruz E.R.M.C
Costa Rica
Y eso , a los que libremente estamos en la Iglesia, nos da tranquilidad, paz y nos lleva camino del Cielo.
Otros, para su desgracia, no tienen esa suerte de saber por dónde tirar.
Gracias P. Iraburu por su claridad.
Le traigo un texto sacado del libro "Teología de la Caridad", edit. BAC, del Padre Antonio Royo Marín.
El texto en concreto viene de "Tissot, La vida interior simplificada p.2.ª l.I. c.5 n.25-26."
Bueno, aquí lo dejo, pues creo que es un texto bastante útil para todos, tanto para los que nos acercamos del lado de la ley por la ley, como aquellos que rechazan las normas.
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El cumplimiento de la ley de Dios por amor
Hay dos maneras distintas de cumplir la ley de Dios: en plan de mercenario, como los siervos, o por puro amor, como los hijos. El primero aspira a la recompensa prometida a los que cumplen la ley y a evitar el castigo que amenaza a los que la infringen; el segundo quiere, por encima de todo, complacer a Dios, aunque no hubiera cielo que esperar ni infierno que temer. Esta segunda forma es una manifestación espléndida del amor efectivo hacia Dios.
Escuchemos a un celebrado autor explicando admirablemente las delicadezas de este amor:
“El amor debe producir fidelidad en la acción. Fidelidad generosa y constante a todo lo que sea la voluntad de Dios; fidelidad hasta en las cosas más pequeñas, viendo en ella, no su pequeñez en sí mismas, lo cual es propio de espíritus mezquinos, sino esa otra gran cosa que es la voluntad de Dios, que debemos respetar con grandeza aun en las cosas pequeñas. En este sentido dice San Agustín: “Las cosas pequeñas son pequeñas, pero ser fiel a lo pequeño es cosa muy grande”.
Así, en los detalles, que a veces son muy gravosos, de las leyes de disciplina o de rúbricas, el sacerdote reconoce, ama y respeta esa cosa grande y santa que es la voluntad de Dios. Así también, en las prescripciones asaz minuciosas de su regla, el religioso sabe ver y respetar esta voluntad siempre grande, siempre infinita, hasta en los más ínfimos detalles. Nuestro Señor está todo entero, tan grande, tan vivo, tan adorable, en una hostia pequeña como en una grande, lo mismo en la más pequeña partícula como en la hostia entera, y con la misma adoración recojo las partículas que una hostia grande. Una cosa parecida sucede con la voluntad de Dios; las más insignificantes prescripciones de mi regla la contienen toda entera, y en ellas la adoro y la acato con la misma devoción que en las cosas grandes; no dejo perder partícula alguna de este bien sagrado.
Y así como en la comunión, por pequeña que sea la hostia, me engrandezco por mi contacto con Dios nuestro Señor, así también en la fidelidad al deber, por pequeñas que sean las observancias a que me someto, siento que mi alma se ensancha y se dilata por mi contacto con Dios. ¡Es cosa tan grande llegarse a Dios...! Y esto es lo único que busco en mi fidelidad a las cosas pequeñas: establecer entre yo y Dios un contacto más perfecto, más continuo, más absoluto, de tal manera que al fin no haya punto alguno que de El me aparte.
No es, pues, la fidelidad a la prescripción o a la práctica por sí misma la que me atrae, no; esto sería una mezquindad. Es la fidelidad a la prescripción y a la práctica para el contacto divino, y esto es infinito. Así se explica la anchura, el desahogo y la libertad que vemos en el alma de los santos: los veo fieles a todo y, al mismo tiempo, libres en todo; se siente que no están apegados más que a Dios solamente y que su alma nada quiere que no sea El; son exactos en todo, pero con esa actitud viva, flexible, generosa, que se acomoda a todas las necesidades; no conocen la rigidez farisaica, las escrupulosas minuciosidades ni las inquietudes meticulosas.
Cuando yo comprenda como ellos que mi fin no es ajustarme a la prescripción, sino ajustarme a Dios por la prescripción, encontraré también, como ellos, esta anchura en la exactitud, esa facilidad en ser fiel, esa grandeza en la pequeñez; como ellos también, no me sentiré prisionero, sino libre; no me ahogaré, sino que me ensancharé hasta en los detalles más insignificantes, en apariencia, de las reglas que tenga que observar: “Corrí gozoso por el camino de tus mandamientos cuando ensanchaste mi corazón” (Ps. 118, 32).
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AMDG
PD.: Extremadamente acertado el punto "La ley ayuda la acción pastoral de la Iglesia"
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