(80) La ley de Cristo –I. la ley de la Iglesia. 1
–Ya tenía ganas de que nos hablara un poco de las leyes en la Iglesia, porque esto es un desmadre.
–Bueno, el término lo admite la Real Academia de la Lengua, pero no se lo recomiendo. Nos están leyendo.
Reforma o apostasía. Inicio una serie de artículos que pretenden reafirmar el valor de la Autoridad apostólica en la vida de la Iglesia, y la necesidad de la gran disciplina eclesial, muchas veces cristalizada en cánones conciliares, que afectan tanto a la doctrina y a la moral, como a la pastoral y la liturgia. Actualmente, la anomía generalizada en la doctrina y en toda la vida cristiana personal y comunitaria es en las Iglesias decadentes una de las causas principales de su ruina. Esa gran mayoría de bautizados que creen en unos dogmas sí y en otros no, esos cristianos que se mantienen durante decenios alejados de la Eucaristía, aquellos sacerdotes que realizan sacrilegios en absoluciones colectivas, hasta eliminar prácticamente el sacramento de la penitencia en sus diócesis, tantos matrimonios que se establecen sacramentalmente, con el firme propósito de usar anticonceptivos siempre que lo estimen conveniente… Todo esto es horrible.
Pero es un horror que no horroriza. Cuando una situación se establece duraderamente tiende a ser vista como normal, o al menos como inevitable. Pocos se alarman. Pocos llaman a conversión y reforma. Les falta esperanza, no la creen posible. Y a veces ni siquiera necesaria. Estamos entonces ante un pueblo innumerable de bautizados que, alejados de Cristo y de los sucesores de sus Apóstoles, andan abandonados a sí mismos, como ovejas sin pastor; pensando quizá que así debe ser el cristianismo. Pero no. La verdad de los seres está en su principio. Y como iremos comprobando, «al principio no fue así» (Mt 19,8).
Dios rige la vida de los hombres por medio de leyes. Todas las criaturas del universo se realizan en la fidelidad permanente a sus propias leyes íntimas, puestas por el Creador. Y también los hombres, como las demás criaturas, hallamos nuestro bien obedeciendo a Dios en las leyes civiles y religiosas.
Recordemos que la ley eterna es el plan de gobierno universal que existe en la mente de Dios. La ley natural, a través de la naturaleza misma del hombre y del mundo creado, revela esa ley eterna. Y la ley positiva, civil o religiosa, viene a determinar, según tiempos y circunstancias, las derivaciones socialmente convenientes de la naturaleza y de la gracia.
El Señor gobierna a los hombres por medio de autoridades humanas, civiles y religiosas, por Él constituidas. La autoridad de Dios es la fuerza providencial amorosa e inteligente, que todo lo acrecienta con su dirección e impulso. La misma palabra auctoritas deriva de auctor, creador, promotor, y de augere, acrecentar, suscitar un progreso. Dios, evidentemente, es el Autor por excelencia, la Autoridad suprema, porque es el creador y dinamizador perenne del universo. Y produce el bien actuando en colaboración de autoridades humanas.
Dios ha constituido a Cristo como Rey del universo, Señor de todo, Pantocrator. Le ha sido dado a Jesucristo «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). De Él, pues, el «Primogénito de toda criatura» (Col 1,15), proceden ahora todas las autoridades creadas: padres, maestros, gobernantes civiles y, por supuesto, pastores de la Iglesia, que, «enviados» por Él, han sido constituidos por el Espíritu Santo «para pastorear la Iglesia de Dios» (Hch 20,28).
Por tanto, en la Iglesia, la autoridad pastoral es una fuerza espiritual necesaria, acrecentadora, estimulante, unificadora, fuente de inmensos bienes. Y su inhibición es la causa de los peores males. «Herido el pastor» –o al menos paralizado y sujeto–, «se dispersan las ovejas del rebaño» (Zac 13,7; Mt 26,31).
La ley de Moisés en Israel es «santa, ciertamente, y los mandamientos son santos, justos y buenos» (Rm 7,12). El mismo Dios ha dado a su Pueblo elegido admirables decretos, revelándole los sagrados caminos que llevan a la salvación (Dt 5,27; 30,15s; Sal 15,11; Sir 17,6-9). Israel no se cansa de dar gracias a Dios, cantando su gloria, por la maravilla de las leyes que le ha concedido (p. ej., Sal 118, el más largo del Salterio).
Los judíos espirituales, aplicándose al cumplimiento de la Ley, se hicieron grandes en la virtud, y al mismo tiempo comprendieron que necesitaban absolutamente un Mesías salvador, pues con sus solas fuerzas humanas no alcanzaban a conocer ni a cumplir perfectamente la voluntad divina. Ellos fueron los que, conociendo su impotencia gracias a la ley, desde el fondo de los siglos ansiaron a Jesús, el Salvador, y aceleraron con sus constantes oraciones el tiempo de su venida. Para los judíos carnales, por el contrario, «el precepto, que era para vida, fue para muerte» (Rm 7,10). Y esto de tres modos:
1. –El Israel carnal, incapaz de cumplir la Ley, pero obstinado en salvarse por ella, no pide y espera un Mesías, no se salva poniendo la esperanza en la promesa de su venida. Elige, pues, el camino de la mentira: cumple la Ley de un modo sólo exterior, vaciándola de su espíritu. Es lo que Jesús denuncia con terribles palabras: sepulcros blanqueados, hipócritas, que cuelan un mosquito y se tragan un camello (Mt 23).
2. –Además, escribas y fariseos, sentados durante siglos en la cátedra de Moisés, han disfigurado la Ley, pura y santa, sepultándola bajo un cúmulo de preceptos humanos (Mt 5,19; 22,36; 23,1-4; Mc 7,8-9). Han mezclado groseramente la sabiduría humana con la de Dios, han enmarañado la simplicidad de la Ley, sacando de ella 613 mandatos particulares –248 positivos, 365 prohibitivos–, y han transformado así los preceptos de Yavé en «un yugo insoportable» (Hch 15,10). Por otra parte, «atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas» (Mt 23,4). Conocen mil artimañas para escaparse de la verdadera observancia, y las enseñan a otros (23,16 33; Mc 7,5-13).
3. –Y esos dos pecados conducen a un tercero, el más grave. Los judíos carnales, los que quieren salvarse por la Ley, por sus fuerzas propias, en una moral de obras, rechazan la fe en Cristo, la salvación por gracia (Gál 5,4). No comprenden que Yavé dio a hombres pecadores la Ley no sólo para que ellos mejoraran esforzándose en cumplirla, sino sobre todo para que por ella conocieran su pecado, y no pudiendo observarla plenamente, ansiaran al Salvador mesiánico. Pero no fue así. Por el contrario, cuando se produjo ante sus ojos la epifanía de Jesús, no supieron ver en él –pobre, humilde, crucificado– al Enviado de Dios, a aquél de quien hablaron Moisés y los profetas. Prefirieron permanecer como «discípulos de Moisés», rechazando al Mesías que el mismo Moisés había anunciado (Jn 5,45-47; 9,28; Lc 24,27).
La ley de Cristo gobierna la Iglesia. Nuestro Señor Jesucristo, Él mismo, personalmente, es la ley nueva de la Nueva Alianza. «Yo he recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Id, y haced que todos los pueblos sean discípulos míos, enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,18-20). En la iconografía clásica del Pantocrator siempre tiene Cristo en su mano izquierda el libro de los Evangelios, su ley propia, que ha de aplicarse fielmente, según indica con autoridad plena su mano derecha.
Y aquello mismo que los rabinos judíos decían de la Ley mosaica –que era luz, agua, pan, camino, verdad, vida–, todo eso lo dice Jesús de sí mismo. Él es el Señor del sábado (Mt 12,8; Lc 13,10-17). Él viene a perfeccionar la Ley de Moisés, no a destruirla (Mt 5,17-43). Y ahora todos estamos sujetos a «la Ley de Cristo» (Gál 6,2; 1Cor 9,21).
La Ley de Cristo es una ley interior, «escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; y no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne de vuestros corazones» (2Cor 3,3). Es, pues, ley del Espíritu Santo, a un tiempo luz y fuerza de nuestras almas. En efecto, la letra mata, pues muestra el deber, sin dar fuerzas para cumplirlo, mientras que «el Espíritu vivifica» (3,6). Todo precepto de Cristo es la formulación exterior de lo que Él quiere obrar en nuestro interior por la luz y moción del Espíritu Santo.
La Ley de Cristo es la caridad de Dios, difundida en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo (Rm 5,5). Es ley sencilla y universal, que en dos mandatos lo encierra todo (Mt 22,37-40), y que está vigente en todos los pueblos y en todos los siglos. Es una ley liberadora, pues «para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres» (Gál 5,1), redimiéndonos de la esclavitud de la Ley (3,13; 4, 5). Es, en fin, una ley nueva, que fundamenta una Nueva Alianza entre Dios y los hombres.
¿Y ahora, qué? «¿Pecaremos porque no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia? De ningún modo» (Rm 6,15). La Ley nueva de Cristo no viene a abolir, sino a perfeccionar la Ley antigua, y es mucho más santificante que ésta. La Ley y los profetas llegaron hasta Juan el Bautista; y desde entonces, en Jesucristo, plenitud evangélica de la ley divina, vivimos la novedad santa del Reino de Dios (Lc 16,16).
Cristo funda en su Iglesia una sagrada autoridad apostólica con poder para establecer leyes. Confiere a Simón Pedro «las llaves del reino de los cielos» (Mt 16,19), y comunica a él y a todos los Apóstoles (18,18) una fuerza espiritual permanente para atar y desatar (16,19; 18,18; cf. Jn 20,22-23): «todo lo que atareis en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desatareis en la tierra, quedará desatado en el cielo».
El conjunto de la frase es, en todos sus términos, netamente semítico. Las llaves de la casa las tiene el intendente puesto para gobernarla, para abrir o cerrar; en términos judíos, para declarar lo que es lícito o prohibido; para abrir a un hombre las puertas de la casa, de la comunidad, o para expulsarlo de ella. Atar y desatar es una expresión que tiene significados semejantes: indica la autoridad para perdonar sacramentalmente los pecados y el poder espiritual que en el nombre del Señor tienen los Apóstoles para gobernar la Casa de Dios.
Los Apóstoles y sus sucesores, así como sus colaboradores, forman la jerarquía apostólica (hier-archia, es decir, sagrada autoridad). Por eso dice el Vaticano II que los Obispos han recibido una «autoridad y sagrada potestad… que ejercen personalmente en el nombre de Cristo», y que les da «el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado» (LG 27a; cf. 18-25; CD 2; PO 4-6).
La Autoridad apostólica gobierna día a día a los fieles de Cristo, y les da también leyes, normalmente generadas en cánones acordados en Concilios. La autoridad apostólica, es cierto, no juzga la conciencia misma de los fieles (de internis neque Ecclesia iudicat). Pero puede y debe gobernar la comunidad cristiana; así como también puede y debe ejercitar pastoralmente un poder legislativo y judicial. Quiso el Señor que en la Iglesia hubiera leyes, para que ningún cristiano ignorase los caminos de la gracia, ni siquiera aquéllos que, por su gran inmadurez espiritual, no los conocen por la sola luz interior del Espíritu Santo. No hay, pues, contraposición alguna en la Iglesia de Cristo entre ley y gracia, porque la ley eclesial es una gracia del Señor.
Los Apóstoles, desde el principio, ejercieron su autoridad en la Iglesia y establecieron leyes. En Jerusalén se tomaron acuerdos disciplinares obligatorios (Hch 15,22-29). Pedro juzgó a Ananías y Safira, y también a Simón (5,1-11; 8,18-25). Pablo declaró con gran firmeza que tenía autoridad de Cristo para mandar y castigar (1Cor 4,18-21; 2Cor 10,4-8; 13,10; Fil 8). En no pocas ocasiones, los Apóstoles mandaron, juzgaron y castigaron, y llegaron a excomulgar en los casos más graves, cumpliendo así el mandato de Jesús (Mt 16,19; 18,15-18; Jn 20,22-23; Rm 16,17; 1Cor 5,1-13; 2Tes 3,6.14; 1Tim 5,19-20; Tit 3,10; 1Jn 2,1819; 2 Jn 10-11; 3Jn 9s; Apoc 1-3).
San Pablo establece Pastores sagrados con autoridad apostólica en todas las Iglesias que va fundando: «constituyeron presbíteros en cada iglesia por la imposición de las manos, orando y ayunando» (14,23). Y es significativo que, siendo él tan celoso defensor de la libertad personal de los cristianos, «redimidos por Cristo de la maldición de la ley» (Gál 3,13), se muestra igualmente celoso por la observancia de las leyes apostólicas de la Iglesia. El Apóstol, acompañado de sus colaboradores, «atravesando las ciudades, les comunicaba los decretos dados por los apóstoles y presbíteros de Jerusalén, encargándoles que los guardasen» (Hch 16,4).
La Iglesia siempre se ha dado leyes a sí misma. Como dijo Juan Pablo II, refiriéndose al nuevo Código de Derecho Canónico, es un hecho en «la historia ya bimilenaria de la Iglesia la existencia de una ininterrumpida tradición canónica, que viene desde los orígenes de la era cristiana hasta nuestros días, y de la que el Código que acaba de ser promulgado, constituye un nuevo, importante y sabio capítulo» (3-II-1983, 3).
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
22 comentarios
Obedecer conociendo que "la autoridad de Dios es la fuerza providencial amorosa e inteligente, que todo lo acrecienta con su dirección e impulso" y que "produce el bien actuando en colaboración de autoridades humanas", conociendo que de Cristo Rey "proceden ahora todas las autoridades creadas: padres, maestros, gobernantes civiles y, por supuesto, pastores de la Iglesia"... esto sí es posible. Gracias, padre.
Me encantaría que el Señor lo mandara para Sur América, y que ojalá tenga muchos discipulos, pues la fe=verdad entra por los oídos y si se acaban los predicadores como usted, que será de las próximas generaciones.
Seguiré atenta sus próximos artículos, pues es necesario ser un verdadero católico, y sentir HORROR, a lo que estamos viendo y viviendo hoy en día.
Gracias y que Dios lo siga Bendiciendo Grandemente.
Si me permite sólo le haré una pequeña observación.
La palabra "amor" o sus derivados sólo sale una vez en esta frase:
"La autoridad de Dios es la fuerza providencial amorosa e inteligente, que todo lo acrecienta con su dirección e impulso."
Con el evangelio tan precioso que nos tocó ayer domingo en la liturgia del quinto domingo de Pascua, es una lástima no darle más realce en un comentario tan amplio. Los cristianos, ¿no tenemos como primera obligación legal y vital la de proclamar y vivir aquello de "amaros los unos a los otros como yo os he amado"?
Y todo sea dicho sin poner para nada en cuestión la legítima autoridad apostólica que tan bien nos ha ilustrado.
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JMI.- No tiene mayor sentido contraponer hablar de ley y hablar de amor. "Si me amáis, guardaréis mis mandatos". "Si guardáis mis mandatos, permaneceréis en mi amor" (Jn 14,15; 15,10). Cristo los une.
Que dificil es entender esto cuando todo nos impulsa a beber del espiritu de rebeldia que acaba haciendonos esclavos de nuestras pasiones en vez de aportarnos libertad ninguna.
Una cosa le pregunto, padre:
El Código de Derecho Canónico, que los progres piden que sea suprimido, contiene un buen número de leyes para el gobierno de la Iglesia. Sin embargo, vemos que muchas de ellas no son aplicadas para reformar aquellos delitos que atentan contra el bien común de los fieles. ¿Sabe usted de algún texto bíblico, patrístico o de santos y doctores de la Iglesia en el que se aborde cuál es la consecuencia de no aplicar o hacer aplicar las leyes de la Iglesia?
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JMI.- Hay montones. Te remito sólamente al "Sermón sobre los pastores" de San Agustín, que en la Liturgia de las Horas, Oficio de lectura, se reproduce en dos semanas a partir del Domingo XXIV del Tiempo Ordinario. "Hay pastores a quienes les gusta que les llamen pastores, pero que no quieren cumplir con su oficio". Allí trae muchas citas de la Escritura, con hace siempre S. Agustín: perros que no ladran, etc. Y describe la pésimas consecuencias que se siguen del incumplimiento de los deberes del Buen Pastor. Se dispersan las ovejas. Quedan a merced de los lobos. Etc.
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JMI.- ¡Eyyyyyyyyyyy! Si hay algún justo por ahí, que levante el dedo.
Un ejemplo, es NORMAL, entre católicas, esposas y madres, preguntarse: "Te operaste??"....
Bueno Luis Fernando, me consuelo con sus libros y este blog...pero los envidio, pues aqui no he conocido un predicador asi de claro.
Que Dios lo siga bendiciendo grandemente.
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JMI.- Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor. SPablo iba comunicando los decretos dados en el concilio de Jerusalén, encargándoles que los guardasen (Hch 16).
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JMI.- En eso estamos.
Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, igual que yo os he amado, amaos también entre vosotros. En esto conocerán que sois discipulos míos: en que os améis unos a otros (Jn 13, 34-35)
Ya puedo dejarme quemar vivo, que si no tengo amor de nada me sirve (1 Cor 13,3)
Porque el fin de la Ley es el Mesias (Rom 10, 4)
En resumen: Todo lo que queríais que hicienran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos, porque eso significan la Ley y los Profetas (Mt 7, 12)
Que a pesar de eso, cumplais la ley del Reino enunciada en la Escritura: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Sant 2, 8)
El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado: así que el hombre es también señor del sábado (Mc 2, 27-28)
El que quiera subir, sea servidor vuestro y el que quiera ser primero sea escalvo vuestro.Igual que este Hombreno ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos Mt 20 26-28)
Vosotros en cambio no os dejéis llamar "señor mío" pues vuestro maestro es uno solo y vosotros todos sois hermanos; y no os llamaréis "padre"unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo, tampoco dejaréis que os llamen "directores" porque vuestro director es uno solo, el Mesías. El más grande de vosotros será servidor vuestro (Mt 23 8-1)[Jamás entendí porque hacemos caso omiso en nuestra Iglesia a estas últimas palabras de Jesús, en letra y en espíritu]
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JMI.- En estos artículos estoy hablando del valor de las leyes de la Iglesia. Y fundamento ese valor en un montón de citas bíblicas, conciliares, también del Vat.II (y aún seguiré en otros arts.). Es una verdad silenciada, y hay que hacer un esfuerzo muy grande para afirmarla. No tiene mucho sentido que vaya Ud. acompañando este esfuerzo, a la contra, acentuando la primacía de la caridad: eso ya lo sabemos. Lo que es urgente es afirmar que la caridad eclesial lleva a cumplir las leyes de Cristo y de la Iglesia. Por otra parte, cuando hablo de la ley estoy hablando de la ley, de su valor, de su necesidad, exponiendo la doctrina de la Iglesia. Y cuando hablo de la gracia (61-75¡¡quince artículos!!) hablo de la gracia: de su primacía, de los errores contrarios, etc.
Después de leer los comentarios de muchos de los asiduos a su blog no tengo claro que tengamos tan claro la primacía del amor.
Desde Viña del Mar, Chile, un saludo afectuoso, soy un devoto de sus escritos, qué lástima que no hayan más sacerdotes como usted. Gracias por lo que hace. Si le parece me gustaría tener la forma de contactarlo más personalmente, hay tantas dudas que aclarar. La apostasía y la confusión de hoy hace zozobrar hasta las almas más fuertes.
Viva Cristo Rey
Es el maniqueísmo, el gnosticismo en general, el que dice que la ley es mala. Decir eso no es cristiano. Tampoco es cristiano, sino maniqueo contraponer ley y amor, ley y gracia, justicia y caridad. Contraponer a un Dios justo y a un Dios misericordioso. Contraponer o separar el Antiguo Testamento y el Nuevo.
Los que dicen que poseen la justicia y por eso ya no necesitan leyes ni obedecer a las autoridades recuerdan a aquellas pobres monjas jansenistas de Port Royal que eran puras como los ángeles y orgullosas como los demonios.
Saludos cordiales
Mis comentarios son simplemente citas del Nuevo Testamento, en ningún momento niego la capacidad de hablar sobre la Verdad, no sé a quiénes te refieres cuando dices "los que piensan como yo", supongo que ningún cristiano puede estar en desacuerdo con las citas que propongo (son del Nuevo Testamento, repito). No soy más caritativo que nadie, ni lo he dicho en ningún momento, estamos hablando aquí sobre la ley de Cristo y estoy simplemente exponiendo literalmente, ni siquiera comentando, lo que dice Cristo sobre el contenido de su mandamiento:
Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado.(Jn 15, 9-10)
Aunque usted está muuuucho más formado , no hay más que ver en cómo escribimos cada uno, a veces, no hacen falta conocimientos para discernir lo que alguien insinúa.
Por eso le contesto aprovechando unas palabras del Padre Iraburu, tomadas de artículos anteriores,
"En sus comentarios, Antonio, tenemos un ejemplo de la dialéctica de los contrarios. Según ella, para mejor conocer la verdad, hay que enfrentar extremos aparentemente contrapuestos, para optar por uno, rechazando el otro. No es el et-et, sino el aut-aut. "
Querida Clara,
Sinceramente, escribes muy bien, con mucha claridad y es de agradecer. Pero en este caso no estoy utilizando la dialectica de los contrarios, no se trata de elegir entre ley y amor, se trata simplemente de mostrar el contendio de la Ley de Jesus. Y lo propio de la Ley de Jesus es el amor. Dice San Juan en el hermosísimo prólogo a su Evangelio: "Porque la Ley se dio por medio de Moisés, el amor y la lealtad se hicieron realidad en Jesús el Mesías" (Jn 1, 17). Jesús no se opone a la ley: "No penséis que he venido a derogar la Ley o los Profetas" (Mt 5, 17) Pero la ley, en Él y por Él, cobra una nueva dimensión, esencial, que da luz a todo mandamiento: el amor.
"- Maestro,¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Él le conestó:
- "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente". Este es el mandamiento principal y el primero, pero hay un segundo no menos importante. "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". De estos dos mandamientos pende la Ley entera y los profetas." (Mt 22, 36-40)
Querida Clara,
Veo que tiene una gran afición a sobreentender.
1 Cor 1, 12-13 :Me refiero a eso que cada uno por vuestro lado andáis diciendo: "Yo estoy con Pablo, yo con Apolo, yo con Pedro, yo con Cristo" ¿Está el Mesías dado en exclusiva?"
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