El Concilio Vaticano II y el diálogo ecuménico: ¿renovación o ruptura? –1
La presente ponencia constará de tres partes principales: primero, una introducción algo extensa acerca del Concilio Vaticano II en general (apartados 1-9); segundo, una presentación de algunas enseñanzas fundamentales del Vaticano II acerca del ecumenismo, en la perspectiva de la “hermenéutica de la reforma” (apartado 10); y tercero, algunas consideraciones sobre el camino hacia la restauración de la unidad entre todos los cristianos y sobre el futuro de la Iglesia (apartados 11-12).
1. El objetivo principal del Concilio según Juan XXIII
El 11 de octubre de 1962, en el discurso inaugural del Concilio Vaticano II, el Beato Papa Juan XXIII afirmó que: “El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz.”
Casi enseguida, agregó que: “para que tal doctrina alcance a las múltiples estructuras de la actividad humana…, ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico.”
Más adelante, Juan XXIII habló sobre la modalidad actual en la difusión de la doctrina sagrada. Citaré esa sección del discurso en forma resumida: “El Concilio Ecuménico XXI… quiere transmitir pura e íntegra, sin atenuaciones ni deformaciones, la doctrina que durante veinte siglos, a pesar de dificultades y de luchas, se ha convertido en patrimonio común de los hombres… Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro…, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que desde hace veinte siglos recorre la Iglesia… De la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y precisión, tal como resplandecen principalmente en las actas conciliares de Trento y del Vaticano I, el espíritu cristiano y católico del mundo entero espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la sustancia de la antigua doctrina, del depositum fidei, y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta –con paciencia, si necesario fuese– ateniéndose a las normas y exigencias de un magisterio de carácter predominantemente pastoral.” (1)
2. Los cuatro fines principales del Concilio según Pablo VI
El 29 de septiembre de 1963, el sucesor de Juan XXIII (el Venerable Papa Pablo VI) presidió el inicio de la segunda sesión del Concilio Vaticano II. En su discurso de ese día a la asamblea conciliar, Pablo VI desarrolló más el tema del objetivo del Concilio, asignando a éste cuatro fines principales: “la noción, o, si se prefiere, la conciencia de la Iglesia, su renovación, el restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos, y el diálogo de la Iglesia con los hombres de nuestra época.”
Esta cita se basa en la traducción del P. Cándido Pozo SJ, quien enseguida comenta que “es claro que en la mente del Papa estos fines se conciben con un evidente sentido de subordinación.” (2).
3. La llamada “semana negra” del Concilio
No voy a hacer una crónica del Concilio Vaticano II, pero me detendré un poco a analizar los acontecimientos de la última semana de su tercer período. Esa semana estuvo caracterizada por cuatro intervenciones del Papa Pablo VI adversas a las perspectivas de los católicos “progresistas”. Ese ejercicio concreto del primado papal disgustó tanto a estos últimos que bautizaron a esa semana como “la semana negra del Concilio”.
• El 16 de noviembre de 1964 se anunció que por orden del Papa se había introducido en la constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium = LG) una Nota Explicativa Previa. Esta Nota afirma muy claramente el primado papal y evita cualquier posible interpretación conciliarista de la doctrina del Concilio sobre la colegialidad episcopal.
• El 19 de noviembre se entregó a la asamblea conciliar el texto final del decreto sobre el ecumenismo (Unitatis Redintegratio = UR), incluyendo 19 enmiendas dispuestas por Pablo VI a fin de precisar mejor su sentido y evitar posibles interpretaciones erróneas de su doctrina. No he podido encontrar los textos de esas enmiendas, pero no me sorprendería que algunas de ellas se refirieran a algunos de los cuatro textos del decreto Unitatis Redintegratio que citaré hacia el final de esta ponencia.
• El 20 de noviembre el Papa pospuso la votación del decreto sobre la libertad religiosa para el cuarto (y a la postre último) período del Concilio.
• El 21 de noviembre, en su discurso de clausura del tercer período, el Papa proclamó a María “Madre de la Iglesia”. Ese mismo día fue aprobado por amplísima mayoría el texto final del decreto Unitatis Redintegratio, con las enmiendas papales.
Para conocer una visión “progresista” típica de estos sucesos, véase por ejemplo: F. Javier Elizari, redentorista, Curso AyC sobre el Concilio Vaticano II. Lección 9. Período con muchas alegrías y un susto final. Tercer período conciliar: (14.9. a 21.11.1964), en:
http://www.acogerycompartir.org/Formacion/VaticanoII/09.html
Subrayo un dato aportado por F. Javier Elizari: según el P. Yves Congar (famoso teólogo “progresista”) el decreto sobre el ecumenismo “perdió su virginidad” debido a las enmiendas de Pablo VI. A mi juicio, este muy desafortunado comentario de Congar demuestra que “el complejo antirromano” ya era fuerte entre los “progresistas” en tiempos del Concilio.
4. San José en el Canon Romano
En este punto puede ser oportuno realizar un flashback. En 1962, durante la primera sesión del Concilio Vaticano II, el Papa Juan XXIII dispuso la inserción del nombre de San José en el Canon Romano de la Misa, lo cual desató inesperadamente un vendaval de críticas de parte del sector “progresista” de la Iglesia, que empezaba a tomar fuerza por ese entonces. Algunas de esas críticas apuntaban a una cuestión de forma: se entendía que, en pleno Concilio Ecuménico, no era conveniente que el Papa tomara una decisión de ese tipo por motu proprio, sin consultar al Concilio. No es muy aventurado ver en este episodio y en los choques de la “semana negra” del Concilio sendos frutos del “espíritu conciliarista” que estaba germinando en algunos sectores eclesiales. La vieja herejía conciliarista consiste en sostener que la autoridad máxima en la Iglesia no es el Papa, sino el Concilio. El nuevo “espíritu conciliarista” tendía a dar una importancia exagerada al colegio de los obispos en detrimento del primado del Papa. Gestos desconsiderados hacia la autoridad papal, como el que estamos comentando, causaron más de un disgusto al “Papa bueno”.
Sin embargo, otras críticas emitidas con ocasión de la mencionada resolución de Juan XXIII se referían a su contenido: la devoción a San José. El mismo Yves Congar, uno de los teólogos más influyentes de esa época, alertó contra el peligro de que la devoción a San José llevara a la piedad cristiana a un indebido apartamiento del cristo-centrismo. Sobre este tema Congar escribió entre otras cosas lo siguiente: “Nosotros mismos hemos sido educados en esta devoción [a San José]. No hemos renegado de nada. Sin embargo, para ella como para tantas cosas, “quando factus sum vir, evacuavi quae erant parvuli”, convertido en hombre, he eliminado lo que era pueril (1 Cor 12,11). Este pasaje de lo infantil al carácter adulto ha representado sobre todo para nosotros un pasaje del sentimiento puro, bastante humano, a un sentido de la economía salvífica alimentado de la Sagrada Escritura.” (3)
Pienso que Congar, desde una pretendida “fe adulta”, insinúa aquí una actitud de desdén por la religiosidad popular. Lamentablemente, esa actitud se difundió mucho entre los intelectuales católicos “progresistas” en los años sesenta y setenta del siglo pasado, y generó una especie de brecha (o fosa) entre la religiosidad de la mayor parte del pueblo católico y la de buena parte de sus pastores. Causa perplejidad que a menudo los mismos católicos que eran reacios a denunciar explícita y enérgicamente los peligros del marxismo (por ejemplo), denunciaran con tanta preocupación los peligros existentes en torno a nada menos que… ¡la devoción a San José! ¡Tanto irenismo en la “apertura al mundo” y tanta beligerancia al interior de la Iglesia! No parece que la devoción a San José pueda dar mucho pie a desviaciones graves. Más bien los pastores de la Iglesia deberían preocuparse hoy por la falta de toda devoción en gran parte del pueblo católico. Alguien ha escrito que, desde el punto de vista de la evangelización, la gran tarea de nuestra época se asemeja mucho más a irrigar desiertos que a podar selvas. El influjo secularizante de la teología “progresista” ha contribuido bastante a esta situación.
5. Breve presentación de la obra del Concilio
En poco más de tres años (de 1962 a 1965) el Concilio Vaticano II produjo dieciséis documentos: cuatro Constituciones, nueve Decretos y tres Declaraciones, que en la edición de la BAC ocupan más de 600 páginas; un caso único, por su gran volumen, en la historia de los Concilios Ecuménicos. Cándido Pozo sistematizó esos documentos en torno a los cuatro fines principales del Concilio señalados por Pablo VI (4):
• Al primer fin (la noción de la Iglesia) le corresponde la constitución dogmática sobre la Iglesia.
• Al segundo fin (la renovación de la Iglesia) le corresponden la constitución sobre la sagrada liturgia y los decretos sobre la actividad misionera, sobre el oficio pastoral de los obispos, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, sobre la formación sacerdotal, sobre el apostolado de los seglares, sobre la educación cristiana, sobre la renovación de la vida religiosa y sobre las Iglesias orientales católicas.
• Al tercer fin (el restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos) le corresponde el decreto sobre el ecumenismo.
• Al cuarto fin (el diálogo de la Iglesia con los hombres de nuestra época) le corresponden la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, las declaraciones sobre la libertad religiosa y sobre las religiones no cristianas y el decreto sobre los medios de comunicación social.
• En este esquema, la constitución dogmática sobre la divina revelación puede ser vista como un preámbulo a toda la obra del Concilio, o como su premisa previa.
Cumpliendo el objetivo expresado por Juan XXIII en su citado discurso de apertura, el Concilio Vaticano II renovó las formas de expresión de la doctrina católica, manteniéndose fiel al depósito de la fe, profundizó en algunos puntos de esa doctrina y decidió algunas cuestiones disputadas, constituyéndose así en un claro y notable ejemplo de desarrollo auténtico de la doctrina cristiana. En suma, el Vaticano II realizó una obra magnífica, de gran riqueza doctrinal y pastoral, que fue y sigue siendo un punto de referencia fundamental para toda la Iglesia en el período posterior. (Continuará).
Daniel Iglesias Grèzes
Notas
1) Papa Juan XXIII, Discurso en la Solemne Apertura del Concilio Vaticano II, Jueves 11 de octubre de 1962, http://www.vatican.va/holy_father/john_xxiii/speeches/1962/documents/hf_j-xxiii_spe_19621011_opening-council_sp.html
2) Cándido Pozo SI, Visión de conjunto de la obra del Concilio, en: Documentos del Vaticano II, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1986, p. XV. Lamentablemente, en el sitio de la Santa Sede este discurso de Pablo VI está disponible sólo en italiano, latín y portugués. Véase: http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/speeches/1963/documents/hf_p-vi_spe_19630929_concilio-vaticano-ii_it.html, punto 3.7.
3) Yves M.-J. Congar op, Vatican II. Le Concile au jour le jour, Éditions du Cerf, Paris 1963, pp. 122-125 (capítulo titulado “A propósito de la devoción a San José”). La traducción al español es mía.
4) Cf. Cándido Pozo SI, o. c., pp. XX-XXI.
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3 comentarios
El decreto es validísimo. Pero su eficacia...
De hecho, no sólo no hay acuerdos ecuménicos doctrinales que sean francamente asumidos por los mismos interlocutores que los establecen, sino que a veces ni siquiera hay interlocutores representativos. A medida que vamos hacia la periferia del cristianismo, el diálogo se enrarece. Es la marca del pecado de soberbia.
Lo único en lo que podemos comulgar efectivamente es en la acción. Pero también podemos hacerlo con los incrédulos y francamente ateos. Lo que indica que es un terreno en que lo característicamente cristiano es prescindible.
Soy pesimista respecto a nuestros esfuerzos humanos por el ecumenismo.
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DIG: En este asunto no cuentan sólo los esfuerzos humanos, sino también la gracia de Dios. Debemos tener esperanza. Los frutos a veces demoran pero llegan. Véase por ejemplo el caso de los anglocatólicos que se han incorporado a la Iglesia Católica manteniendo en gran parte su configuración comunitaria.
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