Los milagros de Jesús (5)

10. Visión cristocéntrica de los milagros

Lo que caracteriza al estudio de los milagros de Jesús en la teología actual es la preocupación por vincularlos a la persona de Cristo. Del siglo XIX al siglo XX se pasó de una perspectiva de objeto a una perspectiva de sujeto, de persona. Antes del Concilio Vaticano II, los milagros y las profecías de Cristo, los profetas y los apóstoles eran considerados como pruebas externas aptas para establecer sólidamente el origen divino de la religión cristiana (cf. Pío IX, encíclica Qui Pluribus, DS 2779, FIC 18; Concilio Vaticano I, DS 3009.3033-3034, FIC 46.54-55; Juramento antimodernista, DS 3539, FIC 78; Pío XII, encíclica Humani Generis, DS 3876, FIC 92).

El Concilio Vaticano II personalizó la revelación y la presentación de los signos. La constitución dogmática Dei Verbum relaciona decididamente los signos con la persona de Cristo, presentando a Cristo a la vez como la plenitud de la revelación y como el signo por excelencia de la misma: el signo que manifiesta a Dios y se atestigua como Dios entre nosotros.

“Por tanto, es Él -verlo a Él es ver al Padre (cf. Juan 14,9)- el que, por toda su presencia y por la manifestación que hace de sí mismo, por sus palabras y sus obras, por sus signos y sus milagros, y más particularmente por su muerte y su gloriosa resurrección de entre los muertos, y finalmente por el envío del Espíritu de verdad, da a la revelación su pleno cumplimiento y la confirmación de un testimonio divino atestiguando que Dios mismo está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y resucitarnos a la vida eterna” (Dei Verbum, n. 4a).

Los milagros de Jesús son la irradiación multiforme de la epifanía del Hijo de Dios entre los hombres. Cristo mismo, por entero, es el signo enigmático que pide ser descifrado, el signo único y total de credibilidad. Él es el signo primero que incluye y fundamenta todos los demás. Los milagros de Jesús se presentan como una irradiación de su ser y plantean la cuestión de su identidad: “¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar lo obedecen?” (Marcos 4,41; cf. Mateo 8,27; Lucas 8,25).

El Concilio Vaticano II presenta también a los milagros de Jesús como un anuncio de la llegada del Reino de Dios que se manifiesta en la persona de Jesucristo:

“El Señor Jesús dio origen a su Iglesia predicando la buena nueva, la llegada del reino prometido desde hacía siglos en las Escrituras… Este reino brilla a los ojos de los hombres en la palabra, las obras y la presencia de Cristo… Los milagros de Jesús atestiguan igualmente que el reino ha venido ya a la tierra: `Si por el dedo de Dios expulso los demonios, entonces es que el reino de Dios ha llegado entre vosotros´ (Lucas 11,20; Mateo 12,28). Sin embargo, el reino se manifiesta ante todo en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo de hombre, que ha venido a salvar y a dar su vida como rescate de muchos (Marcos 10,45)” (Lumen Gentium, n. 5).

“Cristo recorría todas las ciudades y aldeas, curando todas las enfermedades y debilidades, como signo de la llegada del reino de Dios” (Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Ad Gentes, n. 2).

El Vaticano II subraya que, si bien Dios ha multiplicado los indicios de su intervención en la historia, ha dejado al hombre en libertad de responder al mensaje y los signos de la salvación. Los signos no son constrictivos; son dones y ayudas de Dios que solicitan y sostienen al hombre en su libre decisión de fe:

“Cristo… invitó y atrajo a los discípulos con paciencia. Apoyó y confirmó ciertamente su predicación por medio de milagros, pero era para suscitar y robustecer la fe de sus oyentes, no para ejercer sobre ellos una constricción” (Dignitatis Humanae, n. 11).

Este texto remite al siguiente: “El diálogo de la salvación no obliga a nadie a acogerlo; fue una formidable petición de amor que, si constituyó una tremenda responsabilidad para aquellos a los que iba dirigida, los dejó sin embargo libres para corresponder o para negarse a ella” (Pablo VI, encíclica Ecclesiam Suam, AAS 56 (1964) 642).

Los milagros de Jesús son el lugar privilegiado de toda teología del milagro, ya que son los arquetipos de todo milagro verdadero: los del Antiguo Testamento, los de la vida de los santos y los de la Iglesia universal.

En el Antiguo Testamento, el milagro es un signo de la presencia salvífica del Dios omnipotente de la Alianza, hecho en favor su pueblo o en circunstancias particulares. El primer milagro es la Creación y el milagro fundamental es el Éxodo. El milagro posee un cierto valor jurídico, pues es la “carta credencial” de los enviados de Dios. Miqueas 7,15 anuncia los milagros de los tiempos mesiánicos, los cuales son por excelencia tiempos de milagros y prodigios. Se esperaba del Mesías que hiciera signos y prodigios; así el pueblo podría entender que había llegado cierta y definitivamente la aurora de los tiempos mesiánicos.

El milagro evangélico tiene un aspecto apologético que precede a la fe y un aspecto teológico que sigue a la fe. Los dos aspectos son mostrados claramente por los siete signos narrados en el evangelio de Juan. Si Jesús resucita un muerto es porque Él es la Resurrección y la Vida; si da de comer a la muchedumbre es porque Él es verdadero alimento; si da la vista a un ciego es porque Él es la luz del mundo (cf. C. González, Él es nuestra salvación, pp. 132-133; X. Léon-Dufour, o.c., pp. 272-273).

Siguiendo la doctrina expuesta en Dei Verbum n. 4a, podemos atribuir a los milagros una doble función: la de testimoniar y revelar. Por una parte, los milagros manifiestan la verdad de la revelación de Cristo. Por otra parte, los milagros son expresión de la revelación igual que las palabras de Cristo. No es menos importante conocer los milagros de Jesús que sus palabras. Conviene recordar aquí esta frase de Blaise Pascal: “Los milagros disciernen la doctrina, y la doctrina discierne los milagros” (Pensamientos, n. 749).

11. El milagro como testimonio

El milagro garantiza la autenticidad de la revelación de Cristo con el poder infinito y la autoridad de Dios. Este testimonio divino interpela al hombre, invitándolo a responder a Dios por medio de la fe. Jesucristo confirma su doctrina por medio de prodigios y signos que disponen al alma a la escucha de la buena nueva y son llamamientos a la comunión con Dios y al seguimiento de Jesús. Los milagros que Jesús realiza en su nombre propio son signos de misión divina: atestiguan que Cristo es un enviado de Dios y, más aún, la verdad de su condición de Hijo enviado por el Padre. Son testimonios del Espíritu de Dios, que lo revelan y acreditan como Hijo de Dios, Dios-entre-nosotros (cf. Juan 2,23; 3,2; 7,31).

Si Jesús es el Hijo de Dios, los signos que permiten identificarlo como tal tienen que aparecer como una irrupción de Dios en la historia de los hombres. La soberanía, santidad y sabiduría de Dios hacen estallar nuestras categorías. Los signos de la gloria de Jesús son signos de poder, santidad y sabiduría. La resurrección es el signo de los signos, el signo supremo.

Desarrollaré la dimensión jurídica del milagro siguiendo la doctrina expuesta por Santo Tomás de Aquino (cf. Suma Teológica, III, qq. 43-44).

El milagro tiene dos finalidades: el testimonio de la doctrina y de la persona. Cristo hizo milagros para confirmación de su doctrina y para manifestación del poder divino que en Él había (cf. Gálatas 3,5; Juan 5,36; 10,38; 1 Corintios 14,22).

La naturaleza divina resplandece en los milagros, pero en comunicación con la naturaleza humana, instrumento de la acción divina (cf. Papa San León, Epístola a Flaviano, DS 294, FIC 287).

Los milagros de Cristo fueron suficientes para demostrar su divinidad bajo tres aspectos:
• por la especie de las obras (cf. Juan 9,32-33; 15,24).
• por el modo de hacer los milagros (cf. Lucas 6,19; Mateo 8,16; Juan 5,19-21).
• por la misma doctrina en que se declaraba Dios (cf. Marcos 1,27).

Cristo hizo los milagros con poder divino (cf. Juan 14,10). El poder divino obraba en Cristo según era necesario para la salud humana. Los milagros de Jesús se ordenaban a manifestar su divinidad para la gloria de Dios y para la salud de los hombres, sobre todo la salud del alma (cf. Juan 12,31; Marcos 7,37).

Cristo vino a salvar al mundo con el poder de su divinidad y por el misterio de su encarnación. Curando milagrosamente a los hombres, Cristo se mostró como Salvador universal y espiritual de todos los hombres.

12. Conclusiones

La aplicación de los criterios de autenticidad histórica a los relatos de milagros de Jesús permite concluir que dichos relatos tienen valor histórico. El sentido de los relatos evangélicos de milagros es prepascual y procede del mismo Jesús. Los milagros son signos visibles del Reino de Dios que se hace presente en Jesucristo y son llamadas a la fe en Él y a la conversión, condiciones indispensables para acceder al Reino.

Los seis relatos evangélicos de la multiplicación de los panes narran un único milagro de Jesús, realmente acontecido. Jesús sintió compasión de la multitud hambrienta en el desierto y la alimentó por medio de un milagro que es figura del banquete mesiánico anunciado por los profetas, cuyo cumplimiento pleno ocurrió en la Última Cena. En la multiplicación de los panes Jesús rechazó la tentación de convertirse en un rey mundano, provocando así la decepción de la gente, que malinterpretó su signo viendo en él sólo un prodigio espectacular y la oportunidad de satisfacer sus necesidades materiales. El pan multiplicado por Jesús prefigura el sacramento de la eucaristía, incluso en su abundancia. Jesús es el verdadero pan de vida bajado del cielo que el Padre nos da a comer para que tengamos vida eterna. Ese pan vivo es su carne (cuerpo) entregada en la cruz para la salvación del mundo.

13. Bibliografía consultada

• Biblia de Jerusalén, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1992.
• Documentos del Vaticano II, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1986.
• Catecismo de la Iglesia Católica, Editorial Lumen, Montevideo, 1992.
• Collantes, Justo - La Fe de la Iglesia Católica. Las ideas y los hombres en los documentos doctrinales del Magisterio, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1986. (Simbolizado por la sigla FIC).
• Denzinger, H. – Schönmetzer, A. (eds.) - Enchiridium Symbolorum, Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum. (Simbolizado por la sigla DS).

• Arias Reyero, Maximino - El Dios de nuestra Fe. Dios uno y Trino, CELAM, Bogotá, 1991.
• Barbaglio, G.-Dianich, S. (eds.) - Nuevo Diccionario de Teología, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1982.
• Duquoc, Christian - Cristología. Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret el Mesías, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1981.
• González, Carlos Ignacio - Él es nuestra Salvación. Cristología y Soteriología, CELAM, Bogotá, 1986.
• Latourelle, René - Milagros de Jesús y Teología del Milagro, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1990.
• Leal, Juan - Sinopsis Concordada de los Cuatro Evangelios, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1954.
• Léon-Dufour, Xavier - Los evangelios y la historia de Jesús, Editorial Estela, Barcelona, 1967.
• Léon-Dufour, Xavier (ed.) - Los milagros de Jesús según el Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1979.
• Pascal, Blaise – Pensamientos, Ediciones Orbis, Barcelona, 1984.
• Ruiz Arenas, Octavio - Jesús, Epifanía del amor del Padre. Teología de la Revelación, CELAM, Bogotá, 1987.
• Tomás de Aquino, Santo - Suma Teológica, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1955.

Daniel Iglesias Grèzes

2 comentarios

  
Koko
Muy bueno tu obra sobre apologética. Pero sería bueno que aportarás algo nuevo con respecto a tu libro.
04/02/11 6:31 PM
  
Galeno Zalán
El más espectacular, dramático y apantallador milagro de Cristo es la resurrección de Lázaro pero hay algo que nos lleva a negar nuestro asentimiento al tal milagro y es el problema de cómo vamos a creer que solamente Juan tenía buena memoria y que Mateo, Lucas, y Marcos que se dedicaron a escribir la vida y milagros de Jesús sean unos desmemoriados que olvidaron el más espectacular, dramático y apantallador milagro de Cristo: la resurrección de Lázaro?

¿Por qué Mateo, Lucas, y Marcos reseñaron sólo “milagritos” y callaron este “MILAGROTE”? ¿No se le ha ocurrido pensar que si los antedichos no escribieron nada del milagro es porque jamás oyeron hablar de él, y si nunca escucharon palabra del prodigio fue porque nunca ocurrió?

Así por el estilo andan todos los demás "milagros" de Jesús

A estas alturas nadie medianamente culto puede negar que el Nuevo Testamento adolezca de errores accidentales e interpolaciones fraudulentas. El doctor John Mill logró reunir una colección de un centenar de manuscritos del Nuevo Testamento en lengua griega, los cotejó unos con otros y también los contrastó con los escritos de los Primeros Padres de la Iglesia y encontró más de 30,000 diferencias, algunas pequeñas y sin importancia como el cambio de unas palabras por otras, pero había otras diferencias que sí eran importantes.

Ahora se conocen más de 5,700 manuscritos en griego del Nuevo Testamento. La “historia” de la mujer adúltera salvada por Jesús de ser lapidada, a pesar de ser una de las más conocidas por su dramatismo, no aparece en tales documentos. Hace 300 años no se conocía, fue incorporada al evangelio de Juan (8:1–11) gracias a un manuscrito encontrado entre los papeles de Erasmo de Rotterdam y fue incluida en las nuevas ediciones de la Biblia.



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DIG: Estimado Galeno:

Los evangelios sinópticos no narran la resurrección de Lázaro, pero narran otras dos resurrecciones de Jesús: la del hijo de la viuda de Naín y la de la hija de Jairo. De modo que su argumento no se sostiene. Jesús hizo muchos milagros y ningún evangelista intentó narrarlos todos. Juan incluso escribió qué narrar todas las cosas que dijo e hizo Jesús habría sido imposible.

En cuanto a la afirmación de que el relato de Juan 8,1-11 era desconocido hasta hace 300 años, es un error tan burdo que apenas merece la pena detenerse a desmentirlo. Pero por si acaso me tomo la molestia de mencionar que el pasaje figura en el Código Bezae (o Codex D) del año 400; y que San Jerónimo (de esa misma época) menciona que ese pasaje figura en muchos manuscritos latinos y griegos del Nuevo Testamento.

20/04/11 3:19 AM

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