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3.06.16

El cardenal Cañizares y la intolerancia

Parece que si un obispo habla y dice lo que, en conformidad con el patrimonio doctrinal y moral de la Iglesia, puede y debe decir, se arma la marimorena. Y suelen ser los mayores defensores de la diversidad, de la tolerancia y de la inclusión los que menos soportan la discrepancia. No están dispuestos a que nadie los contradiga.

Como saben que no tienen razón – en el fondo de sí mismos quizá sepan que están equivocados  – , no les queda otro recurso que el de la presión y el de la fuerza, el de la amenaza y el de la condena a la muerte (de momento, civil) de quien no esté dispuesto a comulgar con ruedas de molino. El recurso al ruido y a los gritos. El recurso a la confusión.

No hace falta ser obispo ni cardenal para tener muchas reservas, hasta para oponerse, a lo que uno ve, en conciencia, que atenta contra las exigencias éticas fundamentales y, por consiguiente, contra el bien integral de la persona.

No hace falta ser obispo ni cardenal para tener muchas reservas, hasta el punto de oponerse a leyes civiles que permitan el aborto o la eutanasia. Incluso los países menos totalitarios prevén la objeción de conciencia para los profesionales que pudiesen verse implicados, sin su deseo, en ese tipo de “prestaciones”.

No hace falta ser obispo ni cardenal para tener muchas reservas, hasta oponerse a leyes que no protejan ni respeten los derechos del embrión humano. Y los países menos totalitarios no obligarán, por ejemplo, a los médicos a practicar todo tipo de experimentos con embriones, aunque estos experimentos estén aprobados por las leyes civiles.

Lo mismo vale con relación al matrimonio y a la familia. Es perfectamente legítimo pensar y defender públicamente en un Estado no totalitario lo que uno considera que es verdad: por ejemplo, a la familia, basada en el matrimonio monogámico entre hombre y mujer, o la libertad de los padres en la educación de sus hijos.

También es perfectamente legítimo defender, en un Estado no totalitario, que el ser varón o mujer forma parte de la naturaleza humana, sin que quepa reducir la diferenciación sexual a una especie de opción de la libertad que haga abstracción de lo que somos por nacimiento.

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