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14.04.15

En defensa del Papa: la denuncia de las sangrientas masacres

El pasado domingo, II de Pascua, el papa Francisco celebró la Santa Misa para los fieles de rito armenio. En el saludo al comienzo de esa celebración pronunció unas palabras que han desatado la ira del Gobierno turco.

 

Conviene situar exactamente en su contexto lo que ha dicho el papa: “En varias ocasiones he definido este tiempo como un tiempo de guerra, como una tercera guerra mundial ‘por partes’, en la que asistimos cotidianamente a crímenes atroces, a sangrientas masacres y a la locura de la destrucción. Desgraciadamente todavía hoy oímos el grito angustiado y desamparado de muchos hermanos y hermanas indefensos, que a causa de su fe en Cristo o de su etnia son pública y cruelmente asesinados –decapitados, crucificados, quemados vivos – , o bien obligados a abandonar su tierra”.

 

Este contexto es, sin más, la actualidad, el momento presente. No cabe parapetarse tras una discusión semántica a la hora de reflejar lo que nos toca vivir – aunque no a todos con el mismo nivel de dolor - : crímenes atroces, sangrientas masacres y la locura de la destrucción.

 

¿Alguien sensato puede negar estos hechos? ¿Alguien veraz puede negar que, ahora, muchos cristianos – no sólo, pero también los cristianos – “son pública y cruelmente asesinados –decapitados, crucificados, quemados vivos – , o bien obligados a abandonar su tierra”?

 

Yo creo que el Papa dice en voz alta lo que todos vemos, aunque no siempre se diga, quizá por razones “diplomáticas” o de corrección política. Y este estado de la cuestión lleva a pensar, muy justificadamente, que no acabamos de aprender de los excesos y errores del pasado. Incluso de los excesos y errores de un pasado muy reciente: la persecución de los armenios y de otros cristianos orientales; las masacres causadas por el nazismo; y las causadas por el estalinismo.

 

Pero estas tres no han sido las únicas que han teñido de sangre el ayer, casi el hoy: “ha habido otros exterminios masivos, como los de Camboya, Ruanda, Burundi, Bosnia”.

 

¿Es un consuelo sustituir la palabra “genocidio” por la expresión “exterminio masivo”? Quizá en la semántica abstracta sí. En la realidad, no. Y una semántica alejada de la realidad es una especie de ídolo engañoso.

 

El Papa se dirige a los armenios, pero se dirige a la humanidad en su conjunto: “Da la impresión de que la familia humana no quiere aprender de sus errores, causados por la ley del terror; y así aún hoy hay quien intenta acabar con sus semejantes, con la colaboración de algunos y con el silencio cómplice de otros que se convierten en espectadores”.

 

¿Es que no es verdad? ¿Es que alguien puede negarlo? Parece evidente que no.

 

A mí me extraña que el Gobierno de Turquía se consuele diciendo que el daño que el Imperio Otomano, por acción u omisión, causó a los armenios podría ser considerado una sangrienta masacre, pero jamás puede ser considerado un genocidio. Bueno, por las palabras, sólo por las palabras, no se discute – ya que no somos, al menos yo no lo soy – nominalistas.

 

Pero el Papa, en esas palabras de saludo, no ha pretendido ejercer como historiador. Sí como Papa, como pastor de la Iglesia universal, como un vigilante que, ante los sinsentidos de hoy, advierte al mundo, diciendo: ¡Basta ya! ¡Aprendamos del pasado!

 

Y sí, ha usado la palabra genocidio. Pero lo ha hecho citando a San Juan Pablo II, quien, en una declaración común con Karekin II, Patriarca supremo y Catholicós de todos los armenios, dijo, en Echmiadzin el 27 de setiembre de 2001: “El exterminio de un millón y medio de cristianos armenios, en lo que se considera generalmente como el primer genocidio del siglo XX, y la siguiente aniquilación de miles bajo el antiguo régimen totalitario, son tragedias que todavía perduran en la memoria de la generación actual”.

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Dios y el otorrino

Dicen que se le atribuye a una persona, o “personaje”, con cierta repercusión política y mediática, la siguiente frase: “Francisco está llevando a Dios al otorrino”.

 

No sé exactamente qué es lo que ha querido decir ese individuo con tal sentencia, si es que la ha dicho, pero, en sí misma, la frase que le atribuyen es un despropósito. No veo yo al papa como una especie de técnico de urgencias que haya de conducir a Dios a una consulta, para que revisen – en la divinidad – el oído, la nariz o la laringe.

 

Podríamos pensar que no se refiere la sentencia desafortunada a la esencia de Dios, sino a la humanidad de Cristo. Pero ni así. Jesucristo, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, y hombre perfecto. No hay señales, si uno lee el Evangelio, de que tuviese problemas para oír o para hablar.

 

Hay un texto del libro de la Sabiduría que, refiriéndose al Espíritu de Dios, dice: “Pues el espíritu del Señor llena la tierra, todo lo abarca y conoce cada sonido” (Sab 1,7). En alguna otra traducción se lee: “no ignora ningún sonido”.

 

Yo creo que el problema no radica en que Dios esté “sordo”, que no lo está. Nosotros sí podemos estarlo, y no me refiero a la sordera física, sino a la sordera espiritual. Y, en consecuencia, no hace falta que nadie, ni siquiera el papa, intente solucionar la presunta sordera de Dios.

 

Más bien, nuestro deseo ha de ser el de poder escuchar con más claridad lo que Dios no deja de decirnos: en la creación y en su Hijo, la Palabra encarnada. El Espíritu Santo, que nos capacita para ser hombres auténticamente espirituales – es decir, atentos a Dios y a su Palabra –,  nos permitirá la sintonía necesaria para que esa escucha no sea una tarea imposible.

 

Mal empezamos si partimos de que Dios ni oye ni habla. Esa toma de partida, por más atribuciones indebidas que le “reconozca” al papa, es una base equivocada. No hace justicia a Dios ni hace justicia al papa.

 

No somos nosotros los que modulamos la sinfonía que permite la concordancia entre nuestra respuesta a Dios y la Palabra que procede de Él. No somos nosotros los que “desatascamos” los oídos de Dios. Eso no puede hacerlo ni el papa. Es Dios el que nos permite “oír” y obedecer y, en resumidas cuentas, creer.

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