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9.10.14

Ébola

Yo no tengo ningún conocimiento en el campo de la medicina, de la microbiología o de las enfermedades infecciosas. Por consiguiente, lo que voy a escribir no pasa de una opinión, de un juicio personal que trato de hacerme según la información de la que dispongo – que está obtenida de los medios de comunicación -.

 

Cuando supe de la primera repatriación de un misionero infectado del virus pensé: “Mejor así”. Me explico: Mejor recibir a un paciente infectado, sabiendo que está infectado, que enfrentarse, sin saberlo, a una enfermedad desconocida entre nosotros.

 

Y creo que esta impresión mía es correcta. El mundo está interconectado. España, por otra parte, está muy cerca de África. Lo que pueda afectar a los ciudadanos de Liberia o de Sierra Leona puede afectarnos a nosotros, ya que las personas viajan de un lugar a otro.

 

No hubo, que se sepa, problemas con esa primera repatriación. El paciente murió pronto pero, que sepamos, nadie se contagió. Parecía mínimamente creíble que, pese a todo, pese a ciertas prisas, las cosas habían ido razonablemente bien. Y, sin duda, esa experiencia directa de atender a un enfermo de ébola supondría un bagaje importante para los médicos y sanitarios de España de cara a atender posibles – y probables – nuevos casos.

 

Con la segunda repatriación cabría, en principio, ser un poco más optimistas. No se partía de cero. Se contaba ya con una primera experiencia real. Sin embargo, sea por lo que sea, en esta segunda vez algunas cosas han fallado.

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¿Estamos todos locos? Un perro es un perro

La privación del juicio o del uso de la razón parece ser, en muchas personas, el estado general. Vivimos en una situación permanente de exaltación, de desacierto, de extremismo absurdo.

 

Yo creo que el desafío de la nueva evangelización no es solamente volver a proponer el Evangelio, que sí lo es, sino también apostar de modo radical por la racionalidad y por el sentido común.

 

No está en juego únicamente la fe. Está en juego la razón humana, la facultad de discurrir y de entender la realidad. La crisis que padecemos no es, básicamente, una crisis de fe. Es una crisis de racionalidad, de humanidad. Aunque ambos elementos, razón y fe, estén intrínsecamente relacionados.

 

“La gracia supone la naturaleza y la perfecciona”. Yo casi tengo que recurrir a argumentos de fe para seguir creyendo este axioma. Los argumentos de fe son muy claros: Dios nos ha creado a su imagen y semejanza; es decir, dotados de razón y de voluntad.

 

Pero la realidad, lo que vemos cada día, supera cualquier axioma. Estamos perdiendo mucho: en sensibilidad, en capacidad de resolver los problemas mediante el diálogo, en respeto mutuo. Caminamos hacia la selva, hasta el territorio en el que triunfa el más fuerte, el que puede matar o devorar al otro.

 

Mal nos va si el último, y definitivo, límite es el derecho penal: “No hagas esto, porque si lo haces, y te descubren, irás a la cárcel”. Este límite no es suficiente para una convivencia civilizada. Nunca un mínimo puede ser un máximo. Y sin máximos, de obligado acatamiento, la vida se vuelve muy complicada y muy difícil.

 

Hay máximos que no admiten mínimos. Por ejemplo, el respeto absoluto de la vida de un ser humano inocente. En esta cuestión no caben grados: o se respeta la vida de un ser humano inocente, siempre y en cualquier ocasión, o no se respeta. No veo un grado intermedio que sea satisfactorio.

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