Cómo se pasa la vida

“Cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando", decía Jorge Manrique, recogiendo, eso creo, una experiencia universal: la vida, la vida terrena al menos, se escurre entre los dedos como si se tratase de agua que quisiésemos retener.

Cuando veo a mis padres pienso, a veces, que los conocí, a ellos, con menos edad de la que yo tengo hoy. Yo no pensaba, entonces, que dejarían de ser jóvenes, que se multiplicarían las visitas al médico… Nada eso pensaba, in illo tempore.

Estoy, no diré que en la mitad de la vida, sino, más bien, en la segunda etapa. Que se extenderá más o menos en el tiempo, pero que es ya, claramente, la segunda etapa, la última. Ya no es la mitad, es menos de la mitad, porque ya tengo 48 años.

Me habían dicho que a los 40 se sufría una crisis. Yo no recuerdo haber padecido ninguna a esa edad. Ya no sé si pensaré lo mismo cuando cumpla 50, si llego a cumplirlos.

Lo que más nos sitúa ante la realidad de nosotros mismos es encontrarnos con compañeros de la infancia y de la adolescencia. Al hacerlo, tras muchos años sin verlos, se comprueba cómo han cambiado. Y supongo que ellos tendrán la misma impresión sobre nosotros, sobre mí, que nosotros (o yo) tenemos (tengo) sobre ellos.

Este proceso de envejecimiento es, digámoslo claramente, una aproximación a la muerte. Que sí, que puede sobrevenir al cualquier edad, pero que, mayormente, sobreviene a ciertas edades. A las que ya, peligrosamente, uno se acerca, aunque sea un poco de lejos de momento.

Pero esta evocación del paso del tiempo, de la brevedad de la vida, se hace más dolorosa si uno piensa que, quizá, su vida ha sido leve hasta ahora. No se trata de revivir el pasado que, para bien o para mal, pasado está. Se trata, más bien, de aprovechar mejor el presente, en una especie de carpe diem no hedonista, sino fructífero.

Aprovechar el tiempo, ese recurso algo escaso; hacer bien lo que tengo que hacer; no dejar para mañana lo que quizá no llegue a mañana. Y, a la vez, una cierta reconciliacón con la propia biografía. Salvador Dalí decía, de niño, que quería ser no sé qué (no lo recuerdo); de joven, quería ser Napoleón. Ya en su madurez, “quería ser ni más ni menos que Salvador Dalí".

Dalí estaba contento con poder ser Dali. Puede parecer pretencioso o sabio, aunque a mí me parece que Dalí siempre mantuvo un doble discurso, a la vez a aparentemente disparatado y bastante sabio en el fondo.

No todos seremos Salvador Dalí, como no todos han sido Napoleón. Pero sí podemos querer ser nosotros mismos en versión mejorada, por expresarlo en cierta manera. Lo que no hay que perder  - me parece  - es el deseo de llegar a ser lo que, en algún modo, ya somos. Pero no del todo.

Donde el deseo se apaga, se apaga la vida. Hay que desear siempre, sin conformarse con la nada. Y el deseo más profundo, que no se ve descalabrado por la edad, es el deseo de Dios.

Guillermo Juan Morado.

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