Párrocos y funerarias en Galicia

Llevo ya veinticuatro años ordenado. Y durante bastantes de esos años he ejercido como párroco – y eso hago, también, en la actualidad - . Jamás, nunca, he tenido ningún problema con una funeraria ni con los feligreses con motivo de un entierro.

 

Pero quien, desde hace un tiempo a esta parte, lea los periódicos gallegos llegará a la conclusión de que los párrocos son una especie de vampiros que, si no les pagan, niegan todo, incluso la asistencia a un entierro.

 

Es una falsedad y una infamia. Es un insulto a nuestra labor. Es un intento, eso creo, de disfrazar la incompetencia de alguna compañía de seguros – creo que es una sola - tratando de desviar la atención hasta la parte más débil, menos coordinada y más indefensa: los párrocos.

 

Los párrocos no estamos a sueldo de ninguna compañía de servicios funerarios. El párroco se relaciona con sus feligreses. A ellos se debe. Ha de cumplir las normas del Derecho Canónico y las que emanan del propio Obispado. Por supuesto, como cualquier otro ciudadano, ha de observar la legislación civil.

 

Yo no sé cuantos entierros o cuantos funerales se celebran en Galicia. No lo sé. Si sé, por propia experiencia, que una buena compañía de seguros que cubra los decesos no crea problemas, sino que los resuelve. Y si los creara artificialmente timaría a sus asegurados.

 

En Galicia, y en otros lugares, muchas personas pagan mensualmente una cuota a un seguro para que, cuando se mueran, ese seguro pague todos los gastos. Y son gastos relativamente cuantiosos. Pero, en el volumen total de las “pompas fúnebres”, la parte que va a cubrir el rito religioso es mínima: no excede, por regla general, los 150 euros, más o menos. Una corona de flores, un ramo, vale lo mismo o más.

 

Resulta práctico que, en un momento difícil para cualquier familia como es la muerte de un ser querido, la funeraria se ocupe de todo. También de avisar al sacerdote y de concertar el día y la hora de las exequias. Pero esta mediación práctica no dispensa al feligrés de avisar a su párroco antes de que alguien se muera, para asistirle espiritualmente, ni tampoco una vez que se ha muerto, para ver el mejor modo de acompañar a la familia y de disponer los ritos exequiales.

 

La parroquia no es una empresa. No elabora presupuestos ni subcontrata a otros. La parroquia es una comunidad de fieles. Los estipendios o los aranceles no equivalen a un precio que se cobra por unos servicios. En sentido estricto, equivalen a una limosna: “Si puedes y quieres…”. Y si no quieres, y sobre todo, si no puedes, no das nada.

 

Los buenos católicos, los que más ayudan, son los que menos problemas plantean. Saben de sobra que, sobre todo en ámbitos rurales, los sacerdotes se desplazan para atender los entierros o los funerales. Y suelen compensarles con la astronómica cifra de 30 euros. Si quieren y si pueden.

 

Es muy perverso que una sola compañía funeraria – una sola – disfrace, al menos eso parece, su incompetencia. Cobran, al asegurado, cuotas durante años y años. Y, a la hora de la verdad, urden estratagemas para hacer ver que, recurriendo a las transferencias bancarias, apuestan por la transparencia financiera. No se lo crean.

 

No veo ningún inconveniente en que la limosna o arancel que se destina a la Iglesia con ocasión de un funeral se haga a través de un banco. Pero habría que hacer no una, sino varias transferencias: a la Parroquia, por los escasos 30 euros que quedarán en ella; al Obispado, por la pequeña parte que le corresponde; a cada uno de los tres sacerdotes que asisten a las exequias, y al personal auxiliar. O sea, por cada entierro, al menos seis transferencias.

 

Una funeraria competente no crea problemas, sino que los resuelve. Si los crea, no es competente. Y es innoble que esa incompetencia revierta en los que no tienen arte ni parte, en los sufridos párrocos.

 

Esperemos que los Obispados tomen nota. Si no, habrá que pensar en crear algo así como un sindicato.

 

Y que nadie se preocupe. Cualquier servicio religioso se presta gratis. Sin funeral, sin exequias, no se va a quedar nadie. Y, por supuesto, sé que la inmensa mayoría de las funerarias – salvo, creo, una – y de los párrocos cumplen ejemplarmente su labor.

 

Guillermo Juan Morado.

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