Dios nos dé paciencia

Si algo me cuesta cada vez más es ser paciente. Por mi ministerio, soy sacerdote y párroco, cada día supone un desafío, una ocasión de ejercitarme en esa virtud. Pero un desafío al que no es fácil responder a la altura a la que habría que responder – y es Cristo el que marca esa altura -.

 

La paciencia es la capacidad de soportar o de padecer algo sin alterarse. Y esa capacidad me sobrepasa. Reconozco que, externamente, a veces, no siempre, puedo parecer ser paciente, pero no lo soy. Y lo que más me altera, pienso, no son las graves contradicciones  de la vida – tampoco he soportado tantas – sino las pequeñas contradicciones que, a mi juicio, serían perfectamente evitables.

 

El ver que una nimiedad – a mi parecer – se podría corregir con un átomo de inteligencia y con una micra de voluntad no se corrige, me causa un profundo desasosiego. El constatar que, muchas veces, la lógica, incluso en sus principios básicos, no parece regir me desorienta enormemente.

 

La paciencia, dicen, consiste también en la facultad de esperar cuando algo se desea mucho. Y es obvio que tenemos que esperar. Yo creo que esperamos de otros más o menos en la misma medida en la que otros esperan de nosotros. Al menos, si trazásemos un promedio. Pero los promedios son los puntos en lo que algo se divide por la mitad o casi por la mitad. Lo problemático es no la mitad, sino el casi.

 

Cada cual espera de un modo diferente; que es algo así como recordar la sabia máxima, referida a la Trinidad: “Cada Persona es su amor”.

 

Nuestras paciencias e impaciencias son diferentes. ¿Qué me parece más impaciente a mí? Que tras haber perseguido, e intentado, con todas mis facultades, solucionar un problema se me diga que “parece mentira, usted no ha hecho nada”. En esos momentos casi aspiraría a engrosar la larga lista de criminales famosos.

 

Aunque triste es la fama que proviene del crimen. Recuerdo un texto de Newman en el que, denunciando los ídolos que acechan al hombre, apunta al afán de notoriedad como uno de los más graves. La fama, hasta de ser un criminal, seduce, o puede hacerlo, a muchos.

 

A mí no, al menos de momento – y espero que nunca -. Necesito ejercitar la paciencia y pensar en Cristo, Iesu patientissime. Él es el Señor de la Paciencia. No la víctima, sino el Señor.

 

Ser capaz de dominar, de ser señor, de la paciencia y, por consiguiente, de la impaciencia. Eso es ser señor. Eso es ser humano y cristiano.

 

Aunque cueste un poco de trabajo. No tanto, que no es cuestión de presumir de mártires sin serlo.

 

Guillermo Juan Morado.

 

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