Testigo de la luz

Juan el Bautista “venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él” (Jn 1,7). Juan niega su propia importancia: “No era él la luz, sino testigo de la luz” (Jn 1,8). Debemos aprender de su espíritu de abnegación, renunciando al propio protagonismo para dejar espacio al Señor que quiere venir a nuestras vidas.

 

Él no es el Mesías, ni tampoco el profeta Elías, ni el profeta semejante a Moisés anunciado en el Deuteronomio. Se define a sí mismo comola voz que grita en el desierto: ‘Allanad el camino del Señor’ ” (Jn 1,23). San Gregorio Magno comenta que “por nuestro mismo lenguaje sabemos que primero suena la voz para que después se pueda oír la palabra; mas San Juan asegura que él es la voz que precede a la palabra y que por su mediación el Verbo del Padre es oído por los hombres”.

 

Allanamos el camino del Señor, de Jesucristo, si oímos con humildad la palabra de la verdad y si preparamos la vida al cumplimiento de su LeyJuan es el precursor de alguien mayor que él; de Jesús. Él bautiza solamente con agua, pero Jesús bautizará comunicando el Espíritu Santo.

 

El Señor viene “para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor” (Is 61,1-2). Viene para restituir a todos los hombres la dignidad y la libertad de los hijos de Dios.

 

¿Cómo prepararnos para su llegada? San Pablo señala tres actitudes: la alegría constante, la oración perseverante y la acción de gracias continua (cf 1 Tes 5,16-24).

 

La razón de la alegría es la cercanía del Señor. La alegría completa “no puede proceder de criatura alguna, sino solo de Dios, en quien reside la plenitud de la bondad” (Santo Tomás de Aquino). En la medida en que le amemos más, mayor será nuestra alegría; una alegría que, iniciada en la tierra por la fe y la esperanza, tendrá su plenitud en el cielo.

 

La oración perseverante hace posible entrar en unión con Dios y así incrementar el amor hacia Él. Orando, nuestro corazón se inclina a desear fervientemente lo que esperamos conseguir y, de este modo, nos hace idóneos para recibirlo. Si oramos permanentemente haremos que nuestro deseo de Dios, de su venida a nuestras vidas, sea continuo y así nos prepararemos para acogerlo en nuestro corazón.

 

La tercera actitud es la acción de gracias “en toda ocasión”. En la celebración de la Eucaristía nos unimos a Cristo y a la Iglesia para ofrecer al Padre un sacrificio de acción de gracias; bendiciendo a Dios y expresando nuestro reconocimiento por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación (cf Catecismo 1360).

Guillermo Juan Morado.

 

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