El deseo de ver a Jesucristo

La constitución dogmática “Dei Verbum” del Concilio Vaticano II enseña que en Jesucristo culmina la revelación divina: Dios “envió a su Hijo, la Palabra eterna, que alumbra a todo hombre, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad de Dios […]. Por eso, quien ve a Jesucristo, ve al Padre” (cf DV 4).

El amor misericordioso caracteriza el ser de Dios: “a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”, leemos en el libro de la Sabiduría (cf Sb 11,23-12,2). Dios es clemente y compasivo, “tardo a la cólera y rico en fidelidad”. A pesar de nuestro pecado, Él mantiene su amor.

En la entrega de su Hijo, en la Encarnación y en la Cruz, este amor incondicional se hace visible y palpable: “El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,9). Zaqueo, “jefe de publicanos”, estaba ciertamente “perdido”, al menos a los ojos de los hombres oficialmente piadosos de Israel, vigilantes de una pureza ritual.

Su oficio, recaudador de aduanas y cobrador de impuestos, lo desacreditaba completamente. Desempeñar esa tarea equivalía a vivir de modo permanente en el pecado y en la injusticia. Además, era rico y posiblemente se había aprovechado en ocasiones de los pobres.

Sin embargo, en este hombre, en Zaqueo, había germinado la semilla de la salvación porque deseaba ver al Salvador. Este deseo le lleva a superar las dificultades: su escasa estatura y la aglomeración de las gentes, que se levantaba como un muro infranqueable que le impedía divisar al Señor.

En cada uno de nosotros pueden estar presentes estas dificultades. Algunos Padres de la Iglesia relacionan la pequeña estatura con la escasez de la fe, ya que sin fe, o sin una disposición a creer, no se puede “ver” a Jesús, no se puede reconocerlo como Salvador. Por su parte, la turba simboliza “la confusión de la multitud ignorante”, decía San Cirilo; es decir el cúmulo de prejuicios que se convierten en obstáculos para encontrar al Señor.

Pero Zaqueo no se resigna ante estos inconvenientes y “se subió a una higuera para verlo”. El pequeño Zaqueo, comenta San Beda, se sube, para elevarse, al árbol de la Cruz. Desde esa altura sí es posible “ver” a Jesús. El resto lo hace ya sólo el Señor. Le pide que se baje de la higuera y toma la iniciativa de hospedarse en su casa. La gracia de Dios, la proximidad de su amor misericordioso, llena a Zaqueo de alegría.


A la misericordia divina, Zaqueo responde con la penitencia, con la enmienda de sus pecados: reparte a los pobres la mitad de sus bienes y se muestra dispuesto a restituir cuatro veces más a los que hubiese perjudicado. El amor de Jesús logra lo aparentemente imposible: que un camello pase por el ojo de la aguja (cf Lc 18,25).

Jesús había dado ya a este hombre un corazón nuevo, le había infundido fuerzas para descubrir la grandeza del amor de Dios y, en consecuencia, estremecerse “ante el horror y el peso del pecado” (cf Catecismo 1432).

Pidamos al Señor que el asombro ante su misericordia se concrete, en nuestra vida, en una sincera penitencia, en una verdadera conversión del corazón, sabiendo que Él, como dice el salmista, “sostiene a los que van a caer” y “endereza a los que ya se doblan” (Sal 144).

Guillermo Juan Morado.

EL CAMINO DE LA FE. REFLEXIONES AL HILO DEL AÑO LITÚRGICO
Autor : Juan Morado, Guillermo
ISBN : 978-84-9805-608-2
PVP : 7,21 € (s/iva) 7,50(c/iva)

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