Serie “De Jerusalén al Gólgota” – XI- Y murió Cristo

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano.

XI - Y murió Cristo 

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Fue manso. Con esa mansedumbre que justificaba su humanidad, con esa forma de ser sometida a la voluntad del Padre; manso entre lobos y manso para cumplir el designio eterno para el que, desde la eternidad, había sido enviado.

Fue manso, y por eso mismo se dejó aplicar las leyes de los hombres; por eso se dejó, aparentemente, vencer por la falta de bondad y por el interés propio del hombre.

Así, como predicó, como trató de hacer entender a los que le seguían e, incluso, a los que lo denigraban con sus agrias y tristes acusaciones; como quiso que conociesen la voluntad de Dios y, así, caminaron sus pasos por el polvo de aquellos caminos que eran su vida; como sumió su vida en el silencio y en la oración en busca de esa intimidad dulce con su Padre, Dios suyo y nuestro; como fue su estar en este valle, también de lágrimas para Él pero purificador siempre; como quisiera reconocer, en sus hermanos, la huella perenne de su doctrina… así, manso, con una mansedumbre suave que lo llevó, cual cordero, al matadero del odio y del oprobio; con esa mansedumbre libre del ruido del mundo, libre de la molestia de soportar el olvido; con esa mansedumbre que lo encamina a la cima del amor porque comprende y entiende el proceder de quien consiente y promueve su cautiverio; con esa mansedumbre que desde la eternidad le llega como don de Dios, como carisma que lo identifica entre los hombres.

Mano tras mano, en cada clavo una grave miseria del corazón a ejecutar; pie sobre pie, en esa incisión, profundidad amarga del deseo de poner fin a su huella; en cada gota de sangre que mana, para dar gloria, de ese cuerpo de hombre que quiso hacerse encarnación para mostrarnos la senda que nos lleve al definitivo Reino de Dios. En esos detalles de su Pasión podemos fijar nuestra mirada, para que nos devuelva, como en un espejo en el que ya nos vemos reflejados, una imagen de nuestro ahora.

Ahora… hacia la luz, que de lo alto viene; hacia esa distancia que es la que nos separa del corazón; hacia la plenitud de ese tiempo que ya ha llegado, Hijo de hombre que Daniel, profeta, manifestara; hacia la conversión del mal en bien; hacia la compañía que, verdadera, convoca aquella luz.

Hacia allí se ha elevado, pero no con un crecimiento humano, no con un ser más por destacar, no con una presunción de sabiduría. Se ha elevado para que conozcamos el fin de su sacrificio, para que, con la cruz, nuestro paso sea seguro, sepamos dónde pisamos, dónde se encuentra nuestro ser, donde el ejemplo tiene nombre y es el Suyo.

Y allí, entre oprobios, entre aquellos que, quizá, se vieron abocados a su final, muerte infamante y terrible, entre aquellos que no buscaban sino su merodear de hombres, su sustento ajeno, su mero vivir en la tortura, siendo tan distinta la causa; entre los que demandaban un ayer soñado pero veían ese fin que se les acercaba; entre esos ladrones que conocían la causa de sus maderos, la razón primera de su sangre; entre ellos, colgado, dolorido, apartados los discípulos, no se cansa de pronunciar, de hacer el bien ni de hacer surgir esa savia de amor que lo conforma, porque es el Amor y el Amor de Dios ha venido a traerlo al mundo.

Sujeto, atado, clavado, por todas las asechanzas del hombre y por todas las ligaduras que sus hermanos se tienden para no desprenderse del mundo, por todas las incisiones que taladran el corazón de su semejante con las amarguras del vivir. Sujeto se encuentra, atado está, clavado permanece a esa tortura que no merece su dignidad.

Se aclama, por eso, a su Padre, a nuestro Padre; a su Dios, a nuestro único Dios, y con suma desazón le inquiere por su abandono, proclamando el conocido Salmo que en sus labios puede parecer olvido; que, en su boca no es, sino, agradecimiento a la voluntad aceptada, de misericordia y de perdón, de reconocer la bonanza perpetua de su sino, ya escrito en letras de Dios. Esto hace para, ahora, fijar en nosotros, en aquellos que lo escuchaban, una atención por nuestra vida, por si nos podemos sentir alejados del Padre por su querer o, al contrario, ponemos espacio entre su Reino y nuestra vida porque amasamos, en nuestro corazón, ambiciones que rehúyen de una relación con Él, Abbá amado, hasta cuando le culpamos de nuestro pasar, de nuestras amarguras, de nuestra nada o cuando aceptamos el hisopo de gracia que nos ofrece en cada cruz que es nuestra.

Porque cabe, también, en su parecer, en esa situación que al hombre común llevaría a maldecir, la misericordia. Como nos dice, el perdón no es sólo un atributo a usar cuando nos conviene, como para parecer nobles en nuestro actuar o buenos ante otros, justificadores de conductas o, también, liberadores de pesares en corazones otros. Su perdón es un perdón que salva, un perdón que sana, un perdón que justifica, como gran obra de su ser, como bienestar que irradia cegadora luz; su perdón es un no a la iniquidad, un no al abuso, un no al desdén y a la suma de todos los olvidos; su perdón es, además, eterno porque llega hasta el siempre, hasta que, Parusía real, vuelva a este lado del Reino y más allá, hasta los confines de la eternidad; su perdón nos hace caminar seguros porque nos sentimos amados, porque nos sabemos en su corazón, porque no queda, ya, separación entre personas, tres, entre el Padre que crea, el Hijo que es Palabra y el Espíritu Santo que es fuerza y es fuego. Ese perdón fortalece, con el aceite que unge, lo que de Él hay en nosotros que tanto buscamos sin encontrar, a veces, lo que tanto amamos.

Por eso, cuando requiere, para sus captores y torturadores, para quienes le han llevado a la presencia del Maligno, para quienes con su tibieza, han huido; cuando requiere, por lo tanto, el amor más extremo de Dios, en la seguridad de obtenerlo, podemos, y nos hace así, surgir de nuestra miseria, renacer para la vida eterna.

Pero no basta con esto, no es suficiente para que reconozcamos que hemos de tomar partido por el bien o por el mal. Por el bien con su, a veces, hiel; por el mal con su, a veces, miel. Como esos ladrones, acompañantes no tan inesperados como pueda pensarse porque ya en las Antiguas Escrituras se habla de que el Siervo de Dios será aparejado con este tipo de personas a la hora de la muerte.

Pero cabe, aún, una gracia más de parte de Cristo. Y es que sus gotas de sangre, cual regueros de vida, al caer, iluminan la vida de la eternidad. Se cumple, así, el designio establecido, en ese Gólgota de terrible afán, lúcida, aún la mente de Cristo, Enviado para redimir, con su persona, el pecado de su hermano, semejanza de Dios.

Sus ojos, aún vivificadores, aún llenos de la luz divina, aún estrellas que miren donde miren recogen, para su corazón, la soledad amorosa de los que le acompañan, de aquellos que han preferido no huir, de aquellos que han querido manifestar su amor y su entrega a quien da la vida por ellos, de aquellos que, con su aliento y compañía, han hecho más fácil este tránsito al Reino de su Padre, de aquellos que han de venir a ser, con ese ejemplo de esperanza, luz en este mundo de tinieblas, respuesta ante el helado clima de los corazones de piedra.

Y allí están, merecedores de la estima y el recuerdo, liberadores de nuestra ansia de velar, María y Juan: quien lo llevó en su seno y quien lo llevó en su corazón; la que sintió, en su alma, como la daga del dolor profetizado por Simeón, cumplió su función y quien, apoyado en su pecho, sintió el corazón ardiente en esa Cena preludio de nuestro todo eterno.

Pero ahora casi todo ha terminado. Y desde el costado, desde esa herida que contiene al mundo porque bendice, que vierte agua como savia y sangre como vida, que ilumina porque es causa de la luz y respuesta de Dios; desde ese costado desde donde el Padre cruza con el Hijo la mirada y consuela su dolor, desde donde surge la divinidad como fuente manadora de gracia, desde donde la fe tiene sustento y la esperanza origen, desde donde la primavera del amor no cesa de emerger, y de dar fruto, y de ser; desde el costado, cima de la entrega, contempla el mundo, ese siglo que lo declara culpable.

Deja, por eso, en las manos de Dios, de su Padre y Padre nuestro, lo que queda de Él, Espíritu todo, porque el Creador completa su promesa, salva y justifica a sus hijos perdidos, hasta ahora, para siempre, emponzoñados con el regusto amargo de un placer que no les llenaba más que en su nacer. En las manos de Dios da, envía, deja, su Espíritu y, ahora, en ese instante, Dios, Padre, Hijo Jesús y Espíritu Santo se constituyen en uno sólo; y entonces, en ese instante, como ya dijo, nos envió al Paráclito esperando que comprendiéramos lo que eso significaba; en las manos de Dios dejaba el fuego que había venido a traer, la desazón entre quienes no querían seguirlo, la quemazón del alma de los que lo olvidaban, de quienes ante su vida sólo oponían su presente, ignorando el mensaje que había venido a traer. Por eso, esa encomienda lo era en la seguridad de ser escuchado; de ser, a continuación, sostenido en el corazón de Dios y ver los planes del Padre cumplidos por no haber hecho caso omiso a la misericordia y al perdón que sus semejantes necesitaban porque no sabían lo que hacían…

Además, de esa quietud, de ese permanecer, sostenido por Dios, entre los maderos ensangrentados con su gracia, emana la lucidez y el bien, la virtud y el fin, el futuro que nos da y el presente deseado; de esa quietud santa, de esa mirada que alcanza ese cielo interior que le sostiene, nos ha dicho ven, acércate que te quiero, que quisiera decirte algo, que tengo un mensaje de mi Padre, que te espera la dicha y el Reino, que tan sólo has de aceptar este amargo cáliz porque en él la luz cubrirá tu mundo de camino señalando la senda justa que te lleva al Padre; ven, porque Yo soy el que soy, porque Elohim me eligió desde siempre, porque muero por ti, porque con esto te quiero decir que te amo, que de este dolor yo puedo escanciar dicha y tú también.

Y fue al Padre.    

                               

Jesucristo

Nuestro hermano quiso y supo cumplir con la misión que la había encomendado su Padre, Dios mismo. Podemos decir que no se reservó nada para sí mismo sino que todo lo dio porque todo lo debía dar.

Aquel hombre que había nacido como el pobre de entre los pobres (no tuvo ni lugar adecuado para venir al mundo) aceptó el mandato del Todopoderoso. Por eso se quedó en el Templo de Jerusalén, en la Casa de su Padre, porque debía encargarse de lo que Dios tenía por suyo.

Jesucristo, Aquel que había sido enviado para conformar la Plenitud de los tiempos, había recorrido un difícil camino: el de su vida de predicador, aquellos años en los que transmitió lo que sabía y los demás se dejaron transmitir. Escogió a unos que serían sus apóstoles y que continuarían con la labor que Él había empezado: los constituyó sacerdotes y, para que siempre lo tuviéramos presente, dio forma a la Santa Misa, Acción de gracias que nunca debíamos abandonar y que siempre nos lo traería al presente.

Jesucristo, Aquel que aceptó morir porque sabía que la misericordia del Padre lo cubriría con su sombra y lo resucitaría de entre los muertos, no quiso que nada de lo que le estaba sucediendo se olvidara. Por eso pidió perdón por aquellos que le estaban matando y para que vieran, sus perseguidores, que sólo Dios mismo podía hacer eso y ser capaz de cumplir con tal voluntad.

  

Lo que Cristo tiene por bueno y mejor

Casi ha llegado la hora. Mi hora pero, también, la de la humanidad entera. Cuando muera, como les he dicho, mirarán todos a mí, al que habrán traspasado. Y dirá, más de uno, que en verdad soy el Hijo de Dios. No todos lo entenderán y habrá quien no esté de acuerdo, pero la verdad es que es lo que va a acabar pasando como, por cierto, ya les dije que pasaría.

En verdad, alguno podrá pensar que, siendo yo profeta, eso era lo que tenía que decir. Sin embargo, les digo ahora, que estoy a punto de dejar este mundo y subir a mi Padre, que profeta lo fueron Isaías o el mismo Juan Bautista, mi primo. Yo no, nunca lo he sido. Y si cuando decía algo que luego se cumplía no era porque fuese asido por mi Padre a modo de un profeta sino porque soy Hijo pero también soy Padre, Dios mismo hecho hombre. Por eso lo sé todo pero no porque fuera un profeta al uso.

Es cierto que una vez dije, cuando me atacaban, que un profeta nunca lo es en su tierra pero lo dije para que comprendiesen lo que les estaba diciendo. Pero no lo dije porque yo lo fuera porque era mucho más, mucho más que un Jonás o un Moisés. Y es que yo comprendo que soy el Mesías pero muchos no han querido saber nada de mí sino, al contrario, han procurado desmentir eso que tantas veces les he demostrado de la única forma que entienden estas cosas: con signos. ¿No he llevado a cabo hechos que sólo Dios es capaz de hacer? ¿No resucité a mi amigo Lázaro,  a la hija de Jairo o, también, al hijo de aquella viuda que lloraba desconsolada por su muerte?

Pues, al parecer, nada de eso les ha convencido de que tenían ante sí al Enviado de Dios. Y eso que una vez les dije, en mi pueblo, que el texto del profeta Isaías se estaba cumpliendo en mí, ¡en mí!, y no en otro. Claro que más de uno no entendió que el hijo del carpintero José pudiese ser el Mesías. ¿Acaso según las escrituras no debía nacer en Belén y ser descendiente del rey David y eso no se cumplía exactamente conmigo?

En fin, suele pasar que quien no quiere ver acaba por no ver nada aunque lo tenga ante sus propios ojos. Pero otros, sin embargo, sí han entendido. Serán ellos los que continúen con mi labor y transmitan al mundo que el Reino de Dios llegó conmigo y que el definitivo, el Cielo, está a su alcance con tan sólo reconocerme como Hijo de Dios, confesarme con tal.

Sin embargo, ahora lo dejo todo en manos de Dios. Mi espíritu ha de volver al Padre. 

De nosotros mismos a Cristo

Ahora que has muerto sólo nos queda agradecer. Sabemos más que bien que por mucho que hablemos o que escribamos nunca seremos capaces de dar las gracias que mereces.

Tú, que viniste al mundo para salvarnos, pudiste hacer otra cosa. Sin embargo, decidiste hacer lo que Dios mismo te había encomendado hacer. Y preferiste morir de una forma tan injusta y dando la vida por tus amigos. Y es que nada hay mejor que eso, precisamente.

Nosotros te agradecemos la vida eterna: que nos la hayas procurado y que, además, te hayas ido al Cielo a preparar estancias para recibirnos en la Casa del Padre.

Hermano Jesucristo; te agradecemos todo lo que somos pero, también, todo lo que podemos llegar a ser si te buscamos, te encontrarnos y, por fin, te imitamos: espejo donde mirarnos.

Y te pedimos perdón por ser, tantas veces, como somos. 

Eleuterio Fernández Guzmán

 Nazareno

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Por la libertad de Asia Bibi. 

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Por el respeto a la libertad religiosa.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano GarridoLolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Hay un camino que recorrió Cristo que nos salvó a todos.

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Para leer Fe y Obras.

Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.

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