Serie Escatología de andar por casa - Escatología intermedia -1- La muerte

Los novísimos

En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo

Prefacio de Difuntos.

El más allá desde aquí mismo.

Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos.

Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que

“La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19)

“No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir

“Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están el apaz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y lo shalló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.


Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que

“Pero Dios rescata mi vida,
me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.
Escatología intermedia -1- La muerte

Muerte de San José

Porque eres polvo y al polvo tornarás (Gén. 3, 19)

Cuando hablamos de Escatología, de lo escatológico, nos estamos refiriendo, queremos referirnos, a lo que hay más allá de la muerte, al más allá. Y eso lo hemos estado viendo hasta ahora.

Sin embargo, a nivel de entendimiento del concepto completo de “Escatología” bien podemos dividir, el mismo, en dos, digamos, especies que son, a saber:

1. La Escatología intermedia
2. La Escatología final

En un primer capítulo vamos a contemplar el caso de la Escatología intermedia refiriéndonos a la muerte; en un segundo capítulo al denominado juicio particular y, ya, en un tercer capítulo a una parte muy interesante de este estadio escatológico como es el del Purgatorio o Purificatorio pues es intermedio este espacio espiritual antes de que acaezca la Resurrección de la carne.

Pero antes de seguir con lo apuntado digamos algo acerca, precisamente, del concepto de “Escatología intermedia” pues, de lo contrario, sería algo extraño hablar de lo que en ella acaece sin decir, siquiera, lo que supone la misma para la vida espiritual del creyente.

Podemos decir, sencillamente, que por “Escatología intermedia” entendemos aquella que corresponde al tiempo (entiéndase, claro está, el concepto de “tiempo” de una forma muy particular y, seguramente, no como lo entendemos habitualmente) que va desde la muerte de un ser humano hasta la resurrección donde, por decirlo así, se dará paso a la “Escatología final” que es, por eso mismo, la que determina el destino definitivo del alma y cuerpo humanos, una vez acaecido el juicio final.

Pues bien, todo este recorrido espiritual (esencial para el ser humano, sea creyente o no lo sea pero más, claro está, para quien crea en Dios Todopoderoso) empieza con la muerte.

Como sabemos, está más que demostrado que todo ser humano, que nace ha de morir. Esto es verdad que nadie puede evitar de ninguna de las maneras. Es más, muchos ser humanos, vía aborto, mueren antes de nacer al mundo lo que, ya de por sí, es bastante aberrante. Pero, de ordinario, primero se nace y, luego, se muere.

Nos dice, por ejemplo, Santa Teresa de Jesús que

“muere el pobre, muere el rico, muere el Rey, muere el Papa, de morir nadie se escapa”.

Por tanto, partimos de una realidad absolutamente insoslayable.

Empecemos con un texto del P. José Rivera. En concreto es un poema y fue situado en la introducción de su libro “De la vida y de la muerte”. Dice lo siguiente:

“Ya estoy desarraigado. Y en medio de la gente,
Que en necio torbellino se angustia y se fatiga
En el gesto excesivo o en la mínima intriga
Yo camino ligero, ya casi todo ausente.
Y cuando cese un día, definitivamente,
El mandato divino que a la tierra me liga,
No arrullará mi muerte ninguna voz amiga,
No cerrarán mis ojos, no besarán mi frente.
Solitario camino, ágil, libre, jocundo,
Abiertos a mis ojos senderos de otro mundo,
Cubriendo mi vereda del Señor al Señor.
Y cuando solitario mi hombre carnal sucumba
Acaso ni siquiera me den los hombres tumba,
¡Mas gozará mi espíritu la Verdad del Amor!”.

Este poema, muestra, a la perfección, la situación en la que, entonces, se encontraba el sacerdote toledano. Por eso, en la misma se dice que “Don José marchó a la Casa del Padre en 1991… pero hacía ya mucho tiempo que vivía como entre los dos mundos…”.

Y sobre la muerte nos dice el P. José Rivera lo siguiente:

“Esta es la angustia auténticamente humana. Que nuestra perfección consiste -se amasa en- en la realización de una imperfección. Que siendo corpóreos, no podemos, en modo alguno, prescindir de nuestras cualidades físicas; y que, sin embargo, éstas merman nuestra perfección meramente espiritual. Que tenemos la irreprimible tendencia a la expresión, y que ésta es constitutivamente deficiente, por ser material. La escena con X.X., en esta misma alcoba, hace pocos días. Nuestra idea no da fruto, si no se manifiesta -aunque sólo sea a nosotros mismos- de alguna manera. Y esta manifestación la disminuye, la enerva, la impurifica. El cuerpo es, indiscutiblemente, un instrumento, pero instrumento limitante. Y hay dos maneras de enfrentarse con esta realidad ineludible; dos modos parigualmente nacidos de la soberbia: la soberbia de quien desea suprimir su condición carnal, actuando como si fuera puro espíritu. La soberbia de quien se gloría de su condición carnal, tomándola por una perfección en sí. Como ya he apuntado muchas veces, la corriente actual brota de este segundo estilo de soberbia. Inexcusablemente para la angustia. La repugnancia natural a toda reflexión sobre nuestras fronteras, nuestros acotamientos. Quiéralo o no, el hombre se halla confinado en su propio cuerpo, y esto es lo que genera la peculiar e inexorable angustia humana. El pensamiento, ya de suyo limitado, no sólo se mueve dentro de lindes irremovibles, sino que al conocer las cosas superiores, las empequeñece. Hay pensamiento prócer, que al tocar los objetos materiales los sublima, y aun ese al expresarse ha de amojonarse, encajarse en la estrechez de la materia. La única actitud válida es la que presta la humildad: reconocimiento de nuestra poquedad, reconocimiento gozoso, porque tal poquedad nos posibilita, sin embargo, la unión con Dios; y humildad esperanzada -¡las virtudes crecen conexas!- porque el hombre espera recibir de Dios (y lo que más le place es que lo recibe de Dios) la espiritualización de su cuerpo: la gloria incluso corporal, participación de la gloria que el hombre-Cristo recibió, y recibe continua, eternamente ya, del Padre.¡¡ Entonces el cuerpo no será cárcel, será instrumento, pero no confinante. Y vive en la alegría de que, en sus dimensiones fundamentales y más encumbradas, la propiedad de la expresión no guarda proporciones con la comunicación. No le importa ya al hombre no saber expresarse para sí mismo, porque sabe -saborea- que Dios le comprende; no le duele no poder expresar a los demás con justeza, lo que piensa o siente, porque sabe -saborea- que hay un fruto que es independiente del acierto en la expresión”. (“De la vida y de la muerte – Apartado “En cuerpo y alma”, p. 22).

Por eso, bien podemos decir que vivimos muriendo porque, en efecto, cada paso que damos en la vida que nos ha donado Dios supone uno que nos encamina hacia la muerte. Y esto porque

“Ciertamente el hombre vive humanamente -y como cristiano, como único hombre posible en verdad- cristianamente, en la medida que vive su proyecto vital. Esto es vivir con sentido, sola manera de vivir en realidad, y consiguientemente, de vivir la relativa bienaventuranza posible en este mundo. Ahora, el sentido de la vida lo confiere ese postrero acto vital, impar e insustituible, que me construye - por la gracia que lleva consigo- en persona cristiana eterna. Importa pues, esencialmente, esta presencia de la muerte en el hombre viviente peregrino. No sólo ya presencia del cielo, sino presencia del acto vital, en que consiste la muerte” (“De la vida y de la muerte – Apartado “Vivir muriendo”, p. 28).

Nos sabemos, pues, destinados a morir. Eso, sin embargo, no puede, sino, hacernos mejor el camino hacia el definitivo Reino de Dios porque, en definitiva, vamos al encuentro con el Señor.

Sobre la muerte, momento supremo en la historia del ser humano (en lo que fue y en lo que le queda por ser en el más allá) se ha escrito, y escribirá, mucho. Bástenos alguna que otra referencia bíblica para sostener que, como decimos, nadie está hecho para vivir en la Tierra para siempre.

Así, por ejemplo, el Salmo 89 dice, en un momento determinado, “¿Quién es el hombre que viva y no haya de conocer la muerte”; o, también, en Heb 13, 14, “No tenemos aquí una ciudad permanente”.

Pero ¿Cuáles son las causas de la muerte?

En primer lugar, Dios no es el autor de la muerte sino, como causa remota, la envida del demonio que engaño a Adán y Eva y, por aquel pecado original entró al mundo, precisamente, la muerte.

Por eso dice el Libro de la Sabiduría (2, 23-24)

“Porque Dios creó al hombre incorruptible, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen”.

Y un poco antes (Sab.1, 13-14)

“…que no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera, las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte…”.

Y bastante más adelante, el apóstol de los gentiles (Rom 5, 12) que

“Por tanto, como por un sólo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron.”

Sobre esto, recoge el P. Antonio Royo Marín, O. P., en su litro “Teología de la salvación” (BAC, 1956) refiriéndose al hecho mismo de la aparición, en el mundo, de la muerte, que se debe, como causa remota, el mismo Dios “que ha condenado a ella al género humano en castigo del pecado original” (p. 220).

Y, más adelante, y explicitando que tal conclusión pertenece al depósito de fe católica lo demuestra haciendo uso de la Sagrada Escritura, de la Santa Iglesia y, en fin, de la razón teológica.

Así,

“Si alguno no confiesa que el primer hombre, Adán, cuando quebrantó el mandamiento d eDios en el paraíso, perdió al instante la santidad y la justicia en la que había sido constituid, e incurrió por la ofensa de semejante prevaricación en la ira de indignación de Dios y, por lo mismo, en la muerte, con la anteriormente le había amenzado Dios…, sea anatema” (Concilio de Trento: Denz. 788)

O esto otro tan importante:

“Si alguno afirmare que la prevaricación de Adán le perjudicó únicamente a él y no a sus descendientes, y que solamente para él y no también para nosotros perdió la santidad y justicia recibida por Dios, o que, inficionado él por el pecado de desobediencia, transmitió a todo el género humano únicamente la muerte y las penas del cuerpo, pero no el mismo pecado, que es la muerte del alma, sea anatema” (Concilio de Trento: Denz. 798)

Digamos que, en general, se muere por muchas causas: por enfermedad, por desgaste natural del cuerpo humano, por accidente…

Pero, por otra parte, digamos que la separación del alma del cuerpo del hombre viene a ser la causa formal de la muerte. Se separan para, cuando llegue el Juicio Universal, volverse a unir y recibir la sentencia definitiva, segunda y última después de la que recibió el alma en el llamado “Juicio particular”.

¿Qué queremos cuando morimos? Pues, seguramente esto que dice el apóstol de los gentiles en la Epístola a los Filipenses (1, 23)

“Deseo partir y estar con Cristo”.

O ser el protagonista secundario de esto:

”Jesús le dijo: ‘Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso’” (Lc. 23, 43).

Pero antes debemos someternos, nuestra alma se someterá, a un juicio, llamado, por eso mismo, particular del que trataremos en el siguiente capítulo. Baste, ahora, apuntar tal realidad espiritual que nos corresponde pasar.

Digamos que el momento de la muerte es uno que lo es de merecer. Quiere decir esto que en tal momento lo que hagamos hecho de bueno y de malo a lo largo de nuestra existencia es lo que determinará el resultado del juicio bondadoso y misericordioso, pero justo, de Dios.

En tal momento ya no podemos convertirnos al Todopoderoso si es que no lo habíamos hecho antes; tampoco podemos arrepentirnos de lo hecho y que tal arrepentimiento tenga algún tipo de validez en lo tocante a nuestra aportación al juicio al que debemos someternos; y, tampoco, por tanto, podemos acumular algún tipo de mérito que nos pueda venir bien en defensa de nuestra vida eterna y, ya, inmediata.

En realidad, sólo hasta justo el momento antes de morir podemos hacer algo de lo dicho arriba. Pero cuando hemos muerte, se acabó el tiempo de merecer y nuestros desmerecimientos nos pesarán eternamente.

A este respecto, nos dice el P. Cándido Pozo, S.I, en su “Teología del más allá” (BAC, 1968) que

“En la constitución Benedictus Deus, de Benedicto XII, está implícitamente definido que la muerte es el final del estado de peregrinación y que después de ella no es ulteriormente posible decidir a favor o en contra de Dios; en efecto, según la constitución, los estados de salvación y de condenación (gloria e infierno), que son eternos 29 y, por tanto, inmutables, empiezan en seguida después de la muerte; todavía más importante es que tales estados son puestos en relación con la situación que el hombre tiene cuando muere («las almas de los santos…, en las que no hubo nada que purgar cuando murieron, ni habrá cuando morirán… en seguida después de su muerte…, vieron y ven la esencia divina»: DENZ. 530 [1000]; «las almas de los que mueren en actual pecado mortal en seguida después de su muerte bajan a los infiernos»: DENZ. 531 [1002]) 30. Es digno de ser notado que en la primera parte de la constitución se habla también de los niños bautizados para colocarlos explícitamente en la misma situación que los justos que no tienen nada de qué purificarse”.

Sin embargo, pudiera dar la impresión, a los desavisados, que lo que se refiere a las recompensas o a las penas que se nos puedan imponer es algo reciente en la historia de la salvación. Sin embargo, ya el salmista lo proclama abiertamente para aviso de quien corresponda.

Así, por ejemplo,

“…pues no has de abandonar mi alma al seol,

ni dejarás a tu amigo ver la fosa.

Me enseñarás el camino de la vida,

hartura de goces, delante de tu rostro,

a tu derecha, delicias para siempre” (Sal. 16, 10, 11)

O también,

“Pero Dios rescatará mi alma, de las garras del seol me cobrará.” (Sal. 49, 16)..

O, por terminar, esto otro:

“y al fin en la gloria me recibirás”

(Sal. 73, 24)

Pero digamos, aunque esto será tratado cuando llegue el momento de referirnos a la Resurrección, que sólo se muere una vez. Y, como aporte bíblico, esto:

“Y del mismo modo que está establecido que los hombres mueran una sola vez y luego el juicio, así también Cristo, después de haberse ofrecido una sola vez para quitar los pecados de la multitud. “(Hebr. 9, 27)

Pues bien, en la Const. past. Gaudium et spes (n.14), salida a raíz del Concilio Vaticano II, refiere, al respecto del misterio de la muerte, lo tocante a la “semilla de inmortalidad” que el ser humano lleva en su corazón. Dice, por tanto, que

“El hombre es una unidad de cuerpo y de alma y no se equivoca cuando se ve superior a las cosas corporales y no se considera así mismo solamente como una parte pequeña de la naturaleza, o como un elemento anónimo de la ciudad humana. Por su interioridad es superior a las cosas y artífice de su propio destino y al descubrir en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con una ilusoria imaginación que brota de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el contrario, alcanza la verdad más profunda de la realidad”.

Por su parte, el Catecismo contempla el tema de la muerte como realidad física del hombre pero como lo que es: una gran realidad espiritual.

Así, por ejemplo, nos dice que

“1007 La muerte es el final de la vida terrena. Nuestras vidas están medidas por el tiempo, en el curso del cual cambiamos, envejecemos y como en todos los seres vivos de la tierra, al final aparece la muerte como terminación normal de la vida. Este aspecto de la muerte da urgencia a nuestras vidas: el recuerdo de nuestra mortalidad sirve también para hacernos pensar que no contamos más que con un tiempo limitado para llevar a término nuestra vida:
‘Acuérdate de tu Creador en tus días mozos […], mientras no vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio’ (Qo 12, 1. 7).”

Y lo que ya habíamos dicho arriba:

“1008 La muerte es consecuencia del pecado. Intérprete auténtico de las afirmaciones de la Sagrada Escritura (cf. Gn 2, 17; 3, 3; 3, 19; Sb 1, 13; Rm 5, 12; 6, 23) y de la Tradición, el Magisterio de la Iglesia enseña que la muerte entró en el mundo a causa del pecado del hombre (cf. DS 1511). Aunque el hombre poseyera una naturaleza mortal, Dios lo destinaba a no morir. Por tanto, la muerte fue contraria a los designios de Dios Creador, y entró en el mundo como consecuencia del pecado (cf. Sb 2, 23-24). ‘La muerte temporal de la cual el hombre se habría liberado si no hubiera pecado’ (GS 18), es así ‘el último enemigo’ del hombre que debe ’ser vencido’ (cf. 1 Co 15, 26)”.

Y un apunte sostenido por la esperanza:

“1009 La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21)”.

No creamos (esto sería muy grave para un cristiano) que la muerte, a pesar de ser humanamente terrible, no carece de buenas cosas. El sentido de la muerte cristiana, a tenor de lo contenido en el Catecismo, tiene este sentido siguiente:

“1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. “Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia” (Flp 1, 21). “Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él” (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este “morir con Cristo” y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor:

‘Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima […] Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre’ (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 6, 1-2).

Y, aunque a las personas no religiosas pudiera parecer locura lo que a continuación recoge el Catecismo, bien sabemos los creyentes, que es verdad… y de la buena. Lo recoge en dos númersos, en concreto el 1011 y el 1024:

“1011 En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de san Pablo: ‘Deseo partir y estar con Cristo’ (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46):
‘Mi deseo terreno ha sido crucificado; […] hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí ‘ven al Padre'’ (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos 7, 2).

‘Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir’ (Santa Teresa de Jesús,Poesía, 7).

‘Yo no muero, entro en la vida (Santa Teresa del Niño Jesús, Lettre (9 junio 1987).
“1014 La Iglesia nos anima a
prepararnos para la hora de nuestra muerte ("De la muerte repentina e imprevista, líbranos Señor": Letanías de los santos), a pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros ‘en la hora de nuestra muerte’ (Avemaría), y a confiarnos a san José, patrono de la buena muerte:

‘Habrías de ordenarte en toda cosa como si luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temerías mucho la muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy no estás aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?’ (De imitatione Christi 1, 23, 1).

‘Y por la hermana muerte, ¡loado mi Señor!
Ningún viviente escapa de su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!’

(San Francisco de Asís, Canticum Fratris Solis)

Estemos, pues, preparados para un momento tan conocido, en cuanto a posible, como temido, en cuanto a abandono de la vida terrena pero cargado de un sentido de esperanza que nadie puede robarnos del corazón.

Eleuterio Fernández Guzmán

El Pensador

La Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR.

Las bases son las que siguen:


1.- Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR, conforme a las presentes bases.

2.- Podrán concurrir al Premio cualesquiera obras inéditas de ensayo, en lengua castellana, cuya temática verse sobre “De Franco a hoy: evolución de España desde 1975 a 2013″ desde el punto de vista social, cultural y/o moral. Esta temática podrá ser abordada en conjunto o desde cualquier aspecto concreto.

3.- Las obras tendrán una extensión mínima de 150 páginas y máxima de 300. La tipografía a utilizar será el Times New Roman, tamaño 12, espaciada a 1,5. Se presentarán dos copias impresas en papel y se adjuntará una copia en formato word.

4.- Los autores, que podrán ser de cualquier nacionalidad, entregarán sus obras firmadas con nombre y apellidos, o con pseudónimo.

En el caso de que la obra venga firmada con nombre y apellidos, es obliga-torio incluir fotocopia del documento oficial de identidad, una hoja con los datos personales (nombre y apellidos, dirección postal, teléfono y email), un currículum vitae detallado del autor, así como un certificado firmado en donde se haga constar que la misma es propiedad del autor, que no tiene derechos cedidos a o comprometidos con terceros y que es inédita.

En el caso de que la obra sea presentada bajo pseudónimo, se incorporará una plica (con el título de la obra y el pseudónimo utilizado), en cuyo interior se incluirá la documentación referida en el párrafo anterior. Las plicas sólo serán abiertas en el caso de que la obra fuera premiada. En caso contrario serán destruidas junto a los originales presentados.

5.- Se admite la presentación de obras colectivas, pero en este caso el premio se repartirá a prorrata entre los autores. Y la documentación exigida en la cláusula anterior regirá por cada uno de ellos.

6.- Las obras presentadas al Premio no podrán ser editadas, reproducidas, cedidas o comprometidas con terceros, hasta el fallo definitivo. El ganador y, en su caso, los accésits ceden, por el mismo acto del fallo y de manera inmediata, los derechos exclusivos y universales de edición durante quince años a favor de Stella Maris.

Ninguna obra presentada al Premio podrá ser retirada del concurso hasta el fallo del Jurado.

7.- El Premio consistirá en:
* 6.000 euros en concepto de anticipos de derechos de autor.
* Publicación de la obra en una de las colecciones de Stella Maris.
* El 7% sobre las ventas, en concepto de derechos de autor.

8.- El Premio puede ser declarado desierto. Asimismo puede otorgarse un Accésit por cada una de las siguientes modalidades: Ciencias Sociales, Cultura y Filosofía.

El premio de cada accésit será un diploma acreditativo. Stella Maris se reservará el derecho de publicación de cada accésit y, en este caso, el otorgamiento de un 7% sobre ventas en concepto de derechos de autor.

9.- El plazo máximo de presentación de obras que opten al Premio comienza el 1 de febrero y finaliza el 29 de diciembre de 2014 a las 24 horas.

Las obras deberán presentarse por correo certificado a la siguiente dirección:

Stella Maris
(PREMIO “REVISTA EL PENSADOR")
c/. Rosario 47-49
08007 Barcelona

10.- El Jurado estará compuesto por cinco profesores universitarios e intelectuales de reconocido prestigio, designados por Stella Maris. La composición del Jurado se hará pública al mismo tiempo que el fallo del Premio.

11.- El premio será fallado el 27 de febrero de 2015 y será publicado al día siguiente, comunicándose directamente además al ganador y accesits. El fallo del jurado será inapelable.

Las obras no premiadas serán automáticamente destruidas y no se devolverán en ningún caso a sus autores. Stella Maris no están obligados a mantener correspondencia con ninguno de los aspirantes al Premio.

12.- La concurrencia al Premio implica la aceptación expresa de las presentes bases de convocatoria.

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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa
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Enlace a Libros y otros textos.

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

…Y una ganancia el morir.

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Para leer Fe y Obras.
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1 comentario

  
rastri
Pero, por otra parte, digamos que la separación del alma del cuerpo del hombre viene a ser la causa formal de la muerte.
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Tú si que sabes.

Aunque mejor digamos que habida cuenta de que, aquí el racional, nace y se forma a través de su vida, como de entre con una parte que éste es luz y vida en consustancia divina, y otra parte que es oscuridad y muerte en consustancia satánica.

En la medida que estas partes se separan aparece en el sufriente el dolor físico o psíquico. Y cuando esta división es total parece la muerte y por ende su grado meritorio o disuasorio místico responsable definido.



09/07/14 10:31 AM

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