Serie Bienaventuranzas en San Mateo - 3.- Los que lloran

Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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Explicación de la serie

Sermón del Monte

S. Mateo, que contempla a Cristo como gran Maestro de la Palabra de Dios, recoge, en las 5 partes de que consta su Evangelio, la manifestación, por parte del Hijo, del verdadero significado de aquella, siendo el conocido como Sermón de la Montaña el paradigma de esa doctrina divina que Cristo viene a recordar para que sea recuperada por sus descarriados descendientes.

No creáis que vengo a suprimir la Ley o los Profetas (Mt 5,17a). Con estas palabras, Mateo recoge con claridad la misión de Cristo: no ha sido enviado para cambiar una norma por otra. Es más, insiste en que no he venido a suprimirla, sino a darle su forma definitiva (Mt 5,17b). Estas frases, que se enmarcan en los versículos 17 al 20 del Capítulo 5 del citado evangelista recogen, en conjunto, una explicación meridianamente entendible de la voluntad de Jesús.

La causa, la Ley, ha de cumplirse. El que, actuando a contrario de la misma, omita su cumplimiento, verá como, en su estancia en el Reino de los cielos será el más pequeño. Pero no solo entiende como pecado el no llevar a cabo lo que la norma divina indica sino que expresa lo que podríamos denominar colaboración con el pecado o incitación al pecado: el facilitar a otro el que también caiga en tal clase de desobediencia implica, también, idéntica consecuencia. El que cumpla lo establecido tendrá gran premio.

Pero cuando Cristo comunica, con mayor implicación de cambio, la verdadera raíz de su mensaje es cuando achaca a maestros de la Ley y Fariseos, actuar de forma imperfecta, es decir, no de acuerdo con la Ley. Esto lo vemos en Mt 5, 20 (Último párrafo del texto transcrito anteriormente).

Las conductas farisaicas habían dejado, a los fieles, sin el aroma a fresco del follaje cuando llueve, palabras de fe sobre el árbol que sostiene su mundo; habían incendiado y hecho perder el verdor de la primavera de la verdad, se habían ensimismado con la forma hasta dejar, lejana en el recuerdo de sus ancestros, la esencia misma de la verdadera fe. Y Cristo venía a escanciar, sobre sus corazones, un rocío de nueva vida, a dignificar una voluntad asentada en la mente del Padre, a darle el sentido fiel de lo dejado dicho.

El hombre nuevo habría de surgir de un hecho antiguo, tan antiguo como el propio Hombre y su creación por Dios y no debía tratar de hacer uso, este nuevo ser tan viejo como él mismo, de la voluntad del Padre a su antojo. Así lo había hecho, al menos, en su mayoría, y hasta ahora, el pueblo elegido por Dios, que había sido conducido por aquellos que se desviaron mediando error.

El hombre nuevo es aquel que sigue, en la medida de lo posible (y mejor si es mucho y bien) el espíritu y sentido de las Bienaventuranzas.

1.- Bienaventurados los que lloran

Los que lloran

Cristo manifiesta el estado de felicidad en el que deben encontrarse los que lloran porque encontrarán consuelo. ¿Por qué lloran los hijos de Dios?, ¿Quién les dará el consuelo que aplaque esa existencia dura y, a veces, incomprensible, con nuestro razonamiento humano?

Cristo, como novedad esencial, aporta a la convivencia entre hermanos y gentiles, un amor que perdona las ofensas y una comprensión sin límite (setenta veces siete, dijo una vez); esto compensa el lloro ante la desolación de la vida diaria, la lágrima que se vence ante la tristeza del vivir. Pero, a pesar de todo, aquellos que se ven llevados a manifestar sus sentimientos con ese remedio espiritual (pues limpia el alma de desazón) que es el llorar, han de comprender el objeto de ese llanto, han de saberse acogidos por el corazón fructuoso del Padre. A esto, Jesús, el Ungido por la mano de Dios, el Jristós, ofrece una compensación ilimitada: recibirán consuelo.

Ese premio, merecido por filiación pero inmerecido por la naturaleza pecadora del hombre, se manifiesta como el lado positivo de la balanza: frente a la venganza como instrumento remediador de la causa del llanto, muy en boga en su época, el Hijo muestra la cara iluminadora de su destino. El futuro, recibirán, sólo puede referirse al Reino, destino buscado por el hombre, pero ahora ya no será resultado del daño del otro, aunque te haya causado un daño primero, sino de la congoja soportada por amor (amaos unos a otros como yo os he amado) y sostenida en ese fin tan anhelado de contemplar el semblante de Dios, consuelo supremo para el fiel que espera, en abundancia de penas, un premio justificado por la misericordia de Dios.

Sin embargo, aún no hemos respondido a la pregunta de por qué lloran los hijos de Dios: ¿por qué?

En el contexto histórico en el que se encuentra Cristo, las asechanzas del maligno a los descendientes del Padre, abocándoles a la negación de su amor y a perturbar esa filiación divina, muchas debían ser las situaciones en la que se encontraron aquellos: pobreza material pero, también, pobreza espiritual; hambre de pan del hombre, enfermedad y dolor ante el que hay que mostrar templanza, sabiendo que también Dios sufrió, en Cristo, para conocer ese desprecio hacia su persona. Por eso dice el beato Juan Pablo II que “la fe en Cristo no suprime el sufrimiento, pero lo ilumina, lo eleva, lo purifica, lo sublima, lo vuelve válido para la eternidad”.

Así, es esa eternidad en la que los que lloran esperan sentirse consolados en compañía de aquellos que adoraron a Dios sobre todas las cosas y ahora lo contemplen. Tal es así que los que, ante su situación espiritualmente disminuida por la manipulación del hombre de la Ley de Dios, se sienten entristecidos y lloran; los que entienden que el formalismo fariseo no les llena el corazón de la dicha y la gracia de Dios que dicen transmitir, los que se ven acorralados por los que mataron a sus profetas; los que se saben ninguneados por los doctores de la Ley…, en fin, todos aquellos que son oprimidos por una interpretación interesada de la Palabra de Dios ocultada en esos libros que custodian, con celo, los centinelas de la perversión. Todos esos lloran, y sienten encogerse su corazón de hijos, enmudecidos por el ambiente, atrapados en esa vorágine de “buenas intenciones” cegadoras del verdadero amor (misericordia quiero y no sacrificios, quedó dicho) Sin embargo, tienen la promesa de Cristo de que su premio será grande: el consuelo, una eterna alabanza de Dios hacia quien supo, en tiempos de agravio, mantener la verdadera fe que el Hijo trajo.

Leer Bienaventurados los pobres de espíritu.

Leer Bienaventurados los mansos

Eleuterio Fernández Guzmán

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Para leer Fe y Obras.
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2 comentarios

  
ariana peña
Gracias por este mensaje! Dios sí que sabe utilizar sus instrumentos siempre que estos son generosos!
12/03/12 1:37 AM
  
María
Las Bienaventuranzas, son el Modo de ser de DIOS vivido entre los hombres...que es el Modo de de CRISTO, DIOS Y hombre Verdadero.
Son Bienaventurados los que lloran, ....pero los que lloran sin rabia, sino mansamente.
Los que padecen los sufrimientos de la vida y se unen, consciente e inconscientemente, al Sufrimiento de Cristo en la Cruz. Ccontribuyen con su dolor a purificar sus corazones y sus obras...y a purificar el mundo, unidos a CRISTO,.....Así Encontraran el Consuelo de DIOS.

Saludos
12/03/12 4:17 PM

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