El matrimonio cristiano (II). Bienes. La prole. Auxilios sobrenaturales y materiales
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Bienes del matrimonio
Según san Agustín, los bienes del matrimonio son la prole, la fidelidad y el sacramento (De bono coniug. 24, 32).
La fidelidad atiende a que no se unan los cónyuges carnalmente fuera del vínculo; la prole (la primera de todas, CC, 5), a que se reciba a los hijos con amor, se les críe con benignidad y se les eduque religiosamente; y el sacramento, que el vínculo no se disuelva y el divorciado no se una a otro, ni aún por razón de la prole. La ley del matrimonio no sólo ennoblece la fecundidad de la naturaleza, sino que reprime la perversidad de la incontinencia (De Gen. ad litt. 9, 7, 12) (CC, 5).
En cuanto a la fidelidad o mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial: ni negar lo que por naturaleza y sanción divina compete a la otra parte, ni permitírselo a un tercero (CC, 9). Compromiso adquirido libremente y con plena conciencia, a veces puede resultar difícil, pero siempre es posible, noble y meritorio. Numerosos esposos a través de los siglos demuestran que la fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera (HV, 9).
De la indisolubilidad del matrimonio proviene la generosa entrega mutua y la íntima comunicación de los corazones, pues la verdadera caridad no puede faltar a quien es compañero de por vida. Asimismo defiende la castidad y la fidelidad contra los incentivos de la infidelidad, y se evita el temor celoso de si el otro cónyuge permanecerá fiel en la vejez o la adversidad, proveyendo la conservación de la dignidad y la ayuda mutua. La misma consideración se puede realizar en cuanto a la crianza de los hijos (CC, 13).
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Unidad y perpetuidad del matrimonio
La indisolubilidad del matrimonio rato y consumado en las primeras comunidades cristianas es confirmada por san Pablo como mandato de Cristo: “A los casados, en cambio, les ordeno –y esto no es mandamiento mío, sino del Señor– que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer” (1 Cor 7, 10-11). Esa vinculación únicamente se pierde con la muerte de uno de los cónyuges (1 Cor, 39) (CC, 9; GS, 48).
También confirma su unidad y castidad: “Que el marido cumpla los deberes conyugales con su esposa; de la misma manera, la esposa con su marido. La mujer no es dueña de su cuerpo, sino el marido; tampoco el marido es dueño de su cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser de común acuerdo y por algún tiempo, a fin de poder dedicarse con más intensidad a la oración; después volved a vivir como antes, para que Satanás no se aproveche de vuestra incontinencia y os tiente” (1 Cor 7, 3-5), y “respetad el matrimonio y no deshonréis el lecho conyugal, porque Dios condenará a los lujuriosos y a los adúlteros” (Heb 13, 4) (CC, 9).
La unidad absoluta del matrimonio, prefigurada por Dios en nuestros primeros padres, y restaurada tras la permisión temporal de la poligamia y el divorcio, no permite sino que se unan un hombre con una mujer (CC, 9). Cristo mismo prohibió, no sólo los actos contrarios a dichas unidad y fidelidad, sino incluso su mismo pensamiento, “yo os digo que todo el que mira a una mujer para codiciarla ya adulteró con ella en su corazón” (Mt 5, 28). Ni siquiera el consentimiento mutuo de los esposos para romper esa unidad, la anula, pues no está entre sus prerrogativas (CC, 9). La poligamia también contradice radicalmente la unidad matrimonial, que debe ser de un “amor total, y por lo mismo, único y exclusivo” (FC, 19).
San Agustín proscribe el divorcio por causa de esterilidad, “Se observa con fidelidad entre Cristo y la Iglesia, que por vivir ambos eternamente no hay divorcio que los pueda separar […] y esta misteriosa unión de tal suerte se cumple en la ciudad de Dios, es decir, en la Iglesia de Cristo, que aun cuando, a fin de tener hijos, se casen las mujeres, y los varones tomen esposas, no es lícito repudiar a las esposa estéril para tomar otra fecunda. Y si alguno lo hiciere, será reo de adulterio” (De nupt. et concup. 1, 10) (CC, 12).
Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman la indisolubilidad de la unión (FC, 20; GS, 48; MD, 21). Esta doctrina se debe reafirmar frente a los que consideran imposible unirse a una persona de por vida, o se mofan del compromiso matrimonial a la fidelidad (FC, 20).
San Agustín especifica, además, una modalidad de castidad dentro del matrimonio, que ennoblece la relación entre los cónyuges, resplandeciendo la fidelidad con el decoro debido: “que el varón y la mujer estén unidos por cierto amor santo, puro, singular: que no se amen como adúlteros, sino como Cristo amó a la Iglesia […] y cierto que Él la amó con aquella infinita caridad, no para utilidad suya, sino proponiéndose tan sólo la utilidad de la Esposa” (Catech. Rom. 2, 8, 24). Amor que se comprueba no en las palabras, sino en las obras, pues, como suele decirse, obras son amores, y no buenas razones (CC, 9).
Como afirmó san Juan Pablo II, “el amor es desear el Bien del otro por encima del Bien propio”. Pues también en la sociedad doméstica, uno y otro cónyuge deben ayudarse recíprocamente en la formación espiritual, creciendo en la virtud y en el amor a Dios y al prójimo, en que se resume “la ley y los profetas” (Mt 22, 40). Todos, cualquiera sea su condición y género de vida que lleven, pueden y deben imitar el ejemplo absoluto de santidad que Dios señaló a los hombres, Cristo nuestro Señor, y con ayuda de la Gracia, llegar a la más alta cumbre de perfección cristiana, la santidad, también en el matrimonio, de lo cual existen numerosos ejemplos de santos (CC, 9). La comunión que se instaura y desarrolla entre hombre y mujer en virtud del pacto de amor conyugal está llamado a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana y la recíproca donación total, recogidas en la promesa matrimonial (FC, 19). Dicha promesa se fundamenta en la complementariedad natural entre hombre y mujer, y se desarrolla mediante la voluntad personal de los esposos (FC, 19).
El Catecismo Romano enseñaba, así, que el matrimonio no es simplemente un consorcio de procreación y educación de los hijos, sino, en sentido amplio, comunidad práctica de vida de amor (Cateches. Rom. 2, 8, 13) (CC, 9).
Los errores enemigos del matrimonio enseñan desde antiguo que la índole de ciertas personas no permite saciar sus apetitos libidinosos en los estrechos límites del matrimonio monogámico, solicitando que normas y leyes sobre el matrimonio dejen de exigir la fidelidad, y cesen de castigar consecuentemente su falta. El mero sentimiento noble de los esposos castos, a la luz de la razón natural, se basta para desechar tales falsedades, y la enseñanza divina en el sexto y el noveno mandamientos, así como la condena del mismo Cristo (Mt 5, 28), lo confirman (CC, 26).
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Naturaleza del consentimiento mutuo en el matrimonio cristiano
Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina (GS, 48).
Pero, aunque el matrimonio sea institución divina, cuya naturaleza ni los cónyuges pueden cambiar, no puede realizarse sin el consentimiento libre de ambos esposos, ni sin la elección libre y mutua de cónyuge. Y ese acto de la voluntad es tan indispensable, que sin él no se puede realizar el matrimonio (CC, 3).
Los cónyuges, al expresar el consentimiento, necesariamente aceptan la naturaleza de fidelidad y crianza de la prole conjuntamente, siéndole estas tan propias, que Santo Tomás de Aquino dijo que si en el consentimiento se expresase algo en contra de aquellas, el matrimonio era de sí nulo (Summa Theologica, q. 49, a.3; CC, 3)
Por tanto, el consorcio matrimonial está constituido por voluntad divina y humana: de la divina proviene la institución, los fines, las leyes y sus bienes; del hombre (con la ayuda de la Gracia) la existencia de cualquier matrimonio particular (CC, 4).
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Deberes y bienes de la procreación en el matrimonio cristiano
Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole (GS, 48). La generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman “una sola carne” (Gn 2, 24): de los dos nace un nuevo hombre que trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo que se hace presente (EV, 43).
Dios ha encomendado a los esposos ser colaboradores libres y responsables en la transmisión de la vida humana (HV, 1; FC, 28; MD, 18). Cristo, asimismo, ennoblece la procreación de los hijos (ya de por sí fundamental para la perpetuación de la Humanidad), al hacer a los padres educadores de los miembros de la Iglesia, cooperando de ese modo al plan de Dios, como primeros y más amorosos catequistas (AD, 8). Ennoblecidos pues por la dignidad y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete (GS, 48). De ese modo comparten tanto la autoridad de Dios sobre su Iglesia, como su amor (FC, 36). Tal es la grandeza y el esplendor del ministerio educativo de los padres cristianos, que santo Tomás no duda en compararlo con el ministerio de los sacerdotes: «Algunos propagan y conservan la vida espiritual con un ministerio únicamente espiritual: es la tarea del sacramento del orden; otros hacen esto respecto de la vida a la vez corporal y espiritual, y esto se realiza con el sacramento del matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para engendrar la prole y educarla en el culto a Dios» (Summa contra gentiles, IV, 58) (FC, 38).
El mismo Redentor enaltece esta tarea, cuando la emplea como gozosa comparación: “la mujer, una vez que ha dado a luz al infante, ya no se acuerda de su angustia, por el gozo de haber dado un hombre al mundo” (Jn 16, 21) (CC, 7). Los esposos recibirán así el regalo precioso de los hijos (EV, 26), no únicamente para emplearlos exclusivamente en utilidad propia o de la sociedad, sino para que los restituyan al Señor, con provecho (al modo de los talentos de la parábola) en el día del Juicio final, con la salvación de sus almas (CC, 7). Ennoblecidos por la dignidad, y la función de padre y de madre, realizarán concienzudamente el deber de la educación, principalmente religiosa, que a ellos, sobre todo, compete, mostrando unión de propósitos y una cuidadosa cooperación en la educación de los hijos (GS, 48; GS, 51; FC, 28). Ya afirma San Agustín “en orden a la prole se requiere que se la reciba con amor y se la eduque religiosamente” (De Gen. ad litt. 9, 7, 12), y el Código de Derecho Canónico “el fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole” (1013, 1) (CC, 8).
Los hijos deben respetar y honrar a sus padres, y estarles sometidos mientras sean menores. Los padres deben velar por ellos, protegerles, proveerles de sus necesidades y educarles en la fe y el amor a Dios: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor porque esto es lo justo, ya que el primer mandamiento que contiene una promesa es este: Honra a tu padre y a tu madre, para que seas feliz y tengas una larga vida en la tierra. Padres, no exasperéis a vuestros hijos; al contrario, educadlos, corrigiéndolos y aconsejándolos, según el espíritu del Señor” (Ef 6, 1-4) (AD, 8). La enseñanza de la fe cristiana y la oración familiar, muy particularmente el rezo del Santo Rosario, son puntales del cumplimiento de dicha obligación, sin la cual no se pueden sanear las familias ni restaurar el orden cristiano en las sociedades. Asimismo, con la intercesión de María y de los santos se obtiene con mayor abundancia los bienes de la paz y la unidad familiar (IM, 8). También es función de la familia, en cuanto comunidad educativa, ayudar al hombre a discernir su verdadera vocación (FC, 2).
Porque Dios no únicamente quiere que sean engendrados los hombres para que vivan y llenen la tierra, sino principalmente para que le conozcan; conociéndole le amen; amándole le adoren, y adorándolo salven su alma para la vida eterna, participando de ese modo en la propia divinidad por los siglos. Piénsese si no es grande el don y altísima la labor encomendada a los padres, al participar en tarea tan sublime como cooperadores necesarios de la virtud omnipotente de Dios (CC, 6). Asimismo, es tarea suya primordial custodiar, revelar y comunicar el amor de Dios en sus hijos. En la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva, pues la familia es el santuario donde haya refugio la vida, el don de Dios (EV, 92).
Está bien claro, según lo exigen Dios y la naturaleza, que este derecho y obligación de educar a la prole pertenecen en primer lugar a los padres, autores de la generación (CC, 8; HV, 1). Es en el matrimonio donde se provee mejor a la necesaria educación de los hijos, pues al estar unidos los padres con vínculo indisoluble, siempre se halla a mano su cooperación y mutuo auxilio (CC, 8).
El elemento más radical, que determina el deber educativo de los padres, es el amor paterno y materno que encuentra en la acción educativa su realización, al hacer pleno y perfecto el servicio a la vida. El derecho y deber educativo de los padres es esencial, relacionado como está con la transmisión de la vida humana, es original y primario, respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos, y es insustituible e inalienable, por consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros (FC, 36). Ello incluye al derecho a la educación sexual de los hijos, y de la castidad, evitando una educación que separe la sexualidad de los principios morales, convirtiéndose en una introducción a la experiencia del placer y abriendo el camino al vicio desde los años de la inocencia (FC, 37). Asimismo, en la confianza en los valores esenciales de la vida humana. Deben crecer en una justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y austero, convencidos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene». Y no sólo en el sentido de la verdadera justicia, que lleva al respeto de la dignidad personal de cada uno, sino más aún en el sentido del verdadero amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los demás, especialmente a los más pobres y necesitados (FC, 37).
El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las familias todas las ayudas posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus funciones educativas. Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana, mediante formas de asociación, la familia debe con todas las fuerzas y con sabiduría ayudar a los jóvenes a no alejarse de la fe (FC, 40).
Ataca este bien del matrimonio la filosofía naturalista motejando de “pesada carga” a la prole, y animando a evitarla, no por medio de la honesta continencia (que puede ser válida en ciertas condiciones, por consentimiento mutuo), sino viciando el acto carnal por medios ilícitos (al modo del castigado mortalmente Onán), bien sea para emplear el acto como mera satisfacción de sus voluptuosidades, bien excusándose en la imposibilidad de admitir más hijos (CC, 20). La Iglesia sostiene con firmeza que cualquier uso del matrimonio en el que el acto conyugal quede maliciosamente despojado de su virtud procreativa, va en contra de la ley natural y de la ley de Dios (CC, 21), y que es inmoral no respetar con gran reverencia los actos propios de la vida conyugal, ordenados según la genuina dignidad humana (GS, 51).
Cuando se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero. No es lícito a los hijos de la Iglesia ir por caminos que la ley divina reprueba sobre la regulación de la natalidad (GS, 51).
Asimismo, aquellos matrimonios a los que la naturaleza veda la procreación, bien por enfermedad incurable, o sin motivo aparente, hallarán en la adopción de los hijos necesitados ajenos (por muerte o abandono) un modo de dar cauce a su vocación, y cumplir así el mandato divino del amor, sin recurrir a medios artificiales para engendrar (FC, 41).
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La Iglesia, maestra del matrimonio
Cristo confió a su Iglesia la disciplina del matrimonio así renovado, para que conservase toda su santidad, recibida directamente del Redentor (AD, 9; CC, 1), fundada en la ley natural y enriquecida por la Revelación (HV, 4). Desde el principio fue así, cuando ya el Concilio de Jerusalén proscribió el concubinato o amancebamiento (Hech 15, 29), el propio san Pablo condenó una unión incestuosa (1 Cor 5, 1-5), y los primeros siglos de la Iglesia vieron la condena a la degradación del matrimonio que hacían los maniqueos, los gnósticos y los montanistas (AD, 9). La Iglesia también estableció un único modelo de matrimonio, aboliendo la diferencia existente previa entre libres y esclavos (AD, 9). Asimismo, igualando los derechos y obligaciones conyugales de marido y mujer, como bien expresa san Jerónimo: lo que no es lícito a la mujer, tampoco lo es al marido (Opera t.l co1.455). También prohibió la Iglesia al marido castigar la infidelidad con la muerte, limitar la libertad de los hijos para contraer matrimonio libremente, el matrimonio entre consanguíneos, agredir a las personas y la dignidad del matrimonio, y otras muchas saludables disposiciones (consultar fuentes en AD, 9).
Así, el matrimonio cristiano es contrato de la voluntad, y compromiso que distingue el ayuntamiento privado de razón y voluntad libre de las bestias, así como las llamadas “uniones libres”, amancebamientos o concubinatos entre hombres, que carecen de vínculo verdadero y honesto de la voluntad, y por ello carente de todo derecho (CC, 4).
El desenfreno de la pasión es la principal causa de la infidelidad a las santas leyes del matrimonio. Y no hay forma de vencerlo que sujetarse a Dios, pues el Creador resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes, sin la cual no es posible vencer la concupiscencia (san Pablo, carta a los Romanos, capítulos 7 y 8). Es por ello que es del todo necesario que los contrayentes del sacramento estén animados de una piedad íntima y sincera a Dios, que les haga dóciles a los mandatos del Señor. La importancia innegable de los medios naturales (que se deben emplear siempre que no sean deshonestos) para someter las pasiones de la carne jamás puede sustituir la primacía de la gracia sobrenatural, pues uno es el autor de lo natural y lo sobrenatural, y quiso que esto último fuese superior (CC, 36 y 37). Del mismo modo, la mera razón natural puede ser insuficiente para discernir de forma correcta la aplicación de las leyes del matrimonio (pese a ser institución natural), por lo que la enseñanza de la Iglesia- instituida por Cristo como auténtica maestra- es imprescindible para que los cónyuges puedan aplicarlas correctamente, ya que Dios mismo acudió en auxilio de la inteligencia humana con la Ley Revelada para el matrimonio, de modo que la mera razón natural, no obstante el estado caído en que se halla, no yerre (CC, 38).
Como maestra, la Iglesia enseña la norma moral que guía la transmisión responsable de la vida, en obediencia a la verdad que es Cristo, sin esconder las exigencias de radicalidad y perfección. Como madre, la Iglesia es cercana a las dificultades de los matrimonios, tanto individuales como sociales, para cumplir los preceptos, e incluso para comprender los valores intrínsecos a la norma moral. Como madre y maestra, no cesa de animar a los esposos a cumplir los preceptos, convencida de que no hay verdadera contradicción entre la ley divina de la transmisión de la vida y la de favorecer el auténtico amor conyugal, por medio de una pedagogía siempre unida a la doctrina. Para ello los esposos deberán emplear la constancia, la paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su gracia, así como el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Eucaristía y de la reconciliación (FC, 33).
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Auxilio material a los matrimonios
Muchos son los problemas de índole material que acechan a los matrimonios, y que pueden desde poner en peligro la unidad, honestidad y fidelidad conyugal hasta afectar a la crianza de los hijos (la ausencia de ingresos suficientes para el sostenimiento, la falta de trabajo o de vivienda dignos, de atención sanitaria, de educación). La atención a estos problemas no es cuestión baladí para la comunidad, tanto cristiana como política. Según enseña el papa León XIII en la encíclica Rerum Novarum, deben disponerse los medios que permitan a los padres sostenerse y poder criar a sus hijos dignamente, tanto con trabajos honrados y dignos, como, llegado el caso, por medio de fundaciones públicas o privadas, socorrer las necesidades puntuales de las familias con menos recursos. Tal tarea obliga tanto a las autoridades (cuyo principal deber hacia el Bien Común es precisamente atender las penurias de los más necesitados) como a los fieles más acomodados, pues es deber de los ricos atender a las necesidades de los pobres, como ponen de relieve las Escrituras (Mt 25, 34 y ss; 1 Jn 3, 17), recibiendo por ello gran recompensa en el cielo. Asimismo, deben los cónyuges prever antes de casarse cuáles pueden ser los problemas materiales que les acechen, y tratar de ponerles remedio, aconsejándose en los doctos en la materia (CC, 45 y 46; FC, 81).
Concluirá
2 comentarios
Ejem, esa terminología es de los canonistas modernos, no de San Pablo.
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LA
De san Pablo es la cita que se entrecomilla a continuación ("A los casados, en cambio, les ordeno –y esto no es mandamiento mío, sino del Señor– que la esposa no se separe de su marido. Si se separa, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su esposo. Y que tampoco el marido abandone a su mujer"), que apoya la definición magisterial de Casti Connubi 9 y Gaudium et Spes 48.
Un saludo
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