Dos familias

En la misma cámara de su finca de Gérticos donde moría el rey Recesvinto el 1 de septiembre de 672, los nobles de la Corte (Aula Regia) llevaron a cabo una reducida versión de las disposiciones para elegir al sucesor al trono hispanogodo que había estipulado el canon 75 del IV concilio. No conocemos los entresijos de aquella tensa reunión, pero probablemente los magnates familiares o clientes de la familia chindasvintiana tratarían de conservar la corona y todas sus prerrogativas, mientras el resto de clanes aristocráticos se opondrían, decididos a evitar que aquellos prolongaran la dinastía que se extinguía con la falta de descendencia del difunto monarca.

Sin que ninguno pudiera imponerse y para evitar una guerra civil, optaron finalmente por tomar la misma decisión que un siglo antes había elevado a Liuva al trono, la de ofrecer la corona a un candidato de compromiso. En este caso se trató de un prestigioso noble que había contado con la confianza de Recesvinto, el vir ilustris Wamba (posiblemente lusitano). Su avanzada edad parecía augurar un reinado corto, durante el cual el resto de nobles tomarían posiciones de cara al futuro. Este se negó, intuyendo el tempestuoso mandato que aguardaba al elegido. Los cronistas dicen que un duque desenvainó su espada jurando matarle allí mismo si no aceptaba la corona. Ante tal argumento Wamba cedió, y escoltado (o más bien vigilado) por toda la alta nobleza goda, fue llevado a Toledo, donde fue consagrado y coronado por el metropolitano Quirico en la iglesia de los Santos Apóstoles el 16 de septiembre de 672.

Wamba mantuvo una intensa relación con el clero. En 673 nombró a un tal Teudemundo como numerarius o administrador del Tesoro de Mérida por recomendación del metropolitano de la ciudad, Festo. También fijó su atención en el más brillante alumno de la escuela catedralicia toledana, un sacerdote llamado Julián, hijo de dos judíos conversos (probablemente durante las persecuciones de Chintila) y bautizado en la iglesia de Santa María. Educado bajo la dirección del obispo-poeta Eugenio II, descolló como especialista de patrística latina y griega; probablemente el rey lo tomó como secretario personal.

En abril de ese año, Wamba encabezó una expedición contra los vascones en respuesta a una de las tradicionales incursiones de saqueo con que los montañeses saludaban el cambio de monarca en Toledo. Al ordenar la leva para la campaña, Wamba tropezó con el mismo problema que había experimentado Recesvinto 7 años atrás: los godos libres escaseaban, y los nobles enviaban una parte ridícula de sus siervos, normalmente castigados, e insuficientemente armados; algunos de ellos directamente ignoraban la orden real. Sobre el disgusto que algunos nobles sentirían por el arreglo de Gérticos, lo cierto es que la aristocracia acentuaba cada vez más su tendencia egoísta en sus obligaciones hacia el estado.

Wamba tomó el camino hacia Vasconia, pero antes de arribar a Cantabria le llegaron nuevas de una rebelión que había estallado en la provincia gala de Septimania. Julián acompañaba al rey y aunque no tomó parte personalmente en la guerra, escribió la crónica de lo sucedido en la Historia Rebellionis Paulus adversus Wambam, y en la Historia de Wambae expeditione. Estas obras, a diferencia de la mayoría de las contemporáneas, han llegado enteramente a nuestros días. Julián conoció testimonios de primera mano y cartas personales de los conjurados, de forma que la narración es desusadamente prolija en detalles y hechos, lo que en cierto modo ha dado una relevancia a este conflicto en la historiografía de la que probablemente carece en términos globales. Puede servirnos de paradigma de lo que serían las conspiraciones anteriores y posteriores a lo largo de aquel periodo. No existe ninguna duda de que Wamba quedó enormemente complacido por este panegírico a sus logros, y la privanza de Julián no hizo sino aumentar.

Los hechos ocurrieron de esta manera: Hilderico, conde de la ciudad de Nimes, se había levantado contra el rey apoyado por el obispo de Maguelonne, y había ordenado deponer y entregar a los francos al obispo de Nimes, que se había negado a unirse a ellos, nombrando en su puesto el abad Ranimiro. No obstante, ni la capital, Narbona, ni toda la parte occidental de la provincia se sumaron a esta conjura. Wamba no consideró la rebelión de importancia y prosiguió su itinerario, sencillamente desgajando una porción del ejército real al mando del duque Paulo (probablemente duque de la provincia rebelada), con orden de sofocarla. No obstante, en su camino hacia los Pirineos, Paulo aceptó encabezar el descontento de una parte importante de la nobleza. Unido al duque de la Tarraconense Ranosildo, tomó del santuario del bienaventurado Félix de Gerona la corona votiva donada por Recaredo 70 años atrás, y entrando en Narbona forzó al metropolitano Argebado (que se había resistido inicialmente) a consagrarle con ella en la iglesia catedral. Hilderico y los suyos le reconocieron, como casi todos los condes y magnates de Septimania y la parte marítima de la Tarraconense (incluyendo algunos miembros de la Corte o Aula Regia), y Paulo les exigió un juramento de fidelidad hasta la muerte similar al que la ley obligaba a prestar al rey. El rebelde envió una carta a Wamba llamándole “rey del sur”, mientras se intitulaba “rey del este”, invitándole a dividirse el reino, mientras donaba oro a los francos y vascones buscando su alianza.

La rebelión de dos duques, dos provincias y un metropolitano era ya un asunto serio, y Wamba quedó consternado al saberlo. A solas en su campamento le atormentó la duda de saber cuántos de sus nobles participaban en la conjura o simpatizaban con Paulo. En ese momento crítico podría haber abdicado, como hiciera Suíntila, para evitar la guerra civil. En vez de eso convocó una reunión de todos los primates en su tienda, preguntándoles si debía lanzarse a atacar al rebelde, o retroceder y buscar refuerzos. El astuto anciano quería así conocer, según la respuesta recibida, las lealtades de sus magnates. Tras escuchar el parecer de todos, lanzó un violento y autoritario discurso. No sólo no retrocedió, sino que decidió continuar con la campaña contra los vascones, mostrando ante los suyos una confianza ilimitada en sus posibilidades. Eso sí, la expedición se limitó a una semana de incendios y saqueos en las tierras llanas enemigas, evitando los peligrosos valles; los jefes vascones se avinieron rápidamente a pagar rescate y entregar rehenes.

Wamba mostró su valía militar e inmediatamente se puso en marcha hacia el este. En una fulgurante campaña a través de Calahorra y Huesca, llegó a Barcelona, sorprendiendo totalmente a los cabecillas rebeldes y capturándoles sin combate. Seguidamente marchó hacia Gerona que se rindió sin lucha. Los vascones habían fallado, pero Paulo había logrado el apoyo de los francos, que convocaron varias columnas de guerreros bajo el mando de un duque llamado Lupus.

En un alarde de capacidad estratégica impropio de su época, Wamba dividió su ejército en tres cuerpos que pasaron separadamente los Pirineos, cayendo sobre la Septimania desde varios ángulos. En la fortaleza de Clausurae habían concentrado los rebeldes el grueso de sus tropas, reforzadas por un cuerpo de francos, al mando del duque Ranosildo. La vanguardia real alcanzó la plaza y su resistencia se derrumbó como un castillo de naipes: todos los capitanes fueron capturados y los francos huyeron. En una auténtica blitzkrieg altomedieval, Wamba llegó rápidamente a Narbona, de donde había huido Paulo dejando al mando al conde Witimiro, que rechazó la oferta de rendición. Las tropas reales lograron abrir brecha al segundo asalto, capturando la capital y a su comandante, refugiado en una iglesia. La causa de Paulo estaba ya perdida, y por mar y tierra las tropas de Wamba fueron rindiendo sucesivamente Beziers, Agde y Maguelonne, tomando inmenso botín en oro y plata, y capturando a todos los nobles y obispos rebeldes, aturdidos por la celeridad de la campaña. Paulo sabía qué fin le esperaba si era capturado, e intentó una desesperada resistencia en Nimes, confiado en la ayuda prometida por los francos.

El ataque el 31 de agosto de 673; al día siguiente los asaltantes quemaron las puertas y penetraron en la ciudad. Paulo y los suyos se refugiaron en el gran anfiteatro, donde surgieron las suspicacias entre godos y francos, así como entre galos e hispanos, acusándose mutuamente de traición. Cuando comenzaron a acuchillarse entre ellos, Paulo se despojó de sus vestiduras reales y se rindió a Wamba a cambio de perdonar su vida y parar la matanza. El rey ordenó poner fin al saqueo y el día 4 de septiembre en su campamento, ante todos sus nobles y la guardia, juzgó a los rebeldes preguntándoles si les había hecho alguna ofensa que justificase su rebeldía. Uno a uno contestaron que no, y a continuación les fueron leídos los canones de los concilios que condenaban la rebeldía, así como el juramento de fidelidad que todos ellos habían prestado a su acceso al trono. El rey les perdonó la vida y no les cegó. A cambio, fueron decalvados y todos sus bienes confiscados. Wamba reparó los daños hechos en Nimes y devolvió el producto del botín a sus ciudadanos, restituyendo a las iglesias los tesoros de que le había despojado Paulo.

El duque franco Lupus había llegado tarde para socorrer Nimes, pero el día 5 de septiembre comenzó a saquear las cercanías de Beziers para no irse de vacío. El rey respondió entrando con su ejército en las tierras de los francos y sembrando el pánico; Lupus se retiró precipitadamente.

El reino franco se recuperaba a la sazón de sus conflictos internos y no suponía amenaza real alguna para los visigodos. El primogénito de los hijos de Clodoveo II, Clotario III, había heredado el reino franco en 657 a la edad de 5 años, bajo la tutela del poderoso mayordomo de palacio Ebroino. Los nobles austrasianos le odiaban, y acaudillados por el más poderoso de ellos, Pepino de Heristal, lograron que la corona de Austrasia recayera en 663 en el hermano de Clotario, Childerico II (que contaba 10 años). A la muerte de Clotario III en 673, Ebroino había proclamado a Teoderico III, el hermano menor, como rey de Neustria y Borgoña, pero Childerico II y Pepino le depusieron y encerraron en el monasterio de san Denís, marginando a Ebroino y reunificando el reino franco. Childerico II se hallaba en la época de estos hechos tratando de recuperar el gobierno efectivo del reino como habían tenido sus antepasados, pero inmediatamente suscitó el rechazo de los nobles francos de Austrasia, acostumbrados ya a ser soberanos en sus tierras y manejar a su antojo a los reyes.

Wamba sopesó llevar a cabo una gran expedición punitiva en castigo por todas las veces que los francos apoyaban a los rebeldes godos, pero finalmente se impuso su ansia de paz. Llegado a Narbona expulsó a los judíos de la ciudad por su apoyo a Paulo (y fue la única acción antijudía que se le conoce) y nombró nuevos cargos públicos leales. Por cierto que tomó las reliquias que se conservaban en la ciudad del mártir visigodo del siglo V san Antolín de Pamiers, depositándolas finalmente en Palencia.

El regreso fue un gran desfile triunfal. Tras licenciar al ejército, Wamba entró en Toledo a principios de octubre. Paulo (con una ridícula corona falsa en la cabeza) y sus secuaces, el pelo rapado, los pies desnudos y ropas viejas, fueron montados en carros tirados por camellos mientras la muchedumbre se burlaba de ellos y aclamaba al rey. El 1 de noviembre de 673, Wamba mandó publicar su ley militar, que trataba de corregir los defectos de la recluta que había observado. Fue la primera disposición que aceptaba la decadencia del ejército de leva de hombres libres tradicional visigodo, y reconocía legalmente que el grueso de la tropa estaba formada por los siervos de los nobles. Se creaba así el concepto de hueste real medieval como conglomerado de ejércitos privados nobiliarios, exigiéndoles su disponibilidad a la llamada del rey si vivían a una distancia menor de 100 millas del lugar del conflicto, así como el porcentaje mínimo de sus siervos que debían enviar, y la calidad de su armamento. A los infractores les castigaba a perder bienes y la facultad de testificar en los juicios (el derecho consuetudinario que definía a todo ciudadano libre).

El resto del reinado de Wamba fue pacífico. En 674 hubo de deponer al numerarius Teudemundo, pues su elección había sido irregular (era uno de los pocos cargos que todavía estaba reservado en exclusiva a los hispanorromanos). En 675 comenzó un programa de construcción en Toledo: ordenó levantar elegantes edificios y restauró otros antiguos; asimismo grabó dos epigramas en las puertas de la ciudad y mandó edificar unas pequeñas torres coronadas con estatuas de santos protectores en una de ellas, colocando una lápida con invocaciones a los mismos. Los cronistas hablan de una oscura y poco creíble victoria naval de la flota hispanogoda contra una escuadra árabe ese mismo año.

Interesa conocer la historia contemporánea de la conquista árabe de la Mauritania, por la influencia que tendrá posteriormente en la historia de España. Okba ben Nafi, fundador de Kairuan en 670, era un duro gobernante para la flamante provincia de Ifriquiya. Esclavizaba y mutilaba a sus rivales políticos, y convencido de la superioridad árabe, despreciaba y trataba con gran crueldad a los bereberes cristianos de la actual Túnez (provincia romana de África). Estos se unieron en una confederación llamada Sanhaja y, aunque secularmente se habían opuesto al dominio romano, ante el enemigo común infiel se aliaron a los bizantinos de Cartago y eligieron como caudillo a un hombre educado a la romana, llamado Aksil (los árabes le conocerían como Kusaila), que se levantó en armas contra los invasores. Sus éxitos y las quejas de muchos árabes represaliados, movieron al emir de Egipto Maslama (uno de los “compañeros” de Mohammed) a sustituir a Okba por su esclavo liberto Abu Al-Muhajir Dinar en 675. Okba se resistió a su relevo, y Al-Muhajir lo encadenó y envió a prisión, remitiéndole posteriormente a Damasco. El nuevo gobernador inició una política de atracción de los bereberes. Se reunió con Aksil y le trató con gran deferencia, ofreciéndole convertirse al islam, y prometiéndole honores y recompensas si se unía a él. Aunque no aceptó la conversión, Aksil se alió a los árabes y participó de las campañas de Al Muhajir hacia occidente, llegando hasta Numidia (la actual Argelia).

Ese mismo año de 675 Wamba levantó la eventual prohibición de celebrar concilios que Recesvinto había decretado como castigo por la oposición de los obispos a su política. Se celebraron el III concilio provincial de Galecia en Braga, y el XI provincial de Cartaginense en Toledo en la iglesia de Santa María, que vale la pena conocer por su importancia. Los reunidos atribuyeron a la prohibición conciliar previa la disolución en la que había caído buena parte del clero, incluyendo algunos obispos, tomando barraganas y celebrando ritos y oficios de forma irregular. Los 19 firmantes insistieron en la celebración anual de un sínodo provincial, y aprobaron una propuesta real contra la simonía y el hurto de bienes eclesiásticos del clero. En ella se abolía la prescripción de este delito a los 30 años y se exigía al obispo la redacción de un inventario de los bienes de cada parroquia al entregarla a un nuevo sacerdote (por lo visto, al morir sacerdotes y aun obispos, algunos familiares o cercanos al finado tomaban para sí bienes de la Iglesia).

El 23 de diciembre de 675 el rey promulgó esta ley, exigiendo a los funcionarios reales (duques, condes y jueces) que actuasen contra los obispos que malversasen o despilfarrasen los bienes de la Iglesia. Si Recaredo había facultado a los obispos a controlar el trabajo de los funcionarios del fisco, Wamba otorgaba potestad a los cargos del estado para vigilar la labor episcopal. El modelo administrativo avanzaba hacia una fusión cada vez mayor entre Iglesia y Estado, a imitación del cesaropapismo oriental, en el cual el monarca era cabeza eclesial administrativa (no doctrinal). Su celo intromisivo por la Iglesia llevó a Wamba a cometer abusos, como imponer al metropolitano de Mérida, Esteban, la ordenación episcopal de un tal Cuniuldo, en una sede que no existía, la del monasterio de Aquae. Este proceder, contra todas las leyes canónicas, lo repitió en varias villas no episcopales en los alrededores de Toledo. Probablemente este autoritarismo vigilante influyó en las razones que pusieron fin a su reinado.

Cuando el 30 de enero de 680 murió el metropolitano de Toledo Quirico, el rey elevó a esa dignidad a su protegido Julián, convertido así en el prelado más poderoso del reino. Muchos magnates no estaban conformes con el reinado de Wamba, y entre ellos descollaban sin duda los miembros de la familia chindasvintiana. Su más preclaro exponente era Ervigio, hijo de una prima del rey Chindasvinto casada con un griego afincado en Toledo. Había sido elevado al importante cargo de comes civitatis, es decir, conde de la capital y corte. Él fue protagonista de los sucesos que pusieron fin al reinado de Wamba, verdaderamente dignos de un relato de intriga.

El 14 de octubre de 680 el rey Wamba comenzó a sentirse indispuesto, y su salud se deterioró rápidamente, perdiendo poco a poco la consciencia. Avisados los principales miembros del Aula Regia, todos escucharon a los médicos constatar que la vida del anciano rey se apagaba. En ese momento ocurrieron dos hechos sospechosos. Primero se le hizo firmar al rey un documento en el cual nombraba a Ervigio como su sucesor, y una carta al metropolitano Julián urgiéndole a consagrarle sin demora. Resulta imposible saber cual era el grado de conocimiento que Wamba tenía en el momento de firmar estos papeles, si es que tenía alguno. Inmediatamente después, Julián le impuso al rey, probablemente ya inconsciente, la tonsura monacal y la decalvación, recurso que empleaban con frecuencia los godos más piadosos cuando su vida se apagaba, suponiendo que morir como monjes les haría más dispuestos a la misericordia divina.

Para sorpresa de todos, a última hora del día, Wamba se recuperó por completo de su grave y misteriosa indisposición. Sin embargo, las leyes prohibían que un consagrado reinara, y de hecho
muchos usurpadores y pretendientes habían sido incapacitados en el pasado a la corona por medio de la tonsura (el mismo Wamba lo había hecho con Paulo y sus secuaces). El anciano protestó, pero el Aula Regia proclamó rey a Ervigio el 15 de octubre, y Julián le consagró el 21, cerrando el paso a Wamba.

¿Qué había ocurrido? Pues a todas luces un golpe de mano dentro de la propia corte, y con los chindasvintianos como protagonistas indudables. Las crónicas contemporáneas nada dicen de ello, pero las leonesas de dos siglos después recogen una tradición por la cual Ervigio habría traído de las estepas cercanas a Cartagena (precisamente llamadas por los romanos Campus Spartarius) una esencia extraída del esparto con fuertes propiedades somníferas y analgésicas. De ser cierta esta tradición, Wamba fue dulcemente envenenado (una suerte de eutanasia política medieval) con la esperanza de que muriera, o a lo menos quedara incapacitado. Los conjurados conocían los efectos de la planta y esperaron a que su razonamiento entorpecido por la droga le hiciera firmar su renuncia y la elección de Ervigio. La fundamental participación de Julián en la conjura, tonsurando a Wamba y ungiendo rápidamente a Ervigio, no parece inocente, menos aún conociendo posteriormente su trayectoria, en la que no faltó la energía ni la astucia para obtener sus objetivos.

¿Qué razones podía albergar Julián para conjurarse contra el hombre que le había encumbrado? Es difícil decirlo. Wamba había sido un rey piadoso, protector del honor y las riquezas de la Iglesia, pero su concepto de protección incluía vigilar estrechamente los desfalcos y abusos de los obispos, a los que había colocado bajo el poder regio. Julián tenía otros planes en su relación con Ervigio.

El éxito inmediato del complot no podía mantenerse indefinidamente. Wamba tenía su propia familia, que trasladó las protestas del anciano por su destronamiento ilegal, y muchos otros clanes aristocráticos no tragaban a los chindasvintianos. Para colmo se desató una hambruna en el reino, que parecía ser un castigo de Dios. Ervigio se vio obligado a convocar un concilio general del reino para tratar su ascenso al trono, o afrontar una rebelión abierta de parte de la nobleza. Julián y los obispos demostraron entonces al rey el valor de su apoyo.

El 9 de enero de 681 se inauguró el XII concilio general de Toledo en la iglesia de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, ante 38 obispos o vicarios, 4 abades y 15 varones ilustres de la Corte. Oficialmente, el tomo que Ervigio entregó solicitaba a los obispos la revisión del Liber Iudicorum de Chindasvinto y Recesvinto para adecuarlo a los tiempos, así como la aprobación de 28 nuevas leyes contra los judíos, resumen y compendio de todas las anteriores (prohibición de poseer esclavos cristianos, de guardar libros que atacaran la fe católica, de ostentar puestos de gobierno sobre cristianos, de celebrar las fiestas judías), con algunas novedades, como la sustitución de la pena de muerte a los transgresores por amputaciones y azotes, o la secularización de clérigos que tuvieran relaciones con mujeres judías. Julián fue el primer obispo conocido que alentó e impulsó leyes antijudías, confirmando el viejo adagio de que los conversos suelen ser los más feroces perseguidores. Obtuvo del concilio la aprobación de las propuestas del nuevo rey, pero sobre todo dirigió el proceso de los hechos del 14 de octubre, presentándose testigos que certificaban la veracidad de la versión de Ervigio y la autenticidad de los documentos firmados por Wamba. Los obispos y magnates siguieron el criterio de Julián, y Ervigio fue aceptado como rey, ahora con un apoyo amplio, sobre todo entre los eclesiásticos. El concilio también corrigió los nombramientos episcopales erróneos de Wamba, dictó leyes contra el paganismo y la idolatría que aún persistían en algunas áreas rurales, y concedió diversos privilegios a los judíos que hubiesen probado su conversión sincera al cristianismo (de nuevo podemos ver en este canon la mano inconfundible del converso metropolitano de Toledo).

De este concilio, clausurado el 25 de enero de 681, salió definitivamente derrotado el anciano Wamba. Los obispos habían desestimado sus protestas, y fue forzado a ingresar en el convento de Pampliega. Pese a sus errores y defectos, había sido un buen rey durante 8 años, gran estratega, reformador del ejército, embellecedor de Toledo, reforzador del poder real, y preocupado por el orden y la riqueza de la Iglesia. Los cronistas medievales vieron al anciano monje (que vivió hasta 683) como un ser corroído por el rencor hacia sus enemigos, que transmitió a Egica, al que hacen su sobrino. Aquel al que habían obligado a aceptar la corona bajo amenaza de muerte termino sus días amargado por haberla perdido injustamente.

Ervigio, en cambio, logró salvar su trono, pero lo hizo al precio de deberse por entero a Julián y al estamento episcopal, que fueron los verdaderos triunfadores. A un monarca piadoso y regalista siguió uno que no fue otra cosa que un instrumento en manos de los obispos y los nobles, a los que trató de contentar siempre para conservar su corona.

Entre 680 y 681 había tenido lugar el III Concilio de Constantinopla (VI ecuménico), que condenó definitivamente el monotelismo, o variante energética del monofisismo, un intento de conciliación entre niceísmo y monofisismo que el emperador Heraclio y el patriarca Sergio habían ensayado alrededor de 630. Perdidas todas las provincias monofisitas imperiales en manos de los musulmanes, no había ya razón política para apartarse de la ortodoxia.

En el norte de África, el ascenso de Yazid al trono de Damasco provocó la rehabilitación de Okba ben Nafi. Llegado este a Kairuan en 682, puso de inmediato en marcha sus planes de venganza. Su sustituto Abu Al-Muhajir Dinar fue depuesto, azotado y encadenado. Okba le llevó engrilletado siempre consigo, y reemprendió las campañas guerreras con su habitual crueldad y su desprecio por los bereberes. Ese mismo año protagonizó la primera expedición árabe que llegó al Océano Atlántico. Intentó dirigirse al norte, pero logró ser frenado por el conde imperial de Ceuta, un hombre clave en la historia de España, llamado Urbano, que hace aquí su primera aparición. Era un noble romano-africano cuyo prestigio como gobernador le había permitido ser elegido caudillo de la tribu bereber de Gomera (Rif occidental actual).

La actuación despiadada de ben Nafi no podía conducir más que a una previsible rebelión de sus vasallos bereberes. Aksil rompió sus relaciones con los árabes y se acercó de nuevo a los imperiales. El exarca de Cartago, en la mejor tradición bizantina, suplió con habilidad diplomática su falta de recursos, y unió sus fuerzas a las de los Sanhajas, en número de casi 50.000 hombres, emboscando a la fuerza árabe a su regreso, cerca de Biskra, en 683. Superados ampliamente en número (Okba había cometido el error de licenciar a buena parte de su ejército antes de llegar a Kairuán), los musulmanes fueron arrollados por el ejército cristiano al mando de Aksil en la batalla de Tahudha. Dicen los cronistas árabes que Okba, viendo perdida la lucha, ofreció a Al-Muhajir liberarle de sus grilletes para poder mejor defenderse. El liberto, sin embargo, replicó que prefería combatir con las cadenas con las que había vivido sus últimos meses al igual que en sus primeros años. Ambos murieron en la batalla. Con este combate se puso punto final al primer embate árabe en Ifriquiya; los supervivientes evacuaron Kairuan y se replegaron a Barca, en la Cirenaica.

En el reino franco, Childerico II fracasó en su intento de restaurar la autoridad real. Fue asesinado en 675, y su reino, tras algunos años de inestabilidad, acabó siendo heredado nominalmente por su hermano Teoderico III, sacado del monasterio e instalado como monarca de Neustria y Borgoña en 675 y de Austrasia en 679. Duró en el trono hasta 691, pero no fue más que un instrumento de los mayordomos reales, Ebroino hasta su muerte en 681 y posteriormente Pepino de Heristal.

En España, Ervigio inició una febril actividad legislativa. Dejando aparte su obsesión por “extirpar la pestilencia raíz y tronco judíos” del reino, impulsó a la comisión regia aprobada por el concilio para corregir varias leyes anteriores, casi siempre en un sentido que favoreciera los privilegios de la nobleza frente al rey, sobre todo la aristocracia cortesana de los magnates. Como ejemplo más notorio, la importante suavización de las penas que sufrirían los nobles infractores de la ley militar de Wamba, que ya no perdían el derecho a testificar. El 21 de noviembre de 681 entró en vigor el nuevo código de leyes revisado, a un precio obligatorio de 12 sueldos de oro por copia (el de Recesvinto se había vendido a 6 cada una). A principios de 683 absolvió a todos los condenados por traición que quedaban todavía prisioneros desde tiempos de Chintila. Eso incluía a los conspiradores asociados a Paulo, muchos de los cuales no solo fueron restituidos en su patrimonio, sino también en sus honores, y aún se les dieron cargos nuevos. Incluyó en el código la abolición a la ley de Recesvinto que prohibía la mutilación de esclavos como castigo. Aun publicó otra ley el 1 de noviembre de ese año perdonando los impuestos atrasados sobre la posesión de esclavos, condonación que lógicamente favorecía más a los más ricos.

Solo 3 días después, el 4 de noviembre de 683, Ervigio inauguró el XIII concilio general de Toledo en la iglesia de los Santos Apóstoles. A él acudieron 77 obispos y 26 magnates, haciéndolo el más concurrido de la historia del reino hispanogodo. En su tomo, el rey solicitó la aprobación del concilio de su perdón a los “seducidos por la aviesa conspiración del traidor Paulo”, violentando así varios canones conciliares que prohibían rehabilitar a los traidores al rey. Los conciliares no solo aprobaron la restitución de honores y bienes a los conjurados de Paulo, sino a todos los traidores que todavía permanecían castigados desde los últimos 40 años, emitiendo una auténtica “ley de amnistía política”. Asimismo, lamentando supuestos abusos, se prohibió que ningún noble palatino pudiese ser arrestado, interrogado, torturado o depuesto de su posición por sospecha de traición. A partir de entonces, un magnate del Aula Regia sospechoso de conjurarse sería juzgado por un tribunal de nobles y obispos (sus iguales), y no por funcionarios reales. Se trataba de disposiciones que reducían enormemente el poder real y reforzaban la inmunidad de los nobles más ricos, los primates. A cambio de tan brutales cesiones, Ervigio recibió del concilio seguridades en torno a su corona así como la vida y bienes de su esposa e hijos a su muerte. También Julián tuvo su parte: el rey aprobó el nombramiento de la sede toledana como primada oficial. El metropolitano de la sede regia se convertía en un verdadero primus inter pares del episcopado hispano.

Por cierto que el obispo Gaudencio de Valeria (actual Las Valeras, provincia de Cuenca) presentó al concilio un caso de conciencia que resultó sumamente embarazoso. Había caído enfermo, tomando las órdenes monásticas, para recuperarse posteriormente, ¿podía seguir ejerciendo sus responsabilidad episcopales con validez, dado que el concilio anterior, a propósito del caso de Wamba, había decretado que los tonsurados debían mantenerse alejados del mundo? La pregunta era muy inoportuna, y los obispos, sin duda inspirados por Julián, argumentaron en una larga respuesta que la tonsura “alejaba al hombre de los tumultos mundanos y el pecado”, pero no afectaba a sus derechos divinos. Con un enrevesado razonamiento, el concilio permitía a Gaudencio seguir siendo obispo, y añadía un enredo al yerro original de la norma creada contra Wamba, estableciendo el doble rasero legal entre un obispo católico y un rey impopular.

El XIII concilio de Toledo fue clausurado el 13 de noviembre de 683, y es muy interesante echar un vistazo a quienes lo firmaron, pues nos da un cuadro general de los pesos pesados del reino en aquellos años. Vemos que en él figuran tres antiguos conjurados con Paulo, ahora rehabilitados (Trasarico, Trasamundo y Recaulfo), demostrando que los chindasvintianos se habían relacionado de alguna forma con aquella rebelión. Los dos nobles más poderosos eran Egica y Suniefredo, ambos con título de dux et comes scanciarum. Un hispano, Isidoro, era comes thesaurorum (conde del Tesoro Real), y Vítulo era comes patrimonii (conde del Patrimonio Real). Oiremos hablar de nuevo de varios de ellos.

Poco después del fin del concilio, con los obispos ya en sus sedes, y en pleno y frío invierno, llegó a Toledo el notario papal Pedro, llevando las cartas del ya difunto papa León II dirigidas al metropolitano y al conde de la ciudad, Simplicio, pidiendo la convocatoria de un concilio general para confirmar los edictos del ecuménico constantinopolitano celebrado dos años antes. Ervigio y Julián constataron que era imposible materialmente hacer volver otra vez a todos los delegados en tan poco tiempo. En su lugar, resolvieron convocar un concilio provincial Cartaginense, al que acudieran los metropolitanos de las demás provincias, para aprobar las actas constantinopolitanas. Luego, cada uno convocaría un concilio provincial en el que se transmitirían a todos los obispos locales las conclusiones que habían de llevar a cabo. De esta forma tan efectiva daba sus primeros pasos la primacía de la sede toledana otorgada por el XIII concilio. Julián mismo redactó un escrito personal, llamado Apologeticum fidei, en el que hacía su aportación a las conclusiones del concilio (que no había tenido representación española), anatemizando la herejía monotelita con argumentación teológica.

Pese a las disposiciones adoptadas, el concilio previsto (numerado como XIV de Toledo), no pudo celebrarse hasta finales de 684, y el nuevo papa, Benedicto II, escribió una carta a su legado Pedro encareciéndole a que agilizase los trámites de aprobación. Del 14 al 20 de noviembre tuvo al fin lugar, en la iglesia de Santa María, con asistencia de 24 obispos. Además de confirmar las conclusiones del concilio ecuménico y mandar a los fieles españoles creer todo lo que en ellas se decía, los padres conciliares añadieron a las actas un ejemplar íntegro del Apologeticum fidei, estipulando que tuviese la misma fuerza que las epístolas decretales. El ejemplar con las actas fue enviado a Roma, donde Benedicto II, tras leer la obra de Julián advirtió a su embajador que existían varias expresiones en el mismo que podían mover a confusión, sobre todo “la Voluntad engendró a la Voluntad, como la Sabiduría engendró a la Sabiduría” y “en Cristo hay tres substancias”, solicitando que el emisario trasladase a Julián la necesidad de explicarlas y defenderlas con testimonios de la Escritura y los Santos Padres.

En este momento Julián era el obispo más poderoso e instruido del reino, y de hecho, el hombre fuerte tras el trono. Había escrito varias obras teológicas contra los judíos, descollando entre todos los obispos hispanos en este tema: Reprensiones, en la que defendía las leyes y cánones que prohibían a los judíos la posesión de esclavos cristianos y De sextae aetatis comprobatione, en la que negaba la pretensión judía de esperar aún al Mesías. También era autor de una vida de su predecesor Ildefonso Beati Ildephonsi Elogium. Aunque conservaba buena parte de la erudición de los obispos anteriores, Julián fue un hombre más mundano y ambicioso, lejos de los ejemplos de piedad y rectitud de Isidoro, Fructuoso o el propio Ildefonso. Sin dudarlo un momento, contestó al papa escribiendo un tratado todavía más prolijo, el Apologeticum de tribus capitulis, que lejos de corregir el fidei, realizaba una ardiente defensa del mismo, demostrando su ortodoxia con una erudita argumentación y citas de los primeros padres (Ambrosio, Atanasio, Agustín e Isidoro). Lo cierto es que cuando redactó su tomo de respuesta, el papa Benedicto II ya había muerto (mayo de 685).

El año 687 una nueva hambruna volvió a sacudir al reino, igual que había sucedido al ascender al trono Ervigio. El rey advirtió el paralelismo y tal vez viese una señal sobrenatural que anunciaba el fin a su andadura; su salud comenzó a deteriorarse. Tan consciente era de su debilidad política que, pese a que tenía varios varones de su esposa Liuvigoto, fue uno de los pocos monarcas del reino godo tardío que ni siquiera intentó ser sucedido por un hijo suyo. En lugar de eso, había casado previamente a su hija Cixilio con Egica, el mayor magnate del reino, un hombre maduro y viudo, buscando la seguridad de tal alianza matrimonial. En octubre, sintiéndose morir, se retiró a un monasterio, a donde hizo llamar a su yerno. El 14 de noviembre le ofreció su recomendación para alcanzar el trono a cambio de jurar que respetaría la vida y hacienda de su familia política, como así lo hizo Egica. Al día siguiente, en el umbral de la muerte, Ervigio ordenó a los magnates de palacio que le abandonaran y marcharan a Toledo a coronar a Egica. Después tomó la penitencia y las órdenes monacales, y falleció esa misma tarde.

Sobrino segundo del rey Chindasvinto, Ervigio había empleado una sucia conjura para arrebatar el trono a Wamba. Durante todo su reinado fue dócil a los mandatos de Julián, al que debía el trono, y realizó constantes concesiones a la alta nobleza, arrebatando mucho poder a la corona para cederlo a una casta privilegiada de grandes señores con los que intentó siempre congraciarse. Su obsesión en perseguir judíos no se vio completada con ninguna otra clase de energía de gobierno, y mendigó continuamente a los concilios y a su sucesor protecciones para su viuda e hijos, temeroso de la venganza de la familia de Wamba. Todo para obtener 7 años de reinado precario. Para colmo, sus estériles esfuerzos no obtuvieron fruto a su muerte.

Los autores medievales vieron en la querella de los descendientes de Chindasvinto y Wamba la causa de todos los males que se abatieron sobre España. Aunque se trata de una simplificación excesiva, no cabe duda que las tradicionales pendencias y egoísmos de la clase dirigente goda cristalizaron a modo de paradigma en las disputas de estas dos familias. Ambas se mostrarían dispuestas a permitir la destrucción del reino antes que ceder en sus ambiciones particulares y abatir su odio al enemigo político.
A la postre, lo conseguirían.

Este artículo está dedicado a Juanjo Romero.


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3 comentarios

  
Antonio Gómez
Estimado Luis, maravillado con sus conocimientos dobre esa etapa de la historia de nuestro país, me ha interesado mucho la figura de Urbano (en Ceuta). ¿Podría ilustrarme sobre ella y la Ceuta (cristiana) de esa etapa?

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LA

Gracias, Antonio. La figura de Urbano (muy conocida a nivel popular pero con otro nombre), aparecerá abundantemente en la próxima entrega de esta serie, que ya concluye, sobre la historia política, religiosa y cultural del reino godo en España. Será el mes de que viene, si Dios quiere.
26/05/11 8:41 PM
  
Ano-nimo
Luis:

Muchas gracias por ilustrarnos sobre tan interesante periodo de nuestra historia; un artículo muy bueno.

Un cordial saludo.
26/05/11 10:25 PM
  
Juanjo Romero
Acabo de regresar corriendo al ordenador. Dado que el "articulillo" era un poco largo decidí imprimirlo para leer más cómodamente: 15 folios.

Como tengo la manía de leer desde el principio al final y tomar notas, subrayar y esas cosas no llegué a la última línea hasta hace 5 minutos: UN MILLÓN DE GRACIAS.

Ya hablaremos.



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LA

Jajajaja. Sí, tengo un amigo mío indignado por la longitud de los artículos, sobre todo estos "de godos", como dice él. Por supuesto, no se los acaba, y temo que ni siquiera los empieza.

Lo siento. Siempre me propongo recortar y podar, pero al final es superior a mis fuerzas: tengo que contar hasta el último detalle. Yo disfruto haciéndolo, pero muchos de mis lectores en absoluto.

Muchas gracias a ti por los ánimos. Lo de tomar notas me ha llegado al alma (en serio).
30/05/11 4:06 PM

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