El mayor de los arrianos

A la muerte del rey Atanagildo en 568, el reino visigodo de Hispania, se hallaba al borde de su desaparición: la hacienda pública estaba arruinada, la moneda devaluada, el tesoro real perdido, grandes trozos de territorio en rebeldía, y los nobles no se ponían de acuerdo para elegir sucesor.

El Imperio de Constantinopla, que ocupaba toda la costa entre Denia y Cadiz, mas el sur del río Betis, se hallaba en su apogeo. Aunque el gran Justiniano había muerto en 565, su sobrino y sucesor Justino II proseguía la Restitutio Imperi, la reunificación del antiguo imperio romano, y la diócesis hispana, totalmente descompuesta, parecía el siguiente objetivo de su poderoso ejército. La providencia vino en auxilio de los godos. En 567, los lombardos habían derrotado a sus amos gépidos (otra tribu germana estrechamente emparentada con los godos) en Panonia (la actual llanura de Hungría), pero al año siguiente hubieron de migrar con su rey Alboino a la cabeza al norte de Italia, huyendo de los nómadas avaros, los sucesores de los hunos. Cualquier iniciativa militar que tuvieran preparada los imperiales para conquistar España hubo de suspenderse definitivamente, orientadas sus fuerzas en defender sus posesiones italianas de los lombardos.

Fueron los germanos francos quienes obligaron a los aristócratas godos a terminar con la anarquía. El mayor de los hijos de Clotario, Gontrán de Borgoña, asoció a su hermano Sigeberto de Austrasia (hoy el suroeste de Alemania) en su campaña contra Arlés, la más rica y poderosa ciudad del sur de la Galia, que los visigodos habían recuperado 15 años antes, aprovechando la desaparición del reino ostrogodo; tras obtener una victoria frente a los muros de la plaza, la sitiaron en 568. Al conocer la noticia, las diversas facciones nobiliarias godas pusieron fin a 5 meses de negociaciones y elevaron al trono de España a un anciano aristócrata llamado Liuva (Leova). El nuevo rey se trasladó de inmediato al norte, pero en 569 los francos habían tomado ya la plaza, obteniendo por primera vez una salida al mar Mediterráneo. La amenaza inminente de una invasión de la Septimania, movió al rey a una decisión sin precedentes en el reino godo (aunque sí en el imperio romano): asoció a su hermano menor, llamado Leovigildo (Leovakhilts) al trono, y le encargó los asuntos de Hispania, mientras él se instalaba en Narbona y preparaba un ejército para defender los territorios galos. A la postre, el ejército franco se deshizo. Sigeberto retornó a sus tierras para activar la guerra que había iniciado contra su hermano Chilperico de Neustria (norte de la actual Francia); este había permitido que su amante Fredegunda ordenara el asesinato de su esposa, la princesa goda Galsuinda, hija de Atanagildo. La reina de Austrasia, hermana pequeña de la víctima, era la goda Brunequilda, y ardiendo en deseos de venganza, empujó a su marido a una guerra fratricida que afectó la política de toda la Europa occidental durante décadas.

Leovigildo se convirtió desde muy pronto en el monarca principal de esa curiosa diarquía. Era ya un hombre maduro, que había enviudado de su primera esposa (algunas crónicas afirmaron posteriormente que era una romana por nombre Teodosia, pero los testimonios más fiables dicen que se llamaba Rinchilde, una germana posiblemente franca), de la que había tenido dos hijos, Hermenegildo y Recaredo. Ahora, para reforzar su posición, y probablemente también por sus relaciones con el poderoso Sigeberto de Austrasia (de quién era suegra) casó con Godsuinda, viuda del rey Atanagildo. La pareja real era fervientemente arriana.

Comprendió desde el principio la dificil situación del reino, y sus primeros diez años fueron una constante campaña militar para reunificar el territorio y someter a sus ambiciosos vecinos. Primeramente atacó a los bizantinos en dos expediciones: en 570 devastó la región Bastetana (entre las actuales provincias de Jaen, Granada y Almería), tomando su capital (Basti, Baza); en 571 sitió Asindona (Medina Sidonia), la más importante ciudad al sur de Sevilla, logrando que un hispanorromano llamado Framideo le abriera las puertas a su ejército; la guarnición imperial fue capturada y ejecutada. En 572, el legado imperial firmó la paz con el rey, reconociéndole todos los territorios tomados. Desde los tiempos de Eurico, los godos no habían tenido un monarca con tanto prestigio militar como Leovigildo, que quedó como rey único ese año, al morir su corregente y hermano Liuva, tras un oscuro reinado de sólo 3 años en el que no salió de Narbona. Su tercera expedición tuvo lugar a finales de 572, cuando asaltó Córdoba por la noche, recuperando el importantísimo tesoro real visigodo (que fue trasladado a Toledo), ejecutando a los cabecillas hispanorromanos y poniendo fin a la larguísima rebelión cordobesa (22 años) que tanto había humillado el orgullo de los godos. Así, todo el valle del Betis volvió a la obediencia al monarca.

Mientras estas cosas pasaban en el sur, el rey Teodomiro de los suevos había muerto en 570. Su sucesor Miro presidió en 572 el II concilio general del reino en Braga, donde garantizó la protección real a la religión católica. Miro entendió que la independencia de todo el norte peninsular respecto a Toledo era una buena oportunidad para anexionárselo, y emprendió ese año una campaña contra la tribu astur de los ruccones, y contra la comarca de Cantabria, con la excusa de castigar sus incursiones. No logró ganancias significativas, pero los godos lo tomaron como una violación de su territorio nominal. Así fue como en 573, Leovigildo, acompañado por sus dos hijos, emprendió en el norte su cuarta expedición: invadió las tierras de los sábaros (otra tribu astur, al sur del Duero), derrotándolos y afirmando su dominio mediante la fundación en su territorio de Villa Gothorum (actualmente Toro). Al final de esta campaña asoció al trono a sus hijos Hermenegildo y Recaredo. En 574 le tocó el turno a los rebeldes cántabros; el ejército visigodo penetró en sus tierras, derrotó a sus ejércitos y conquistó su capital, Amaya. El senado de terratenientes cántabros, encabezados por un tal Abundancio, fue capturado y ejecutado. En 575, en su sexta campaña, el ejército real entró en las tierras de Galecia tomadas por Miro unos años antes, ocupando la región de la actual Orense y capturando al cabecilla galaico Aspidius, junto a su familia. En apenas 5 años, Leovigildo había convertido el anárquico reino godo en una monarquía unida y fuerte en torno a su persona y su familia, gracias a sus triunfos militares y a su carácter autoritario. La séptima expedición de Leovigildo, en 576, fue un castigo a las transgresiones de los suevos: su ejército sitió Oporto y la capital, Braga, y Miro hubo de pedir la paz aceptando un humillante vasallaje al rey godo. Su octava y última expedición tuvo lugar en 577, invadiendo la rebelde región de la Oróspeda (actual curso alto del río Segura) y tomando sus ciudades y castillos. Desposeídos los imperiales, anexados los rebeldes, avasallados los suevos, Leovigildo celebró el triunfante final de sus campañas guerreras fundando en 578 la ciudad de Recópolis (actualmente Zorita de los Canes, en el curso alto del Tajo) en honor de su hijo Recaredo.

Resuelto el problema de la división territorial, el enérgico monarca afrontó la división social que sufría el reino siguiendo la política de sus predecesores: conservar la segregación religiosa de la población. De hecho, aunque mantuvo la prohibición de los concilios, mostró cierta tolerancia hacia los romanos católicos; ya en 570 había recibido deferentemente a dos abades africanos, que huían de la persecución de los moros rebeldes. A Nanctus le otorgó tierras confiscadas a un noble enemigo para que fundara un monasterio, rogándole sus oraciones (pese a ser arriano), y a Donatus, un prestigioso prior, que venía con 70 monjes y una impresionante biblioteca, le permitió establecer el monasterio Servitanum, entre Játiva (Saetabis) y Valencia. Su regla probablemente estaba basada en la agustina, y más tarde Donatus fue sucedido en el cargo por su discípulo Eutropio. El monasterio Servitanum se convirtió pronto en un foco de cultura y espiritualidad que irradió a la provincia Cartaginense, como el monasterio de Dumio lo había hecho en Galecia y el de Biclaro en la Tarraconense. Sin embargo, con respecto a los godos, el rey tenía la firme convicción de que su fe nacional era la arriana y así debía mantenerse. Cuando en 576 el monje godo Juan de Biclaro regresó de su viaje de estudios de 16 años en Constantinopla, Leovigildo se reunió con él y con halagos y amenazas, trató de hacerle volver al arrianismo. Al no lograrlo, le desterró a Barcelona, donde comenzó a escribir una crónica del reino que sería modelo para posteriores generaciones, y fuente preciosa de información para los historiadores. Un número creciente de nobles visigodos se estaban convirtiendo al catolicismo; se cree que el duque de la provincia Cartaginense, Zerezindo, muerto en 578, era un converso.

El problema religioso estalló del modo más insospechado. En 579, el rey reforzó sus alianza con la casa de Austrasia. Sigeberto había caído bajo el puñal de un asesino neustriano en 575, y ahora la corona recaía nominalmente en su hijo Childeberto II de Austrasia, un niño de 5 años, pero el gobierno correspondía a su viuda goda, la enérgica Brunequilda, hija de la reina consorte Godsuinta. La regente aceptó la propuesta de su madre: el matrimonio del primogénito del rey godo (y presumible heredero) Hermenegildo, con su hija Ingunda, de tan solo 12 años. La costumbre contemporánea era que la esposa adoptara la religión del marido; así había sucedido con Brunequilda y Galsuinda, bautizadas sin problemas en el catolicismo a su llegada al reino franco. El matrimonio real godo esperaba sin duda que Ingunda aceptara dócilmente convertirse al arrianismo, y Godsuinta quedó muy desconcertada cuando su nieta, tras haber sido aleccionada en su viaje por el obispo Frominius de Agde (en la provincia Septimania) se negó a abjurar de su fe al llegar a Toledo. Leovigildo ordenó la expulsión de Frominuis de su sede, mientras Godsuinta intentaba persuadir a Ingunda para que hiciese arriana. Ante la firme negativa de la joven, su abuela la golpeó, la arrastró por el suelo y la arrojó desnuda a un estanque lleno de peces. El hado fatal de Amalarico y Clotilde parecía revivir 50 años después. Para evitar el conflicto familiar y la posible guerra contra el poderoso reino franco de Austrasia, el rey decidió alejar al matrimonio de la corte toledana y de su irascible esposa: Hermenegildo fue nombrado duque de la provincia Bética, la más rica del reino, para que fuese formándose en las artes del gobierno, y se trasladó con su esposa a Sevilla. Allí trabó amistad con el obispo de la ciudad, un monje llamado Leandro, hijo de un matrimonio mixto, el del noble Severiano y su esposa goda, huidos de Cartagena en 555. En pocos meses, Leandro e Ingunda evangelizaron al príncipe, y a finales de 579, en el ambiente de una ciudad de godos tradicionalmente tolerantes o incluso conversos, se bautizó con el católico nombre de Juan. Puede suponerse el trauma que en Toledo supuso la llegada de estas noticias. Dada la política religiosa del rey, la conversión de su primogénito a la fe romana se podía considerar como una traición. Leovigildo trató de entrevistarse con él, pero el temeroso neófito Juan lo eludió.

El drama tomó pronto un curso terrible. Los godos católicos de Sevilla vieron pronto al príncipe católico como su campeón. Los aristócratas descontentos, el obispo Leandro y el gobernador bizantino le empujaron a rebelarse contra su padre. A principios de 580, Hermenegildo fue proclamado rey en Sevilla por el obispo Leandro y los nobles godos católicos, al grito de “Dios conceda vida al rey”, lema que anotó en las monedas que de inmediato comenzó a acuñar. El usurpador, no obstante, no destronó a su padre, y le reconoció el título de rey, del cual se proclamaba por su propia iniciativa corregente. Resulta interesante constatar como todos los autores hispanos católicos contemporáneos consideraron este acto como ilegítimo y contrario al cuarto mandamiento (incluyendo el desterrado Juan de Biclaro, que exculpó en parte al príncipe achacando su decisión a la actitud de su madrastra hacia Ingunda), mientras los cronistas francos, como Gregorio de Tours, alabaron la rebelión del príncipe. Las provincias de Bética y Lusitania apoyaron al alzado, pero el resto del reino mantuvo su lealtad a Leovigildo. El fantasma de la terrible guerra intestina, 25 años dormido, volvió a despertar.

Fue una guerra civil extraña. Durante el primer año, no hubo enfrentamiento directo. Hermenegildo, tal vez esperando que su padre aceptara dividir el reino entre ambos, se limitó a devolver a los católicos de sus territorios todas las iglesias que habían debido ceder a los arrianos un siglo atrás. Leandro, erigido en el principal consejero del joven, logró el apoyo del rey Miro de los suevos y viajó a Constantinopla, solicitando que las fuerzas imperiales ayudasen al alzado católico. Era un mal momento: el imperio, acosado por persas y avaros, con el nuevo emperador Tiberio II agobiado por los gastos militares, no tenía recursos que enviar al lejano occidente mediterráneo. Leovigildo, quizá confiando en alcanzar finalmente una entente con su hijo rebelde, se limitó a enviar unos asesinos a acabar con el obispo Frominius, al que sin duda consideraba responsable de todo. Este huyó al territorio franco, donde dio a conocer los sucesos de España. Anecdóticamente, fueron los vascones los primeros damnificados. Confiados en que las querellas internas de los godos les mantendrían ocupados, los jefes vascones organizaron en 581 una grandiosa expedición por el valle del Ebro, que saquearon con éxito, llegando a tomar la ciudad de Rosas, en la costa mediterránea. Al mando del ejército real, Leovigildo reverdeció sus viejos laureles militares: derrotó a los invasores, reconquistó Rosas y en verano penetró en la misma Vasconia, sometiéndola como no lo había hecho ningún gobernador peninsular desde los tiempos de Octavio Augusto. Los caudillos vascones, vencidos, se sometieron al rey godo y le entregaron numerosos rehenes, que empleó en levantar el castillo de Victoriacum, en pleno territorio vascón, en honor a su victoria. Se cree que es el antecesor de la ciudad de Vitoria, aunque la actual se halla en otro emplazamiento. El respeto del rey por la religión de los romanos se mantuvo incluso en estas circunstancias, y por ejemplo, ordenó devolver al monasterio de san Martín los bienes que sus soldados habían saqueado durante la campaña.

582 fue el año decisivo. Con sus veteranos del norte, Leovigildo invadió al fin Lusitania, y conquistó fácilmente Mérida, que se había puesto de parte de Hermenegildo. Allí nombró a Sunna obispo arriano de la ciudad, devolviéndole las iglesias que los católicos habían recuperado. Sunna exigió también la iglesia mayor de santa Eulalia, y el rey nombró a tal fin una comisión mixta que, no obstante estar formada en su mayoría por arrianos, la concedió finalmente a los católicos. Se daba la circunstancia que el obispo católico de Mérida era un godo converso, llamado Masona, ardiente predicador contra Sunna y contra el arrianismo. Leovigildo se reunió con él, y trató de convertirle de grado o con amenazas de nuevo a la fe arriana. Al resistirse, le exigió que entregase la túnica de santa Eulalia, la reliquia más preciosa de la ciudad, al obispo arriano. Su negativa costó a Masona la deposición y el destierro (el obispo le dijo “si conoces un lugar donde no se halle Dios, destiérrame allí”), y el rey nombró a un romano más dúctil llamado Nepopis como nuevo obispo católico emeritense. Y es que en este conflicto se dio la circunstancia de que los hispanorromanos, contra lo que se pudiese pensar, no apoyaban mayoritariamente al príncipe godo católico de Sevilla. Parece que aquellos que quedaron en territorios de Leovigildo, le fueron leales, dada la tolerancia que siempre había mostrado por su fe. No obstante su fácil victoria, el rey se preocupó seriamente por la resistencia que presentaban los godos conversos al catolicismo. Ese verano de 582 envió una embajada encabezada por dos hispanorromanos, Florencio y Exuperio, buscando congraciarse con los reyes francos. Primeramente visitaron la corte austrasiana, su antiguo aliado. Brunequilda repudió a su madre arriana y apoyó a su yerno Hermenegildo, despidiendo a los embajadores. Estos se dirigieron entonces a sus mortales enemigos: Chilperico de Neustria y Fredegunda, ofreciéndoles el matrimonio del príncipe Recaredo con su hija Ringunthis. La alianza se firmó, e incluso la princesa llegó a ser enviada a Hispania en septiembre de 584. Finalmente, en invierno de 582, Leovigildo entró con su ejército en la provincia Bética, deshizo a las tropas suevas de Miro que habían acudido a ayudar a Hermenegildo, obligándoles a regresar a Galecia, y sitió Sevilla, donde se refugió el príncipe. Este esperaba sin duda que su padre acabara hastiándose del asedio, pero el ejército real se instaló en la cercana ciudad de Itálica, y reconstruyó sus murallas, demostrando su disposición a tomar la ciudad costara lo que costara. A principios de 583 el rey bloqueó con una flota el río Betis, y el hambre y los asaltos llevaron la desesperación a los sitiados. Hermenegildo, unido al ejército bizantino de Hispania, salió a pelear contra su padre, mas los agentes de Leovigildo compraron al general imperial con 30.000 sueldos, y este abandonó a sus aliados en pleno campo de batalla. Derrotados, los godos católicos volvieron a refugiarse tras los muros, pero su causa ya estaba perdida.

En junio de 583, tras varios meses de sitio, el ejército real tomó la ciudad al asalto. Hermenegildo huyó y, dejando a su esposa Ingunda y a su pequeño hijo Atanagildo al cuidado de los bizantinos (que los trasladaron a África), se dirigió con sus pocos fieles a Córdoba. En febrero de 584 la ciudad se rindió apenas vio aparecer a Leovigildo (que acuñó una moneda conmemorativa, intitulándose “dos veces conquistador de Córdoba”). Abandonado por todos, Hermenegildo se refugió en una iglesia, donde su hermano Recaredo, que se había mantenido al lado de su padre, le prometió el perdón real si se sometía. Hermenegildo salió y se arrojó a los pies de su padre. Leovigildo le alzó, le dio el beso de la paz y, despojándole de sus vestiduras reales, se lo llevó a Toledo. Allí, al igual que en los casos anteriores, el príncipe se negó a abjurar del catolicismo para hacerse de nuevo arriano, pese a las promesas y amenazas. A finales de año, fue trasladado a una cárcel en Valencia. Leovigildo trató de que los bizantinos le entregaran a su esposa e hijo, ya que temía que Brunequilda moviera una guerra contra él por esa causa, pero aquellos se negaron, contentos de guardarse unos rehenes que les daban seguridad frente al belicoso rey godo. La guerra había terminado, y Leandro hubo de quedarse exiliado en Constantinopla, donde escribió dos libros contra los errores del arrianismo. En 585 el drama de Hermenegildo llegó a su trágico final, y la debilidad que el príncipe había mostrado durante su infortunada rebelión, se trocó en valor frente a la persecución. Acusado de connivencia con griegos e hispanorromanos para volver a rebelarse, fue trasladado de Valencia a Tarragona. En la prisión, recibió en Pascua la visita de un obispo arriano, que le ofreció el perdón real si comulgaba de su mano. El príncipe se negó dignamente, e incluso injurió al obispo. Poco después, el carcelero, un godo llamado Sisberto, le decapitó en su celda, alcanzando así la palma del martirio por no apostatar de su fe católica. Sisberto no fue castigado y es opinión común que el propio rey Leovigildo le había ordenado la ejecución de su hijo. Por las mismas fechas, Ingundis murió durante su viaje a Constantinopla, con apenas 18 años. Su hijo Atanagildo sí llegó a la corte oriental, donde hallaría refugio.

Un hecho colateral a estos sucesos desembocó en la unión de Galecia al reino godo. El rey Miro murió al poco de regresar tras su derrota. Su hijo Eborico fue proclamado rey por los suevos a principios de 583. Temeroso de la venganza de Leovigildo, renovó el vasallaje al rey godo, buscando su protección. Los nobles suevos se disgustaron con este gesto y le retiraron su fidelidad. Destronado por su cuñado Audeca, fue tonsurado y recluido en un monasterio en 584. Al año siguiente, pretextando la protección a su vasallo, Leovigildo ocupó el reino suevo con su ejército, y destronó a Audeca, desterrándolo a Beja. Dado que la ley vedaba el trono a los tonsurados, Leovigildo se proclamó heredero legítimo de Eborico, como su señor natural, e incorporó Galecia a su reino como sexta provincia de Hispania, reinstaurando la iglesia arriana, abolida 25 años atrás. A finales de 585 un noble suevo llamado Malarico se rebeló, tratando de restaurar el antiguo reino, siendo capturado y ejecutado por el gobernador visigodo.

La guerra civil había modificado profundamente la posición religiosa de Leovigildo. En 580, a comienzos de la rebelión de Hermenegildo, convocó un concilio en Toledo (el único sínodo arriano godo del que tenemos conocimiento), en el que impuso a los obispos arrianos una fórmula de fe que reconocía las enseñanzas católicas relativas a la persona del Hijo, manteniendo las arrianas en cuanto a la del Espíritu Santo. De esta forma, se apartó de la “ortodoxia” arriana del concilio de Rímini, cayendo en la herejía conocida como macedonismo. También aceptó la veneración de mártires católicos y eliminó la necesidad de rebautizarse para convertirse al arrianismo desde el catolicismo, bastando con una imposición de manos bajo la fórmula “en el nombre del Padre, por medio del Hijo y en el Espíritu Santo”. Todas estas medidas fueron pensadas en medio de una guerra civil religiosa para atraerse y facilitar la conversión de los rebeldes godos católicos al arrianismo de sus padres. Tal vez el rey tuviera en mente llevar a cabo la unidad religiosa que ya demandaba abiertamente la nación, basándose en un arrianismo rebajado a macedonismo. Su resultado fue contraproducente: apenas se conocen un puñado de conversiones al arrianismo con la nueva fórmula (entre ellas destaca la de un único obispo católico, el hispanorromano Vincentius de Zaragoza), sin embargo, logró hacer vacilar la fe de los arrianos, y tenemos numerosos testimonios que muestran que los arrianos de los últimos años de su reinado eran cada vez más laxos y conciliadores con los católicos. En 580, un godo arriano llamado Ágila decía al obispo de Tours: “aunque nosotros no creamos lo mismo que tú, no hablamos mal de ello, porque el tener una u otra opinión no debe ser considerado un crimen”. Una declaración que cualquier modernista podría suscribir, y que preludiaba el fin de la fe arriana en España. En 584 otro embajador godo, Oppas, argumentaba ante el mismo Gregorio que él creía lo mismo que los católicos, e incluso asistió a una misa católica, aunque se negó a tomar la comunión y criticó la bendición trinitaria.

El reinado de Leovigildo fue además clave en la historia del reino godo por otros dos hechos relevantes. El primero fue la revisión legislativa que llevó a cabo sobre el llamado código de Eurico, el compendio de leyes reales que afectaban a los godos. La actualización, conocida como Codex Revisus o código revisado, corrigió o suprimió leyes antiguas, y añadió unas pocas. La más conocida es la abolición la vieja ley imperial (conservada por los godos) que prohibía el matrimonio entre germanos y romanos, aduciendo el propio rey que era inútil, por ser ya una práctica muy extendida; el código no hacía sino adaptarse a una realidad que superaba las disposiciones segregacionistas del pasado. El proceso de fusión de las razas en Hispania ya estaba en marcha, y Leovigildo no hizo otra cosa que reconocerlo. 324 de sus leyes pasaron al corpus legislativo que siguió vigente para los godos durante 70 años más.
El segundo aspecto en que el rey influyó sobre el futuro de los godos fue su adopción de formas y modos de gobierno copiados del imperio bizantino. Si el reino había recibido importantes influencias ostrogodas durante el reinado de Teodorico el Grande en Italia, Leovigildo introdujo masivamente costumbres romanas, sobre todo en la corte. Fue el primer rey que antepuso el praenomen Flavius a su nombre propio, a imitación de los emperadores, costumbre que mantendrían sus sucesores. Asimismo, creó numerosos cargos cortesanos copiados del cubiculus o aula imperial. Incluso las vestiduras y el protocolo regio se calcaron de los constantinopolitanos, de modo que fue el primer monarca godo que se presentó no como un primus inter pares de la nobleza, sino como un monarca oriental alejado de sus súbditos, un sacrum rex. Ejerció el cesaropapismo tan caro a los romanos con verdadera fruición; no solo convocando y manejando a su antojo el concilio arriano de 580, sino despojando regularmente de bienes tanto a las iglesias arrianas como católicas, en base a la sacralidad de su domino. La asociación del heredero en vida, la acuñación de monedas con lemas imperiales, la fundación de ciudades para celebrar victorias o la instauración de una dinastía real legítima eran todas ellas costumbres orientales que Flavio Leovigildo introdujo en España, para reforzar el trono y a su familia.

Sus últimos años estuvieron preñados de dificultades. Enterado del triste final de Ingunda y Hermenegildo, el rey franco Gontram de Borgoña declaró la guerra a los godos en 585, mientras la corte de Austrasia negociaba con los bizantinos la entrega del pequeño Atanagildo. Leovigildo se había aliado con el rey Chilperico para neutralizar esta entente, pero el neustriano había muerto en 584, y su viuda Fredegunda, regente del pequeño Clotario II, se puso bajo la protección de Gontram, anulándose el proyectado matrimonio de Recaredo con Ringunthis, hija de Chilperico. Dos columnas de francos de Borgoña entraron a finales de 585 en Septimania. El príncipe Recaredo, ahora ya heredero evidente, encabezó la defensa. La primera columna, que tomó Carcasona, se desbandó al morir su caudillo, y fue perseguida por los visigodos, que les causaron muchas bajas. La segunda columna no pudo tomar Nimes, y sufrió 5000 bajas por inanición al regresar a Borgoña por el arruinado país que ellos mismos habían devastado. Recaredo encabezó un contraataque y tomó las fortalezas de Cabaret y Beaucaire en el Ródano, llegando a las puertas de la antigua capital de Tolosa, a la que no llegó a sitiar. Pese a su derrota, Gontram rechazó la oferta de paz que el rey godo le hizo llegar.

En 586, Leovigildo se sintió morir. Había sido en líneas generales un buen rey, uno de los más grandes que habían tenido los godos; victorioso general, había unificado el reino, incorporado Galecia, derrotado a los imperiales, vencido una guerra civil, dotado de leyes actualizadas a sus súbditos, modernizada la corte, reforzado el trono y el poder de su familia. Pero su fracaso religioso, su crueldad con los enemigos vencidos, su persecución de los godos católicos y sobre todo el asesinato de su propio hijo por haberse convertido al catolicismo, eran pecados que pesaban en su conciencia. Hizo llamar de nuevo al obispo Masona, restituyéndolo en su sede, y quedó postrado en el lecho. Murió pacíficamente en Toledo el 13 de abril o el 8 de mayo de 586. Según una leyenda piadosa posterior (probablemente escrita para agradar a su hijo y sucesor), arrepentido, se convirtió secretamente al catolicismo por mano del obispo Leandro, encomendándole guiar a su segundo hijo hacia la fe verdadera del mismo modo que había guiado a su primogénito, aunque probablemente Leandro seguía en Constantinopla a la muerte del rey. Con su triunfal reinado de 18 años, puso las bases de un reino visigodo viable, y en gran medida, de la nación hispana que surgiría de sus cenizas. Pero representó el final de una época. Sería su hijo el que definitivamente lograría fundir en un solo pueblo a los godos germanos y a los hispanos romanos.



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5 comentarios

  
Ano-nimo
Luis:

Realmente interesante todo este periodo de la historia de España y de la Iglesia española; muchas gracias por el artículo y por hacérnoslo llegar, sobre todo a quienes no tenemos ni idea de esa época.

Un cordial saludo.
14/11/10 4:52 PM
  
Ano-nimo
Luis:

Una cuestión que no me ha quedado muy clara, sobre Eborico:

"Destronado por su cuñado Audeca, fue tonsurado y recluido en un monasterio en 584...Dado que la ley vedaba el trono a los tonsurados, Leovigildo se proclamó heredero legítimo ".

¿Le hicieron fraile a la fuerza?, ¿se podía hacer y tenía validez?.

Un cordial saludo.

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LA

Sí, se le hizo fraile a la fuerza, veremos muchos ejemplos en el futuro. Y sí, era valida esa profesión hecha bajo amenaza o a la fuerza (de hecho, esa validez se planteó un siglo después de estos hechos, cuando se la hicieron a un rey legítimo). Eran tiempos oscuros, y estas cosas se hacían. Pensemos que en su momento, el destronamiento, tonsura y reclusión en un monasterio de los aspirantes a monarca sustituía a un método anterior, bastante más brutal: el regicidio. Lo creas o no, lo de la tonsura forzosa se consideró un avance: permitía al sustituto perdonar la vida a su rival sin miedo a que retornara y le destronase a su vez.

Un cordial saludo.
14/11/10 7:03 PM
  
Ano-nimo
Muchas gracias, Luis. Otra cosa que no acabo de entender, según parece en el macedonismo lo que no se acepta es que el Espíritu Santo sea una persona de la Trinidad, ¿no?, pero si se acepta que el Hijo lo es. Pero en la fórmula que se utilizaba:

"impuso a los obispos arrianos una fórmula de fe que reconocía las enseñanzas católicas relativas a la persona del Hijo, manteniendo las arrianas en cuanto a la del Espíritu Santo...bastando con una imposición de manos bajo la fórmula “en el nombre del Padre, por medio del Hijo y en el Espíritu Santo”. Todas estas medidas fueron pensadas en medio de una guerra civil religiosa para atraerse y facilitar la conversión de los rebeldes godos católicos al arrianismo de sus padres".

Pues parece que el Hijo tampoco se le considera así, ya que ese de "por medio del Hijo..." a mí no me suena demasiado católico, la verdad; parece arriano, más bien. Me gustaría saber si lo es o no; de todas formas, no me extraña que esa mixtura no convenciera a nadie.

Un cordial saludo.

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LA

En efecto, Leovigildo tampoco promovió un macedonismo estricto en 580, pues aunque efectivamente mantenía al Espíritu Santo como un ente no divino, parece que tampoco elevaba al Hijo al mismo nivel que el Padre. Lo cierto es que esta bitácora no está especializada en teología.
Ante todo es un buen ejemplo de los problemas y errores que aparecen cuando un gobernante temporal se pone a proponer o modificar el legado doctrinal por motivos puramente terrenos y contingentes (en este caso, atraerse a sus súbditos godos católicos rebeldes). Esta ha sido una tentación presente en todos los cesaropapismos, desde los emperadores de Constantinopla (que causaron numerosos conflictos) hasta el rey de Inglaterra con su comunión anglicana.

Un cordial saludo
14/11/10 9:49 PM
  
Ano-nimo
Gracias, Luis. Precisamente quería destacar, al hilo de lo anterior, esto que señalas:

"Su resultado fue contraproducente: apenas se conocen un puñado de conversiones al arrianismo con la nueva fórmula (entre ellas destaca la de un único obispo católico, el hispanorromano Vincentius de Zaragoza), sin embargo, logró hacer vacilar la fe de los arrianos, y tenemos numerosos testimonios que muestran que los arrianos de los últimos años de su reinado eran cada vez más laxos y conciliadores con los católicos. En 580, un godo arriano llamado Ágila decía al obispo de Tours: “aunque nosotros no creamos lo mismo que tú, no hablamos mal de ello, porque el tener una u otra opinión no debe ser considerado un crimen”. Una declaración que cualquier modernista podría suscribir, y que preludiaba el fin de la fe arriana en España".

Me parece muy interesante y me ha hecho reflexionar, ya que recuerda a lo que algunos proponen respecto a la fe católica en el momento actual (y no son gobernantes temporales, sino aparentemente miembros de la Iglesia) para hacerla "compatible" con las "demandas" de nuestra sociedad, para adaptarla al mundo. Sirvan las enseñanzas de la historia, que tan bien nos muestras, como aviso a navegantes.

Un cordial saludo.

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LA

Sí, hay que reconocer que la frase del embajador Agila que recoge san Gregorio de Tours, y que nos llega a través de 14 siglos, resulta sorprendentemente "moderna". Creo que surge de la confusión entre la inviolabilidad de la propia conciencia, una realidad que de ningún modo se puede forzar, con la igualación de todas las doctrinas, como si fuese equivalente lo correcto con lo incorrecto.
un cordial saludo.
15/11/10 9:46 AM
  
isabel
En sevilla, esta una iglesia, llamada, San Hermenegildo,
donde se dice que fué asesinado, por orden, de su padre,
y se pide a todos los que pasen por delante,eleven una oracion, a DIOS.
estó no concuerda.¿ donde esta el error ?
gracias,
Bendiciones.




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LA

Hola, Isabel. En el exterior de la iglesia de san Hermenegildo, de Sevilla, se encuentra una placa que reza en latín y castellano "Hermenegildi nemo sanguine regis suplex qui transis hunc venerare locum; Oh, tu cualquiera que pasa venera rendido este lugar consagrado con la sangre del rey Hermenegildo".
La iglesia se levantó dentro del antiguo convento fundado en 1580 por la compañía de Jesús (la iglesia actual es de los años 1616-1629), y la tradición decía que en ese lugar había sufrido prisión o martirio el rey y mártir Hermenegildo, y que los caballeros ofrecían en el siglo XV justas en honor del santo. Actualmente es sede de la cofradía de Hermanos de san Hermenegildo.
El relato de la captura de Hermenegildo en Córdoba, su traslado a Toledo, luego a Valencia, y finalmente a Tarragona, donde sufriría martirio, es coincidente en las fuentes de la época (san Juan Biclaro, san Isidoro, san Gregorio de Tours). Desde muy pronto se le veneró como mártir y recibiría especial devoción en Sevilla, ciudad donde contó con más partidarios. Es posible que hubiese algún lugar de culto en la ciudad, y de ahí viniera la confusión de la tradición (esto último es conjetura mía, no dispongo de datos precisos). Fue canonizado en 1585 por el papa Sixto V, a petición de Felipe II de Austria, que le tenía gran devoción. Junto a san Fernando, es patrón de la monarquía hispánica.
Bendiciones
16/11/10 6:41 PM

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