Reinvención de la historia y justificación personal en Oriol Domingo


Que Oriol Domingo cuando nos habla de historia nunca es neutral no es ningún dato nuevo. De hecho la historia, la reinvención de la historia, forma parte del argumentario de sus tesis progresistas y de la instrumentalización para ello de su “rinconcito” en La Vanguardia. Este pasado domingo (11 de enero) ha perpetrado otro de sus apaños. Una llamadita por aquí, oír campanas por allá y montamos un artículo sobre la “Setmana Tràgica”.

Conjugando todas los tiempos verbales del acomplejamiento, pastelero del apañarse la historia para justificar posicionamientos personales, lo que le importa de la “Setmana Tràgica” de 1909 es la autocrítica de la Iglesia.

En todo su artículo ni mención del Emperador del Paralelo. Ni una mera consulta a lo que significó el republicanismo radical de Lerroux arropado por parte del progresismo liberal español gubernamental ligado a la masonería cuando atacaba a la Iglesia o al catalanismo. Ni una consulta a la obra de quien para Domingo tendría que ser historiador “dels nostres”, el solvente Joan B. Culla y sus estudios sobre el republicanismo lerrouxista. Qué hubiera escrito si hubiera leído:

Sin embargo, es con el deslinde de campos que suscita en el seno del republicanismo barcelonés la aparición de Solidaritat Catalana cuando esta militancia juvenil que Lerroux ha ido atrayendo durante el quinquenio 1901-1905 cobra su máximo protagonismo. Significativamente, el primer periódico antisolidario lerrouxista - El Descamisado [¡a lo Alfonso Guerra!]- lo promueve en junio de 1906 un grupo de jóvenes «de abolengo federal y admiradores de Lerroux» que, para provocar, se autodenominan La Purria. Poco después, en septiembre y bajo la presidencia de Rafael Ulled, la Juventud Republicana de Barcelona les imita creando otro semanario de combate que se hará célebre: La Rebeldía . Más en general, y cuando a finales de 1906 se consume la escisión de la Unión Republicana local entre solidarios y antisolidarios, todas las Juventudes Republicanas de la ciudad -seis en total-, así como la Asociación Escolar Republicana (que reunía a los estudiantes universitarios) marcharán con Lerroux a luchar contra la Solidaritat.

(…) Es justamente ese protagonismo previo, junto con la estridencia de sus propagandas anticlericales -el semanario La Rebeldía tiene una sección fija titulada «Curas en salsa», El Descamisado otra bajo el enunciado «Monjas y beatas en el candelero y obreras en la miseria»…-, el que, cuando estalle la revuelta de julio de 1909 en Barcelona, señalará a los jóvenes lerrouxistas como los sospechosos ideales de haberla promovido o alimentado. Además, ¿acaso el caudillo [Lerroux] ahora ausente no tenía ordenado a los «jóvenes bárbaros» todo aquello de «destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias…», «no os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los altares», «hay que derribar la Iglesia», «luchad, matad, morid»? ¿No había sido éste, de modo casi literal, el programa de lo que la derecha bautizó como Semana Sangrienta o Semana Trágica? (*)

(*) Joan B. Culla y Clarà, “Ni tan jóvenes, ni tan bárbaros. Juventudes en el republicanismo lerrouxista barcelonés”, Ayer,nº 59, (3) 2005.

Ni mu de una operación, en las cloacas de la política, para separar al obrerismo barcelonés de la influencia de un nacionalismo catalanista conservador de marcada impronta católica que amenazaba con convertirse en una viable alternativa al cada vez mas corrupto y caciquil sistema político turnista de la España del final de la Restauración. Ni atisbo de asomarse a la cuestión de la lucha violenta del lerrouxismo contra Solidaritat Catalana nacida en 1907 de un frente común catalanista que, uniendo carlistas, conservadores de la Lliga y republicanos nacionalistas apaciguados, amenazaba al putrefacto caciquismo clientelar del liberalismo progresista en Cataluña.

Ni la más mínima referencia a los brotes de regeneracionismo que surgían dentro del conservadurismo español a la estela de un Silvela, Polavieja (quien recogía enormes simpatías en Cataluña por sus propuestas de descentralización y de reformismo administrativo), Maura (la bestia negra de Lerroux y fundador del Instituto Nacional de Previsión-1910- y alma mater de leyes social como la de los sindicatos agrarios, el descanso dominical, la lucha contra la usura, la organización de los tribunales industriales de arbitraje sobre conflictos obreros y de un proyecto que le bloquearon las Cámaras de reforma de la Administración local que acabara con los resortes del caciquismo) o un Dato. Nada sobre la zafia lucha del liberalismo progresista y el lerrouximo para abortar las esperanzas que se abrigaban de una entente cordial con el incipiente regionalismo político conservador catalán de una Lliga Regionalista.

Cierto que una parte del conservadurismo español, por su carácter paternalista, afectado también por el caciquismo y miopía, no puso las cosas fáciles para caminar hacia una España más descentralizada y sensible a su diversidad constitutiva y a las reformas económicas modernizadoras y sociales no revolucionarias. Pero nada actuó en dirección contraria como el radicalismo que teñía el progresismo y la izquierda de Francia y España y que suplió sus contradicciones con la demagogia.

La pregunta del millón de dólares (para Matabosch)

¿Cómo podía salvar al obrero el progresismo liberal y el republicanismo radical, unidos tanto por su anticlericalismo como por su idolatría del individualismo económico y su oposición a cualquier intervencionismo estatal o de otros sujetos colectivos sociales? ¿Cómo podía votarle alguien con semejante carga de contradicción?

El liberalismo progresista para combatir a su enemigo partidista, el conservadurismo, estaba dispuesto a utilizar el instrumental de la batalla cultural para calumniar al adversario. A utilizar al republicanismo radical para alimentar el odio antieclesial una vez llegados ambos a la conclusión que si las masas católicas seguían no haciéndolos caso a ellos, sus pretendidos mesías sociales, era porque estaban anestesiados por el incensario. Los inicios de la Kulturkampf de pandereta española que, en aplicación catalana, significaba utilizar el obrerismo y sus necesidades reales para incendiar lo que se iba vislumbrando en el horizonte: la alianza de un conservadurismo reformista catalanista altamente confesional que conseguía atraerse cada vez mas estratos de población y que ponía de manifiesto las contradicciones y escándalos de un liberalismo progresista que solo le quedaba el recurso al lanzamiento de mierda.

Oriol Domingo ya no se acuerda que el conde de Romanones, estadista político y gran propietario de minas del Marruecos español, defendía el envío a estas posiciones norteafricanas de tropas, los quintos pobres que no podían pagarse la exención de incorporarse a filas. El mismo que contemporáneamente aplaudía al Lerroux, Emperador del Paralelo, cuando este sembraba en Barcelona lo que se recogería aquel 1909.

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Oriol Domingo tampoco reflexiona sobre lo que queda en la España actual de todo aquello. Del proceder de un progresismo que al mismo tiempo que promete estar con los trabajadores, de convencerles que sus males provienen del conservadurismo o peor aún de la religión católica, les impone el yugo de alimentar un Estado, las nuevas minas de África, donde medra una partitocracia inútil para el sector privado y la vida civil. Un socialismo que utiliza el radicalismo de los postcomunistas cuando les conviene y que se hace el liberal cuando habla delante de los empresarios.

El catolicismo, como el 1909 en Barcelona, o en 1902-1905 en las medidas gubernamentales francesas del republicanismo radical de Émile Combes, se convierte en la causa que aleja al pueblo del progresismo. Que le impide la victoria. A mayor anticatolicismo y mayor violencia contra él, mayor es la dimensión religiosa del progresismo, mayor es su carga de confianza y esperanza indescriptible y no argumentable. Se pasa a creer en el progresismo por que sí. Todo lo contrario al catolicismo que va llenando de sentido y lógica las propuestas políticas que intentan inspirarse en sus principios tensionándolas, de actuar con coherencia a ellos, hacia la exigencia moral.

Pero no solo quemaron las iglesias en 1909 porque el incensario dormía al pueblo y lo alejaba de los radicales. Algunos más finos y demagogos, y estos no iban descamisados sino mas bien con traje, corbata y elitista delantal, ya percibían que el regeneracionismo, el más peligroso para los mesías sociales y clases dirigentes del progresismo liberal y del radicalismo republicano, salía de las sacristías. Los frutos de la demagogia quemaron las iglesias y enrocaron a muchos conservadores católicos hacia posiciones recelosas. Mas tarde, estos mismos liberales progresistas llamarían a la puerta de los católicos pidiendo sacasen el incensario para calmar a unos revolucionarios, que ellos mismos habían animado, y que ahora les amenazaban, a lo Frankenstein. Seria el fin del liberalismo político progresista, finiquitado con la dictadura de Primo de Rivera. ¿Lo sabrán los promotores del “socialismo liberal” que algunos proponen como nuevo new-deal para el PSOE?, ¿será, o ya es, el anticatolicismo la nueva imagen de marca de los que archivan la americana de pana?

Las categorías analíticas de Domingo, atrapado por las contradicciones de la alianza entre su progresismo eclesiástico y el nacionalcatolicismo catalanista -de cuño uniano (Unió Sacerdotal de Barcelona)-, le impiden poder aproximarse a la “Setmana Tràgica” con una mayor amplitud de miras. Con estas gafas, solo puede balbucear Iglesia-antes-mala. Rouco-antes-Malo. Mala-muy-mala.

¿Entonces, por qué Domingo se adentra en estos berenjenales? El análisis sin mucha orografía de Domingo remite a consideraciones más personales. No se trata en su caso de entrar en un debate histórico para perfilar mejor la cuestión de 1909. De comportarse con nobleza, para presentarse delante del microscopio de la historia, con la voluntad, una predisposición, de intentar no utilizarla para defender unos postulados previos. Todo lo contrario la Semana Trágica, perdiendo toda su contextualidad histórica, su carácter propio, se convierte una vez más en un nuevo y mero instrumento justificativo de una trayectoria vital. El no haber podido descubrir que la vida de la santidad en la Iglesia no ha desaparecido nunca. Que Nuestro Señor, especialmente en la Eucaristía, y el Espíritu Santo en su aletear nunca la ha abandonado. Que no hayamos encontrado sus Rastros, su Presencia, puede imputarse a una mala ubicación o a nuestro corazón de piedra, a nuestra ceguera y sordera, a estar atrofiados por nuestros pecados. Aquí, cada uno sabe lo suyo.

Quinto Sertorius Crescens

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