La democracia deja de ser un sistema legítimo si permite el asesinato de inocentes
La Humanidad ha conocido una gran variedad de sistemas políticos a lo largo de su historia. No es necesario enumerarlos todos. España se gobierna actualmente por un sistema democrático que, consideraciones aparte sobre su carácter partitocrático y sobre la deficiente separación real de poderes, no se diferencia gran cosa del resto de democracias occidentales. Por tanto, lo que se diga respecto a la democracia de nuestro país vale para el resto de las naciones que forman parte de ese concepto sociopolítico, y otrora religioso, llamado Occidente.
La doctrina social de la Iglesia admite la legitimidad del régimen democrático e incluso tiene palabras elogiosas hacia el mismo. Así, podemos leer lo siguiente en encíclica la Centesimus annus de Juan Pablo II:
“La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica” (Centesimus annus, 46).
Ahora bien, en esa misma encíclica, el recordado antecesor del actual Papa, advertía de lo siguiente:
“Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana” (idem).
Aun más, el Papa polaco no dudó en afirmar que “si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (idem).
El problema de la democracia española no es la ausencia de valores. El drama es que los valores que se están integrando en el ADN del sistema son los de la cultura de la muerte. Habrá quien me llame fundamentalista por ello y sin duda no soy nada políticamente correcto, pero no puedo dejar de decir que un sistema que llama derecho al asesinato de un ser humano en el seno de su madre tiene, según mi comprensión de la doctrina católica, la misma legitimidad que pueda tener un sistema que permite el asesinato de un ser humano por el hecho de pertenecer a determinada raza o por profesar tal o cual credo.
En realidad, si el derecho a la vida es una cuestión a decidir en unas urnas, de tal forma que el voto de una mayoría, por muy cualificada que sea, justifica la limitación de ese derecho, ¿qué otros derechos no pueden ser conculcados y anulados a través del voto? O se admite un límite moral anterior y superior a cualquier régimen político, sea este el que sea, que no permita cruzar determinadas líneas, o no habrá forma de parar los abusos que siempre, siempre, acaban cebándose con los más desprotegidos de cualquier sociedad.
En definitiva, en España, y en gran parte de Occidente, estamos viviendo una gran farsa que, a su vez, refleja una gran verdad. A saber, que una sociedad enferma sólo puede producir una democracia corrupta como la actual, en la que uno de cada seis embarazos acaban en el cubo de la basura con el permiso de nuestros representantes en las Cortes.
Sin embargo, hemos de saber que no hay nada que haga el hombre que no acabe teniendo consecuencias. Si muerte sembramos, muerte recogeremos, si es que no la estamos recogiendo ya. No hace falta ser profeta para discernir que esta nación, si no se arrrepiente del camino de iniquidad en el que está caminando desde hace décadas, recibirá el pago que merece por su comportamiento. No sabemos bien en qué se traducirá tal cosa. Cuando lo sepamos, quizás será demasiado tarde para dar marcha atrás. Por eso es esencial que la Iglesia tome el protagonismo que le pertenece y, aun a riesgo de ser calumniada, vejada y despreciada por quienes viven ajenos a la misma o incluso por algunos de sus miembros, se comprometa a denunciar el avance de la cultura de la muerte y a promover la cultura de la vida de forma incansable y a través de todos los instrumentos de que dispone. Porque si los que somos cristianos no nos oponemos a lo que ven nuestros ojos, ¿quién lo hará?
Luis Fernando Pérez Bustamante