Cristo también se viste de carrilero

No sé cuántos habrá en España, pero sin duda deben ser miles. Me refiero a los carrileros. Son hombres (90-95%) y mujeres que pasan su vida de albergue en albergue, de ciudad en ciudad, durmiendo muchas veces en la calle y comiendo en otras tantas de bocadillos. Durante el mes de julio he podido conocer a unas cuantas decenas de ellos en el centro Fogaril de Cáritas diocesana de Huesca. Y créame el lector que una cosa es leer algún artículo periodístico sobre esa realidad y otra encontrársela cara a cara.

Las razones que pueden llevar a una persona a acabar en el carril son de lo más variadas. Desde la adicción al alcohol hasta la ruptura familiar que provoca la depresión y la desesperación. Desde la enfermedad mental hasta la vida según el modelo del hijo pródigo de los evangelios, derrochador de una herencia copiosa. El caso es que detrás de cada carrilero hay una historia personal plagada de errores o desgracias, o ambas cosas a la vez. Y sin embargo, si dejamos un resquicio abierto en nuestro corazón a la realidad del Reino de Dios, podemos ver a Cristo en medio de ellos. No se trata de idealizar a personas que en muchos casos están recogiendo el fruto de lo que en su día plantaron, pero qué cierto es aquello de que en donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia.

Y lo cierto es que, en mis treinta y ocho años largos de vida, pocas veces he visto tan claro el rostro de Cristo como en los ojos de esos hombres y mujeres cuando me agradecían que les sirviera un simple café con leche y galletas, o que jugara con ellos una partida de cartas y dominó, o que, sencillamente, escuchara con atención su historia, sus proyectos de futuro -sí, los tienen- o las consecuencias de su última borrachera.

De hecho, en estos días le he preguntado al Señor en más de una ocasión qué era lo que podía yo devolverles a cambio de todo lo que, siquiera inconscientemente, me estaban dando ellos a mí. Porque toda mi supuesta sapiencia teológica, todos mis argumentos apologéticos, todo mi estudio y lectura de las Escrituras y libros espirituales difícilmente pueden enseñarme tanto sobre el amor de Dios como la mirada agradecida, limpia y sincera de los pobres que han cruzado por mi vida en este último mes. Sólo el cariño de mis hijos y el amor inmerecido de mi esposa me ha llenado tanto. He llegado a la conclusión de que, por el momento, lo único que puedo hacer es orar por ellos. Sólo me acuerdo del nombre de algunos, pero Dios los conoce a todos desde que estaban en el vientre de sus madres. Y más los ama Él que yo. Por tanto, aunque a la mayoría, si no a todos, no vuelva a verles nunca más en esta vida, espero encontrarme con muchos de ellos, si es que muero en gracia, en el gran albergue eterno que será el cielo.

Vaya desde aquí mi agradecimiento y apoyo a los profesionales y voluntarios que dedican su vida a servir a estas gentes. Y vaya este consejo: aunque sé que no es fácil, no dejéis que se convierta en una rutina lo que es un privilegio. Y ciertamente no hay mayor privilegio que servir a Dios en aquellos que más necesitados están de su amor y de nuestro calor humano.

Dios os bendiga y os guarde,

Luis Fernando Pérez