Dios siempre está a nuestro lado

Para los que no han recibido el don de la fe o los que, habiéndolo recibido, lo han arrojado de sus vidas como un trasto inservible antes de que pudiera dar fruto, es imposible entender en qué consiste la vida cristiana. De hecho, los que, sin mérito alguno por nuestra parte, podemos disfrutar de la presencia del Señor en nuestro peregrinaje por este valle de lágrimas, no siempre encontramos el modo de describir en qué consiste la vida de fe. Las palabras siempre se quedan cortas a la hora de expresar algo que tiene lugar en el alma y en el espíritu. Es allá donde, como ocurre en el paraíso, a veces se oyen “palabras inefables que el hombre no puede decir” (2 Cor 12,4). Salvando las distancias, es como intentar describir el estado del enamorado. Se podrá tener más o menos capacidad de usar el lenguaje escrito o hablado para explicarlo, pero sólo quien ha experimentado dicho estado sabe de verdad en qué consiste.

Benedicto XVI, como muchos otros santos y doctores de la Iglesia, ha dicho en repetidas ocasiones que el cristianismo es esencialmente una relación personal del hombre con Dios. Sin duda que hay leyes y normas morales que cumplir, pero el corazón de la vida cristiana es la habitación de Dios en sus hijos. Todo lo empapa, todo lo cubre, todo lo llena con su presencia. Y si nos alejamos, viene de nuevo a llenar el vacío provocado por nuestra necedad en cuando volvemos nuestros ojos a Él.

Ser cristiano no es vivir la vida sin problemas o tener una varita mágica que te libra del dolor, del sufrimiento y de la angustia. Al igual que los incrédulos, padecemos enfermedades, se nos mueren nuestros seres queridos, nos deprimimos ante situaciones difíciles, nos conmovemos ante la desgracia ajena. Incluso en ocasiones se da la circunstancia de que ser seguidor de Cristo hace las cosas más “difíciles” desde el punto de vista del mundo. Los mártires son ejemplo de lo que digo.

Pero el que en Cristo vive, sabe que tiene delante de si una vida eterna donde “la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo” (Ap 21,4). Sabe que toda angustia presente, por muy espantosa que sea, es sólo el preludio a la felicidad sin límite al lado de Aquél en quien todos “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28). La esperanza cristiana tiene mucho más de certeza auténtica que las certezas mundanas que vemos cada día. Algún día el sol dejará de salir por el oriente, pero el amor de Dios siempre estará a nuestro alcance. Los veinte, cuarenta, ochenta o ciento veinte años que puede vivir un ser humano en este mundo son un simple parpadeo al lado de la eternidad. El cristiano sabe que “ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo venidero, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8,38). Sólo el pecado nos aleja de la fuente de vida y aun así se nos ha dado el remedio para retornar a la misma.

La gracia divina nos ayuda a comprender el sentido de las palabras de Santa Teresa de Jesús:
Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa,
Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza,
quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta.

Igualmente podemos entender a San Pablo cuando dice “…me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros” (Fil 1,23-24). Cuanto más amas a Dios, más te das cuenta que la separación dolorosa de los seres queridos es sólo una isla desértica en medio del océano de la felicidad eterna junto a ellos y, sobre todo, junto al Señor y el resto de lo santos. E incluso en medio del desierto de la isla, podemos vivir en el oasis de la Iglesia de Cristo, donde recibimos consuelo, apoyo, intercesión, paz y bien.

Demos siempre gracias a Dios por habernos convertido en miembros de su familia celestial. Aunque vivimos en este mundo, somos hijos de “la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros” (Gal 4,26).

Luis Fernando Pérez