La Cruz, parada obligatoria

Todos los que hemos recibido el don de sabernos amados por Dios, paso previo a poder amarle, tenemos por delante un camino largo hacia nuestro destino final, que no es otro que la eternidad en compañía de Aquél que nos amó primero. Y en dicho camino, hay una estación inevitable, en la que habremos de parar varias veces: se trata de la cruz.

No hay salvación sin cruz. No hay redención sin sacrificio, sin renuncia, sin pasión. De la cruz de Cristo emana toda la gracia salvífica que Dios pone a nuestra disposición. Nuestra cruz es nada sin la Cruz del Calvario. Pero precisamente es gracias a la Cruz que Cristo llevó sobre sus hombros y en la que fue clavado, que nuestras cruces personales adquieren sentido.

Partimos de un hecho evidente. La cruz no es agradable desde un punto de vista humano. Si Cristo mismo pidió al Padre que pasara de Él ese cáliz, es normal que nosotros no nos sintamos especialmente dispuestos a pasar por nuestro propio Calvario. Pero el “hágase tu voluntad” del Señor debemos hacerlo nuestro siempre que nos encontremos ante circunstancias difíciles que, en ocasiones, parecen sobrepasar nuestra capacidad humana de sobrellevarlas.

Existe una gran diferencia entre la Cruz que llevó Cristo y la que nos toca acarrear. Cristo era inocente de todo pecado. Se ofreció como víctima propiciatoria por nuestras faltas. Arriba del madero era el Cordero de Dios que salvaba al mundo. Nosotros, sin embargo, somos todos pecadores en mayor o menor medida. Pero no pensemos por ello que las cruces que acompañan a nuestro peregrinar en este mundo son inútiles. La sangre de mártires y confesores tiene un adn espiritual semejante a la sangre derramada por Jesucristo a las afueras de Jerusalén. Cuando nosotros ofrecemos a Dios nuestros sufrimientos, sean en forma de enfermedad, sean en forma de angustia del alma ante circunstancias personales dolorosas, nos unimos en cierta manera a la obra redentora de Cristo. Ya dijo San Pablo: “ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). El apóstol no dice que el sacrifico de Cristo en la cruz fuera insuficiente. Más bien es consciente de que el sacrificio personal de los cristianos juega un papel subordinado, pero importante, en el plan de Dios para la salvación del mundo.

Es lógico que temamos a nuestras respectivas cruces, pero no olvidemos que en la Cruz del Calvario se dio el mayor acto de amor hacia nosotros. Por tanto, en respuesta amorosa al Señor debemos ofrecer nuestra propia cruz. Además, somos privilegiados porque Él es el cirineo que nos ayuda cuando caemos bajo el peso del madero. Y no olvidemos que cuando lleguemos al momento de más sufrimiento, a nuestro lado estará la Madre del Señor, cuya sola presencia endulza el alma entre tanta amargura. Su intercesión lleva el sello del amor por su Hijo.

Luis Fernando Pérez