De los "¡Hosanna!" al "¡Crucifícale!"

Una de las cosas que me costaba entender siendo pequeño era el contraste entre la actitud de la población de Jerusalén cuando Cristo entró en la ciudad montado en un pollino y la que tomó pocos días después pidiendo su crucifixión a Pilatos. ¿Cómo era posible semejante cambio en tan poco periodo de tiempo? ¿acaso se les había olvidado las enseñanzas, señales y milagros del Señor? Luego he aprendido que las masas son fácilmente manejables. Tanto para lo bueno como para lo malo.

Ahora bien, no hace falta ser masa para comportarse erráticamente en las cosas de Dios. Nosotros mismos podemos pasar en muy poco tiempo de vivir alabando al Señor en nuestras vidas a alejarnos de Él. Las razones para ello pueden ser múltiples: desidia, dejadez, enfado ante unas circunstancias existenciales complejas, etc. Y sin embargo, Dios siempre permanece fiel. Siempre espera que nos volvamos a Él. Siempre nos ayuda a regresar al domingo de Ramos.

Si a Cristo le alabaron primero y le crucificaron después, no esperemos que a su Iglesia le ocurra algo distinto. Y no hablo ya del mundo, que difícilmente alabará a aquella que, siguiendo los pasos de su Maestro, le muestra la luz que disipa las tinieblas de su pecado. Hablo de una parte del propio pueblo de Dios, que tan pronto está presto para defender a su madre como se pone al frente de aquellos que la denigran. Despreciar a la Iglesia por los escándalos de algunos de sus miembros es como despreciar a toda tu parentela porque en la misma haya una oveja negra. Y con esto no digo que debamos esconder la importancia del pecado ni debamos dejar de combatirlo.

No seamos masa errática y sin pastor. No nos dejemos manipular por el Sanedrín del mundo entregado a Satanás. Defendamos a nuestra Iglesia de los que, llenos de pecado, quieren arrojar contra ella la primera y la última piedra. Intercedamos por ella como Daniel intercedió ante Dios por su pueblo Israel. Hagamos penitencia por sus pecados. Y, sobre todo, trabajemos con temor y temblor por nuestra salvación (Fil 2,12), santificándonos en la gracia de Dios para poder dar buenos frutos que acallen las voces de los que sirven al “acusador de los hermanos” (Ap 12,10). El enemigo está rabioso: “Se enfureció el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra contra el resto de su descendencia, contra los que guardan los preceptos de Dios y tienen el testimonio de Jesús” (Ap 12,17). Debemos encontrarnos entre los que, fortalecidos por la gracia sin la cual nada bueno podemos hacer, cumplimos la ley de Dios y damos testimonio de Cristo. Si finalmente nos crucifican por ello, así sea. Pero hay mucha diferencia entre ser el Crucificado o estar entre los que gritan “¡Crucifícale!

Luis Fernando Pérez