El gobierno de la Curia Romana en tiempos de Ratzinger (I)
Ofrecemos nuestra traducción de la primera parte de un interesante análisis titulado “El gobierno de la curia romana en tiempos de Ratzinger” que ha sido realizado por el reconocido vaticanista Paolo Rodari. Una vez que sea publicada, esperamos poder ofrecer también la siguiente entrega.
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La crisis que, en las últimas semanas, ha embestido violentamente al gobierno de la curia romana (además de las críticas judías por la oración del Viernes Santo reintroducida con el Motu Proprio Summorum Pontificum y las polémicas austríacas por la renuncia que se vio obligado a presentar el obispo auxiliar de Linz Gerhard Maria Wagner y que ayer ha sido aceptada por el Papa, son importantes los malhumores por el levantamiento de las excomuniones a los lefebvristas y al obispo negacionista de la Shoah Richard Williamson - parece no haber afectado mucho a Joseph Ratzinger. Una demostración de esto ha tenido lugar el sábado pasado. Mientras la mayoría de los obispos y purpurados hablaba de la necesidad de “explotar” el caso Williamson para poner en marcha aquella reforma de la curia que lleve a los puestos de mando a personas más capaces de traducir la mente iluminada del Pontífice en acciones de gobierno, él, Benedicto XVI, ha tomado una decisión que ha parecido ir en la dirección opuesta. En lugar de mantener la unificación de dos dicasterios de cuya utilidad muchos dudan – el Pontificio Consejo Justicia y Paz y el Pontificio Consejo para la Pastoral de Migrantes e Itinerantes – los ha desmembrado de nuevo, dejando Justicia y Paz al cardenal Renato Raffaele Martino (aunque por poco tiempo) y confiando Migrantes e Itinerantes al secretario de la Congregación para las Iglesias Orientales, monseñor Antonio María Veglió, obispo de 71 años.
Un contrasentido, dicen muchos. ¿Es posible? ¿Es posible que el Papa no se de cuenta que la macchina de la Iglesia necesita de otras intervenciones? ¿Es posible que no entienda que es hora de barrer con actos fuertes de mando aquella “suciedad” que en el 2005 (en el Vía Crucis que precedió por pocos días al cónclave que lo eligió para la sede de Pedro) había denunciado estar presente en la Iglesia? ¿Es posible que no comprenda que, sin un gobierno capaz y competente, acciones como la lectio de Ratisbona, el nombramiento del polaco Stanislaw Wielgus como arzobispo de Varsovia, el levantamiento de las excomuniones a los lefebvristas, e incluso (como para dar un ejemplo significativo) la puntualización de las diferencias existentes entre las “iglesias” católicas y ortodoxas y las “comunidades” protestantes (¡cuántas polémicas siguieron al documento “Respuestas a preguntas relativas a algunos aspectos acerca de la Doctrina sobre la Iglesia” redactado en el 2007 por la Congregación para la Doctrina de la Fe!), están destinadas a sufrir fuertes críticas que, precisamente porque provienen del interior de la Iglesia, socavan su valor e importancia?
No se puede responder a estas preguntas sin entender cómo concibe Benedicto XVI el gobierno de la Iglesia, él que conoce sus mecanismos y engranajes más que cualquier otro cardenal. Y, para hacerlo, debemos remontarnos necesariamente a 1968, a aquella Introducción al cristianismo en la cual, en cierto punto, escribió estas palabras: “Los verdaderos creyentes no dan mucha importancia a la lucha por la reorganización de las formas cristianas. Viven de lo que la Iglesia siempre fue. Y si uno quiere conocer lo que es la Iglesia, que entre en ella. La Iglesia no existe principalmente donde está organizada, donde se reforma o se gobierna, sino en los que creen sencillamente y reciben en ella el don de la fe que para ellos es vida. […]Esto no quiere decir que hemos de quedarnos en el pasado y que hemos de soportarlo tal y como es. El sobrellevar puede ser también un proceso altamente activo…”.
Lo de Ratzinger no es una excomunión de la actividad gobernativa de la Iglesia. Pero, en el mejor de los casos, es una toma de conciencia de que no es principalmente allí, en la actividad de mando, donde la Iglesia juega su partida más decisiva. El Papa Ratzinger, el hombre de las grandes ideas, de una visión de la modernidad filosófica pero a la vez religiosa y pneumática, del anclaje en la revelación, en los padres de la Iglesia, el sacerdote que ha vivido el Vaticano II en la plenitud de la efervescencia y que goza de una preparación teológica sinfónica como pocos en el interior del actual colegio cardenalicio, es muy consciente de que deben servirle los justos canales para traducir el pensamiento propio en acciones de gobierno, pero también es consciente de que el gobierno, el mando, no lo es todo y principalmente no es el todo de su pontificado. Sin embargo, hay quienes creen que ahora, en las decisiones que Ratzinger deberá tomar en el post “caso Williamson” – porque algunas decisiones importantes serán tomadas: son varios los jefes de dicasterio en edad de renuncia y de ellos hablaremos en las próximas entregas de este análisis – se juega la credibilidad de todo el pontificado. En cambio, Benedicto XVI es consciente de que la partida más importante se juega en otro lugar, en el pueblo que cree, que vive la fe con sencillez. Esto no significa que, para el Papa, el “trabajo sucio”, el de gobierno, deba ser despreciado pero sí significa que este último ocupa un plano inferior respecto a la primera atención que todos (cardenales, obispos y simples fieles) deben tener: el cuidado de la fe, el único don que trae la vida regenerando y reformando, desde dentro y necesariamente, a la Iglesia misma.
No se puede comprender a Benedicto XVI y su pontificado sin volver aquí. Todo análisis sobre el gobierno de la Iglesia de Ratzinger no puede no tener esta premisa. No es casualidad que, en cuanto al gobierno y al cambio de hombres de un puesto a otro, la paciencia de Ratzinger es proverbial, a veces hasta excesiva: “paciencia activa” es la expresión que él usa en Introducción al Cristianismo. Así lo ha hecho. Él, que desde el 25 de noviembre de 1981 al 19 de abril de 2005, ha sido prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el dicasterio donde se custodian páginas y páginas detalladas sobre todos los hombres del gobierno del Vaticano, sobre los nombramientos, sobre aquella reforma de la curia esperada y deseada por todos y que él, más que ninguno, podría poner en marcha con conocimiento de causa, ha decidido ser magnánimo. Ha decidido dejar en puestos cruciales a hombres probablemente menos competentes que otros con el fin de salvaguardar la sensibilidad de cada uno y, al mismo tiempo, el deseo de todos de ser, más o menos, útiles.
Es cierto, a veces sería necesaria otra cosa. Y Ratzinger lo sabe, tanto es así que en las próximas semanas finalmente algo se moverá. También él ha sido y es consciente de cuánta necesidad habría de un hacha para cortar con lo podrido y hacer crecer un nuevo brote. Pero con frecuencia no ha querido hacerlo. Porque él, Benedicto XVI, prefiere tener paciencia, consciente – aquí está el punto – de que el gobierno no es todo y de que soportar puede ser, a pesar de todo, una acción que produce frutos positivos.
Y posiblemente, hoy, muchos de aquellos que acusan al Papa y a su más cercano colaborador, el secretario de Estado Tarcisio Bertone, de una cierta ineficiencia y, al mismo tiempo, añoran el pontificado precedente, harían bien en recordar. Muchos de aquellos que hoy echan de menos el gobierno wojtyliano (sea la primera etapa con Agostino Casaroli como la segunda con Angelo Sodano) son, de hecho, los mismos que con Juan Pablo II al mando añoraban a Pablo VI, Juan XXIII y hasta a Albino Luciani: “Cuánto habría podido ocurrir – decían – si Luciani hubiese vivido más tiempo…”. Pero olvidan que también el gobierno de Wojtyla tenía sus puntos débiles. También Juan Pablo II, “el Grande” (por usar una definición acuñada por el cardenal Angelo Sodano en la Misa de sufragio celebrada el 4 de abril de 2005), también el Papa de un carisma indiscutible y mirada profética, tuvo que lidiar con una gestión del poder no siempre fácil, una gestión que, después de veintiséis años y medio de pontificado, representa un pesado legado para las espaldas, también amplias, de su sucesor.
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Fuente: Palazzo Apostolico
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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