La fe y el oído
Domingo XXIII del TO (B)
Los seres humanos nos orientamos en el mundo gracias a los sentidos. La vista, el gusto, el tacto, el oído y el olfato nos permiten recibir y reconocer estímulos que provienen del exterior o, incluso, de nosotros mismos. La privación de alguna de estas fuentes de conexión con la realidad nos atrofia en mayor o menor medida.
La imposibilidad de oír nos aísla singularmente. Gracias a Dios, ha habido progresos en el tratamiento y en la inserción social de las personas que padecen una pérdida auditiva. Hoy, merced a esos avances, el mundo del silencio no es ya tan dramáticamente silencioso.
Jesús se encuentra con un sordomudo, con alguien que “era sordo y que a duras penas podía hablar”. La dificultad de comunicarse traía como consecuencia inevitable la exclusión, la marginación, la soledad, el ostracismo. El Señor se hace cargo de esa situación. Él, que es la Palabra, sabe ponerse en el lugar del que no puede oír. Discretamente, lejos de la muchedumbre, mete los dedos en los oídos del sordo y toca su lengua para que aquel hombre pueda, en adelante, oír y hablar.
Suscita asombro la humanidad del Señor: ve incluso a los que se esconden, como Zaqueo; huele el perfume que a sus pies derrama una mujer pecadora; nota cómo tocan la orla de su manto; escucha a aquellos a quienes nadie oye, como escuchó a aquella mujer que iba a buscar agua al pozo; saborea el pan y el pescado. E impregna con este realismo de la Encarnación todos los gestos salvadores que ha querido legar a los suyos para que, en las diversas generaciones, sigan experimentando, palpando, la grandeza y la misericordia de Dios.
La fe, la virtud por la cual creemos a Dios, está ligada al oído. La fe viene de la escucha, nos dice San Pablo (Rom 10,17). Pero, para que podamos percibir los sonidos, se hace necesario sintonizar, ajustar la frecuencia de resonancia. Si Dios no prepara nuestros oídos, si no los abre con sus dedos, no podremos percibir su voz, no llegará a nosotros su mensaje.
El Bautismo obra, en cada uno, este admirable milagro: “Effatha”, “ábrete”. Es Dios quien hace lo posible para que podamos oírle, para que podamos escuchar su Palabra y así captarla y saborearla.
La vida cristiana no es aislamiento; es comunión con Dios y con los hermanos. Necesitamos que, día a día, Él cure nuestro mutismo y nuestra sordera para que podamos salir de nosotros mismos, de ese egoísmo que nos encierra, para abrirnos al gozo de la filiación y de la fraternidad.
Guillermo Juan Morado.