La última dinastía

El 24 de noviembre de 687 el dux et comes scanciorum Egica fue ungido y coronado rey de España por el metropolitano Julián de Toledo en la iglesia de los Santos Apóstoles. Egica, el mayor magnate del reino y cabeza de la familia del depuesto Wamba (de quién afirmaron cronistas posteriores que era sobrino), había pactado su acceso al trono con el anterior rey, sellando la alianza con su matrimonio en segundas nupcias con Cixilo, una de las hijas de Ervigio.

Egica era un hombre maduro, probablemente proveniente de la provincia Tarraconense (acaso su duque), que tenía tres hijos de su primer matrimonio, Vitiza, Oppas y Sisberto, y ninguna intención de respetar el pacto con su predecesor. Desde el principio buscó despojar a su familia política de todas sus posesiones y privilegios, y su principal objetivo fue Liuvigoto, la viuda de Ervigio, que ejercía de reina y cabeza de su clan. Apenas 6 meses después de su acceso al trono, el rey convocó el XV concilio general de Toledo, inaugurado el 11 de mayo de 688, asistiendo 66 obispos, con el pretexto de solicitar su parecer sobre un caso de conciencia. Tras arrodillarse ante la asamblea y rogar en su favor las oraciones de los obispos, entregó al presidente Julián su tomo regio y se retiró. En él, el monarca relataba como juró a su predecesor proteger las propiedades y cargos de su viuda e hijos. Durante su coronación había hecho el habitual juramento de ejercer igual justicia con todos sus súbditos. Al iniciar su gobierno, había descubierto que su familia política se había enriquecido injustamente, desposeyendo a algunos nobles de sus bienes. Ahora se veía en la incapacidad de cumplir ambos juramentos. El rey rogaba hipócritamente a los padres conciliares que dejasen de lado todo temor o favoritismo, pero era evidente qué veredicto esperaba escuchar.

Julián, alma de la asamblea, había sido el gran valedor de Ervigio, por el cual sin duda habría sentido afecto en su momento. Ahora, sin embargo, ante una denuncia tan evidente por parte del nuevo rey, hubo de consentir que la asamblea decretara que la salud de la nación precedía a la de cualquier particular, y que Ervigio había invalidado el juramento real al exigir a su sucesor el segundo juramento, que solo le ataba en tanto en cuanto no contraviniera el primero.

En su tomo, Egica iba más allá, pidiendo al concilio que revocara el canon 4 del XIII concilio, que garantizaba protección a la familia de Ervigio. Más ahí Julián se mostró inflexible: con el apoyo de los padres conciliares indicó secamente al rey que ese canon no contravenía la justicia que se hiciese a los hijos de Ervigio y las condenas que mereciesen, ya que solo se refería a la protección de sus bienes justamente ganados o heredados. El metropolitano de Toledo prestó su último servicio a la familia de su antiguo protegido, y marcó así el límite al nuevo rey, recordándole quién era el gran poder en la Iglesia de España. Egica entendió la señal, y aunque la relación entre ambos se enfrío, esperó su momento y no volvió a enfrentarse abiertamente al poderoso arzobispo.

En realidad el XV concilio de Toledo ha pasado a la historia por un hecho más relevante, relacionado con una discusión cristológica en la que un teólogo hispano trascendió (de forma inaudita) los estrechos límites del reino para resonar en toda la Cristiandad. Recordemos que Julián de Toledo había escrito en 683 un tratado contra el monotelismo llamado Apologeticum fidei, en el cual el papa Benedicto II había hallado algunos puntos que precisaban aclaración, por su riesgo de inducir a error. El ardoroso Julián había contestado con la obra Apologeticum de tribus capitulis, que era una contundente y erudita defensa del fidei, que bordeaba el desprecio al pontífice por no comprender sus argumentaciones y “haberlo leído sin detenimiento”. En el De tribus, afirmaba Julián (y le seguían los padres conciliares) que es católica la proposición “La esencia engendró a la esencia, la mónada a la mónada, la substancia a la substancia, y la sabiduría a la sabiduría”, porque no implica duplicidad de cada una de esas cualidades, sino que estas residen en cada una de las tres personas, procedentes entre sí por generación espiritual. El Padre (voluntad) engendró al Hijo (voluntad) sin por ello distinguirse una voluntad de otra. Acerca de las tres substancias de Cristo, decía que son el cuerpo, el alma y la divinidad, y aunque en la naturaleza humana vayan comprendidos de suyo el alma y el cuerpo, convenía expresarlo con claridad para alejarse del error monotelita, que niega el alma de Cristo, y de los maniqueos, que consideran su cuerpo fantasioso o aparente. Citaban los padres conciliares textos de la Escritura, de san Cirilo, san Agustín, san Ambrosio, san Fulgencio y san Isidoro. El texto del acta conciliar terminaba con una frase categórica, “si después de esto y de las sentencias de los Padres, en que la nuestra se funda, siguen disintiendo algunos, no discutiremos más con ellos, sino que seguiremos el camino de nuestros mayores, seguros de merecer el aplauso de los amantes de la verdad, aunque los ignorantes nos llamen indóciles”, que tiene un cierto sabor a cisma.

No hubo tal cosa en absoluto. A la recepción de las actas del XV concilio, que incluían el Apologeticum de tribus capitulis, el papa Sergio I (elevado al solio el 15 de diciembre del año anterior) no solo las aprobó, sino que mandó fuesen leídas públicamente, y envió una copia del mismo al emperador de Constantinopla, a la sazón Justiniano II, que le felicitó en una carta personal. Sergio contestó a Julián y los padres conciliares declarando ortodoxo el Apologeticum fidei, y docto y pío el Apologeticum de tribus capitulis, poniendo fin de este modo a la controversia.

Egica, muy vinculado personalmente en la Tarraconense y la Septimania, emprendió 3 campañas militares contra los francos durante 688 y 689, de las que nada se sabe, salvo que fueron infructuosas y provocaron incursiones de castigo francas. Probablemente las ignotas devastaciones que causaron estuvieron relacionadas con una epidemia que asoló la provincia gala. Se conserva un monumento funerario de esos años erigido en Narbona por un judío llamado Paragorus, que había perdido 3 hijos en la plaga. Pese a la ya antigua legislación antijudía del reino, no temió escribir un epitafio en idioma hebreo bajo una palmatoria de 5 brazos.

En el reino franco contemporáneo los nobles mayordomos de palacio habían alcanzado el pináculo del poder. Desde 679 a 691 fue rey nominal Teodorico III, luego su hijo Clodoveo IV de 691 a 695, y su hermano Childeberto III de 695 a 711, pero el verdadero gobierno detrás de estos reyes merovingios títeres o rois fainéants (reyes holgazanes) como les llamaron los cronistas franceses, era el poderoso mayordomo Pepino de Heristal, que ostentó hasta su muerte el año 714.

Fueron años tristes para el reino hispanogodo. El 6 de marzo de 690 murió Julián de Toledo, la última llama del saber de la escuela clásica hispánica, el prelado más poderoso de España. Para sucederle, fue consagrado por vez primera un noble godo, de nombre Siseberto (no confundir con el hijo menor del rey), con fama de piadoso. Pronto sorprendió a todos conduciéndose de forma inmoral y profana, escandalizando a los fieles al emplear la casulla que la Virgen regalara a Ildefonso y predicar desde el lugar de la aparición mariana en la catedral, cerrado al uso desde entonces. Mas aun, trató de heredar la preeminencia política de su predecesor frente al trono. Pero Egica, más enérgico que Ervigio, se aseguró que el metropolitano comprendiera con claridad que las prerrogativas reales sobre el clero habían sido restablecidas.

Mientras la relación entre el rey y el metropolitano se degradaba rápidamente, España fue azotada por una pésima cosecha en el año 690, causante de una hambruna como no se había visto en un siglo, que provocó la muerte de miles de personas. Egica se vio obligado a emitir un decreto a principios de 691 condonando todos los tributos correspondientes al año anterior dada la catastrófica situación del reino. En lo que no cejó el monarca fue en su empeño de desposeer a la familia de su predecesor y suegro. Para obtener legalidad para sus represalias necesitaba convocar un sínodo, pero su experiencia en el XV concilio había sido mala, y su deteriorada relación con Siseberto no presagiaba que un nuevo intento fuese a tener más éxito. Por ello, Egica decidió convocar un concilio provincial (el II de Zaragoza) en la provincia Tarraconense donde tenía gran influencia, el 1 de noviembre de 691. Este concilio provincial, de forma completamente ilegal, ordenó a la reina viuda Liuvigoto, suegra de Egica, que abandonase el mundo y entrase en religión.

Para los habitantes de Hispania, era entonces evidente que Dios había abandonado al reino, dominado por un rey rencoroso y un metropolitano inmoral, siempre en constante disputa. A principios de 693 una nueva epidemia, esta de peste bubónica, azotó la provincia de Septimania y el valle del Ebro. Sus efectos fueron devastadores: pueblos enteros quedaron abandonados y las grandes ciudades, con centenares de muertos, paralizadas. La hambruna subsiguiente produjo grandes conmociones sociales, sobre todo entre esclavos y arrendatarios de la nobleza, convertidos en auténticos vasallos feudales y sometidos a pesados servicios.

El metropolitano Siseberto, fiel a su ascendencia goda, optó por recuperar su influencia preparando una conjura para acabar con la vida del rey Egica, con sus consejeros más fieles (Teodormiro, Frogelio, Liuvila y Tecla), así como a varios miembros de la familia chindasvintiana, comenzando por la infortunada reina Liuvigoto. Se desconoce quién era el llamado a sentarse en el trono, pues la conspiración fue descubierta y desarticulada antes de llevarse a ejecución. Siseberto y sus cómplices fueron detenidos y Egica convocó un concilio general para tratar su condena. El XVI concilio general duró desde el 2 de mayo al 1 de junio de 693, y reunió a 61 obispos (salvo los de la provincia Septimania, muy azotada por la peste, que fueron dispensados de acudir) en la iglesia de los Santos Apóstoles. Egica presidió en persona el concilio y en vez de postrarse, se inclinó ante los obispos. Ambos detalles son muy significativos de la seguridad que el rey había adquirido tras su victoria. Ahora, en lugar de rogar a los obispos que secundaran sus políticas, iba a juzgar al metropolitano de Toledo por traición. Los obispos aceptaron dócilmente la condena emitida por Egica: Siseberto confesó su culpa y escuchó que sería secularizado y excomulgado, siéndole levantada esta última pena en el lecho de muerte, salvo que el rey le perdonara. Todos sus bienes serían confiscados, y su persona sufriría destierro de por vida. Los notarios reales leyeron por tres veces el canon 75 del IV concilio general que condenaba duramente a los usurpadores. El concilio se inclinó ante el decreto real que postulaba que en el futuro los rebeldes perderían sus cargos palatinos, se convertirían en esclavos de la Corona, y sus bienes serían repartidos por el rey a quién considerara oportuno, sin que sus descendientes pudiesen reclamarlos ni ejercer ningún cargo público en el futuro. Más aún, se impuso un castigo al futuro monarca que no cumpliese estas leyes. Tras el débil reinado de Ervigio, Egica había recuperado la fortaleza regalista.

El rey propuso al concilio una larga lista de nuevas leyes antijudías, expresando explícitamente su intención de erradicar el judaísmo del reino. Los conversos sinceros recibirían varias ventajas fiscales (principalmente dejar de pagar el impuesto judío); los reticentes tenían prohibido comerciar con cristianos, viajar libremente, poseer propiedades o esclavos comprados a cristianos, que serían expropiadas por la corona. Los cristianos que incumplieran estas leyes serían multados con 216 sueldos de oro, si eran nobles, o 100 azotes si eran pobres.

En el plano estrictamente canónico, el concilio condenó la idolatría que aún existía en algunas zonas rurales, la superstición, la sodomía en el clero y el suicidio. Para sustituir al depuesto Siseberto, fue nombrado el venerable Félix, obispo de Sevilla, y Faustino, metropolitano de Braga fue designado para la sede hispalense, produciéndose un traslado de sillas metropolitanas sin precedentes en la historia del reino.

El rey pidió a los presentes que revisaran la legislación promulgada por Ervigio, añadió 12 leyes al código civil y repuso la ley de Recesvinto castigando a los que mutilaban a sus esclavos, sin privarse de criticar duramente a su predecesor, que era quién la había abolido. Los obispos de la provincia gala tendrían que reunirse con su metropolitano narbonense para firmar las actas del concilio.

En este concilio Egica había sentado las bases para una monarquía fuerte en torno a su persona. Era la misma táctica que Chindasvinto empleara 50 años antes para fundar una dinastía. Tanto la legislación contra los usurpadores como la dirigida contra los judíos tenía el doble objeto de perseguir enemigos políticos, y sobre todo, llenar las arcas del Tesoro real y, por su medio, beneficiar a los familiares y leales del rey. En efecto, pronto se generalizaron las denuncias tanto a supuestos nobles conspiradores como a judíos falsos conversos. La aristocracia hispana volvió a sentir sobre sí la garra opresora de un rey fuerte, y la familia chindasvintiana sin duda fue la más perjudicada. Los procesos se multiplicaron, y pronto muchos acusados acabaron desterrados o en prisión, y sus bienes repartidos entre los hijos y clientes de Egica. Por cierto que entre estos se halló el conde de Ceuta, que detuviera al caudillo árabe Ocba en 682. Las fuentes contemporáneas le llaman Urbano, y las más posteriores Olián o Julián. Nosotros le pondremos el nombre compuesto de Urbano Juliano, para identificar a uno de los personajes más populares, prototipo de traidor en la alta edad media, y clave para entender el rumbo de la historia hispana. Tendremos oportunidad de matizar este retrato con los datos que las fuentes históricas nos proporcionen. Por de pronto, podemos decir que entre 682 y 693 el rey Egica le había tomado como cliente, casándolo con una de sus hijas ilegítimas a la que la tradición posterior llamó Ermesinda. Los romances medievales le harían padre con ella de una muchacha llamada Florinda. Para el conde ceutí este matrimonio le aseguraba la protección del poderoso monarca godo frente a los árabes, dado que la fuerza del Imperio de Oriente en el norte de África se agotaba rápidamente.

El califa de Damasco, Abd Al Malik, puso a su general Hasan ibn al-Numan al frente de una nueva expedición para recuperar la ciudad santa de Kairuan. Los árabes desembarcaron en 686 y reconquistaron la plaza. Los bereberes, al mando del mítico Aksil, reanudaron la guerra. Tras la llegada en 688 de refuerzos al mando de Zuhair ibn Kays se produjo la batalla decisiva de Mamma, en 690. Ampliamente superados en número, los bereberes cristianos de la tribu Awraba fueron derrotados, y Aksil murió. Toda la provincia de África proconsular cayó en manos de Hasan, y un ejército de unos 40.000 árabes atacó las ciudades imperiales de la costa tomando por sorpresa Cartago alrededor de 692. El emperador de Constantinopla Justiniano II hizo un último esfuerzo y envió un contingente de tropas desde Sicilia (según algunas fuentes, incluyendo mercenarios visigodos) que logró recuperar la capital africana en 695. Se vio ayudado en ello por la rebelión anti-árabe de los bereberes cristianos de Numidia, al mando de una reina cuyo nombre se haría mítico para los musulmanes norteafricanos, Kahya o Kahina, viuda de un jefe local, posiblemente descendiente de un bereber y una mujer griega. Los musulmanes la consideraban una hechicera capaz de ver el futuro, y afirman que portaba un icono al combate. Hasan se replegó a Cirenaica o Tripolitania, pero las invasiones árabes eran como las olas del mar, que se retiraban para volver luego con más fuerza, y pronto allegó nuevas tropas para el asalto. Asimismo, muchos bereberes pobres o esclavos de la actual Túnez comenzaron a convertirse al islam, atraídos por las promesas de libertad e igualdad que se ofrecían a los conversos.

Las conmociones en el norte de África volcaron sobre el reino hispano una gran corriente de inmigrantes griegos y judíos. Tal vez esta comunicación y la agitación reinante fueran la causa de que Egica convocara en 694 el XVII concilio general. Fue inaugurado el 9 de noviembre en la iglesia de santa Leocadia y presidido por el rey. En su tomo explicó a los padres conciliares que había llegado a sus oídos que en otras partes del mundo los judíos se habían rebelado contra sus gobernantes cristianos, matando a sus reyes, y que los judíos de España habían conspirado con los de otros lugares (y aquí debía referirse a los hechos del norte de África) para destruir la raza y religión cristiana. Egica se mostraba muy ofendido, pues en su muy particular criterio había sido benevolente con los judíos, permitiéndoles conservar sus posesiones y esclavos cristianos si se bautizaban. Ahora el concilio aprobó un conjunto de leyes propuestas por el rey destinadas a erradicar el judaísmo del reino. Acusados sin pruebas de haber conspirado contra el rey, fueron castigados con las mismas leyes aplicables a los traidores: los judíos que no se convirtieran al cristianismo dentro de un plazo sufrirían confiscación de todos sus bienes y serían vendidos como esclavos junto a sus familias a cristianos de otras provincias del reino, sin posibilidad de remisión ni permiso para practicar su religión. Sus hijos les serían arrebatados a los 7 años para ser bautizados y educados por cristianos devotos. Solo los judíos de la provincia Septimania, en atención a las calamidades sufridas por incursiones francas y epidemias, quedaban excluidos de la esclavitud, aunque no de la entrega de sus bienes al duque provincial. El concilio aprobó está ley pero nunca llegó a ser incluida en la Lex Visigothorum.

En otro canon del concilio los obispos decretaban el anatema para cualquiera que ofendiese a Cixilio, la esposa real, y establecían oraciones regulares en todas las iglesias de España por la salud del rey y su familia. El estado del clero era lamentable, como ponen de manifiesto varios canones que prohibían prácticas tan abominables como que las de sacerdotes que eran magos o encantadores, fabricaban amuletos o decían misas de difuntos por enemigos vivos con el objeto supersticioso de causar su muerte. También se lamentaba lo habitual de faltar a la palabra dada en los contratos y acuerdos.

60 años atrás, Isidoro de Sevilla había establecido el principio de que el rey recibía de Dios su preeminencia con objeto de mejor servir al pueblo, con aquel afortunado rex eris si recte facies, si non facies, non eris. Desde hacía mucho los reyes godos ya no buscaban representar tan altos ideales, sino que se habían entregado a una orgía de conspiraciones y persecuciones para asegurar su trono y las prebendas a sus partidarios. Esa decadencia moral y las calamidades naturales minaron profundamente las bases de la sociedad española contemporánea.

A imitación de Chindasvinto, el rey emprendió una política de represión sobre los nobles y los judíos, amparado en sus nuevas leyes. Un inmenso caudal de patrimonio y riquezas provenientes del expolio fueron repartidos entre los suyos. La familia egiciana se convirtió con mucho en la mayor terrateniente del reino. Oppas, el segundo hijo del rey fue nombrado metropolitano de Sevilla tras la finalización del XVII concilio, a la muerte de Faustino. Ese mismo año de 695 o poco después, su primogénito Vitiza fue designado heredero, violando las disposiciones sucesorias de la ley goda. Egica le nombró dux de Galecia, como al parecer era ya costumbre cada vez que un rey elegía sucesor a su hijo desde los tiempos de Leovigildo.

Tras este concilio podemos afirmar que perdemos prácticamente todo documento contemporáneo sobre el reino. En compensación tenemos varias crónicas, muy parcas, escritas a lo largo del siglo VIII, entre las que destaca el manuscrito llamado Crónica mozárabe (atribuida erróneamente en ocasiones a Isidoro Pacense), de origen eclesiástico y escrito en Córdoba alrededor del 754. Del siglo IX son las tres versiones de la leonesa Crónica de Alfonso III (antes de 883), que presentan un relato de los hechos un siglo y medio posterior, ya contaminada de ideologización sobre la Reconquista, pero valiosa por ser mucho más prolija que la anterior. A partir del siglo XI abundan romances y cantos (tanto cristianos como árabes) sobre los últimos años del reino godo, y su precisión histórica está muy por debajo de su calidad literaria.

La tradición afirma que Vitiza fundó Tuy y se estableció en Cambados como duque galaico. Dominado por su lujuria, trató de seducir a la esposa del anterior duque, Fávila. Aquella se resistió y ambos hombres disputaron, concluyendo con la muerte de Fávila tras ser golpeado en la cabeza con un bastón por el príncipe. Lo cierto es que este relato es muy posterior y parece una construcción para legitimar la reclamación del hijo de Fávila, que se llamaba Pelagio, más conocido en la historia como Pelayo. Eventualmente habría escapado con su madre a las montañas orientales de los astures, mal dominados por los oficiales reales, donde acaso tuviera familiares.

En 698 el general árabe Hasan volvió de Egipto con refuerzos y terminó definitivamente con la presencia romana en el norte de África. Tras una derrota en la antigua Útica, las tropas bizantinas, comandadas por el gobernador Iohannes el Patricio y el almirante germano Apsimaros, evacuaron Cartago, que fue destruida por los árabes (desapareciendo de la historia). Parte de la flota griega intentó al parecer desembarcar cerca de Cartagena, donde fueron rechazados por el conde Teodomiro, uno de los fieles del rey Egica, gobernador de aquella comarca. La mayor parte de la vencida expedición recaló en Creta, donde los soldados se amotinaron, mataron a Iohannes y proclamaron emperador a Apsimaros, que tomó el nombre de Tiberio III y reinó durante 7 años en el agitado periodo que siguió a la deposición de Justiniano II.

Hasan organizó la provincia califal de Ifriqiya (África) con capital en Kairuán. Disputas diversas con el hermano del califa y gobernador de Egipto provocaron su caída en desgracia y su sustitución por el general yemení Musa (Moisés) ibn Nasir (de 58 años) como gobernador de Ifriqiya. El conquistador de Cartago murió poco después.

Musa ibn Nasir tomó a su cargo el combate contra los bereberes cristianos de Numidia, comandados por Kahina. La campaña tuvo suertes diversas, pero la caudillo bereber adoptó una política de tierra quemada, ordenando la destrucción de tierras y cosechas para frenar el avance enemigo. Las tribus de las montañas, que vivían del pastoreo, apoyaron su acción, pero los ricos propietarios de la costa, arruinados, se volvieron en su contra y pactaron con los invasores. Musa y sus dos hijos caminaron de victoria en victoria, y tomaron Argel en 700. Para librarse de las incursiones de la flota imperial, el gobernador árabe botó una escuadra con la que conquistó las islas Baleares a los romanos alrededor de esta fecha. El año 702 o 703 tuvo lugar la batalla final: los árabes vencieron no lejos de Argel a los berberiscos. Se dice que Kahina, previendo su derrota, recomendó a sus hijos que pactasen con los musulmanes. En cuanto a ella, murió en combate, no se sabe si espada en mano o bebiendo un veneno antes de que le capturasen. Ha quedado en el recuerdo del pueblo bereber como leyenda de coraje y símbolo de su independencia.
Musa obtuvo inmenso botín, sobre todo 300.000 cautivos. 60.000 fueron enviados al califa que los vendió como esclavos. Al resto, el gobernador les ofreció la libertad si se convertían al islam. Fue una acción muy inteligente que le proporcionó una simiente de nativos conversos, entre los cuales 30.000 engrosaron el ejército invasor, convirtiéndolo en una fuerza irresistible. De entre los bereberes conversos que sirvieron en su ejército, Musa encumbró a un antiguo esclavo llamado Tarik ibn Ziyad.

Alrededor del año 700 las más importantes familias nobles del reino hispano se conjuraron para derrocar al tiránico Egica y a su hijo asociado ilegalmente. El dux et comes scanciorum Suniefredo era el cabecilla de la rebelión, y estaba apoyado por la poderosa familia chindasvintiana en la persona del conde de Córdoba, el anciano Teodofredo, nieto del propio Chindasvinto. La sublevación triunfó en Toledo, de donde hubo de huir Egica. Suniefredo fue consagrado y coronado, y llegó a acuñar moneda. No obstante, poco después los fieles a Egica lograron reconquistar la capital. Aunque no conocemos detalles de esta guerra, es probable que en ella se destacara el noble Rechesindo, nombrado poco después jefe militar del partido egiciano. Se desconoce el fin del usurpador, que probablemente sería decalvado y exiliado. Al anciano Teodofredo se le practicó la cruel costumbre bizantina de vaciarle los ojos y fue desterrado.

Tras este episodio la salud de Egica se deterioró. El 15 de noviembre de ese año coronó a su hijo Vitiza como rey, y prácticamente le dejó al cargo de los asuntos de estado. Durante 2 años ambos reinaron nominalmente juntos. En ese periodo tuvo lugar el XVIII concilio general, en la iglesia de los Santos Apóstoles san Pedro y san Pablo extramuros, presidido por Vitiza, Egica y el metropolitano Félix, del cual no se conservan las actas, e incluso falta en algunas listas medievales de concilios toledanos. Lo que en él se trató es un misterio, y los cronicones posteriores no se ponen de acuerdo sobre su contenido. La crónica mozárabe lo supone un concilio para asentar el reinado de Vitiza sobre buenos principios, mientras que una crónica bajomedieval afirma que en él se legalizó el concubinato episcopal (apoyado en la propia lujuria del rey, que mantenía un serrallo de amantes) y se autorizó a los judíos a regresar a su religión. Esta interpretación parece una construcción artificial posterior para justificar la eliminación intencionada de sus actas de las listas eclesiásticas.

El malestar social por las malas cosechas había provocado la huida de muchos esclavos. En 702 ambos corregentes promulgaron una ley que castigaba con dureza a los esclavos fugitivos y a quienes les dieran cobijo. Poco después murió Egica, un rey duro e implacable con sus enemigos políticos y los judíos, obsesionado con eliminar a las grandes familias nobiliarias (sobre todo los chindasvintianos) y allegar para los suyos un inmenso patrimonio por medio de las confiscaciones y la extorsión. Había tenido un reinado de 15 años, fue el monarca godo que más empleó el recurso de los concilios generales y logró legar a su hijo un trono estable.

Vitiza, no obstante, tenía un carácter más laxo que su padre. Para asegurar su corona se mostró conciliador con los magnates del reino. A muchos devolvió sus posesiones y honores (por ejemplo, a Teodofredo de Córdoba, nombrado de nuevo conde de aquella ciudad), y quemó en público las cauciones o documentos de falsas deudas al fisco que su padre había obligado a firmar a muchos nobles, provocando su ruina. Asimismo nombró al hijo de Teodofredo, Rodrigo, como dux de la provincia Bética.

Esta devolución de bienes que pertenecían nominalmente a la corona causó una crisis financiera al tesoro real, manifiestada en los trientes áureos que acuñó Vitiza, que prácticamente son monedas de plata en un baño de oro. Gracias a esta política, no obstante, el rey obtuvo varios años de paz, durante los cuales se preocupó de corregir la corrupción del clero (salvo en su afición a las barraganas, con la cual se mostró proverbialmente tolerante), y ayudado por el metropolitano Gaudencio (nombrado a la muerte del piadoso Félix) sujetó a muchos obispos nobles que estaban apropiándose de los bienes de la Iglesia y empleándolos en beneficio propio.

Vitiza confiaba en que su familia (que pese a las devoluciones seguía siendo la más rica de España, registrando un total de 3000 grandes fincas y cortijos a su nombre en todo el reino) fuese lo suficientemente fuerte para garantizar la transmisión de la corona a su primogénito, Agila. Tenía otros dos hijos pequeños, llamados Olmundo (al que algunas crónicas medievales dieron por error el nombre de Rómulo) y Ardabasto. Se apoyó sobre todo en sus hermanos Oppas (metropolitano de Sevilla) y Sisberto, así como en el general Rechesindo, que fue nombrado ayo o preceptor del pequeño Agila. El reino sufrió una nueva sucesión de catástrofes naturales (que para los cristianos de tiempos posteriores fueron señales premonitorias del Cielo): una nueva epidemia de peste bubónica en 707, así como malas cosechas y hambrunas en 708 y 709, reapareciendo la peste este último año.

Para 705, Musa ibn Nasir había sofocado todos los restos de la rebelión bereber en Numidia y avanzó en triunfo hacia Mauritania, que cayó casi sin lucha. El yemení llegó a las costas atlánticas, repitiendo el simbólico gesto de Okba 20 años atrás, cuando bañó las patas de su caballo entre las olas, poniendo a Dios por testigo de que solo el océano le impedía seguir conquistando tierras para el islam. En 708, al mando de su ejército de árabes y bereberes musulmanes conquistó Tanger (Tingis), la antigua capital mauritana, de la cual nombró gobernador a su liberto berberisco Tarik. A continuación, puso sitio a Ceuta, la capital de los bereberes católicos de Gomera, defendida por su jefe y conde Urbano Juliano. Este, cliente por alianza matrimonial de la familia egiciana, pidió ayuda a Vitiza, el cual le envió una flota con abastecimientos de víveres y armas. El triunfante conquistador de África tropezó en la plaza ceutí, y al no poder conquistarla al asalto, le puso sitio. Tras más de un año, en octubre de 709, Urbano Juliano decidió pactar con Musa la rendición de la ciudad a cambio de conservar su título de gobernador y la libertad de los gomeres para mantener su fe católica. A todo accedió Musa, y Urbano se convirtió en su principal consejero, animándole a atacar España por hallarse inmersa en conflictos civiles. Se desconoce cual fue el motivo que tuvo el conde para traicionar así a quienes habían sido sus señores. Los romances medievales imaginaron que bien Vitiza o bien el dux bético Rodrigo habían seducido o forzado a Florinda, su hija, mientras se hallaba en Toledo. Pero los juglares medievales tenían en demasiada estima el honor de las mujeres. Veremos que las razones fueron probablemente mucho más pragmáticas y mezquinas.

En efecto, a finales de ese año, Vitiza comenzó a sentirse visiblemente degradado para un hombre de mediana edad (los autores posteriores lo atribuyeron a sus excesos libertinos). Consciente de que su hijo Agila era aun muy joven para empuñar la mano firme del trono, trató de asegurar su sucesión, nombrándole dux (probablemente de la Tarraconense, o tal vez de Septimania) y asociándolo al trono. Lo puso bajo la encomienda de sus hermanos y de Rechesindo, pero era evidente que el resto de familias, fortalecidas de nuevo por las devoluciones del propio Vitiza, no iban a consentirlo. El aire de guerra civil era pesado, y probablemente Urbano Juliano trató con su acción que Musa se pusiera de parte de la familia egiciana ante el previsible conflicto.

Vitiza murió prematuramente a principios del año 710, dejando al reino en una situación incierta, depauperada y prebélica, tras 10 años de reinado mediocre, trufado de calamidades naturales y cesiones a la nobleza. En efecto, la asamblea de magnates godos se reunió inmediatamente tras la muerte del rey, rechazó la asociación del adolescente Agila, e invocando el canon 75 del IV concilio, procedió a elegir al nuevo monarca en la persona del duque de Bética Rodrigo (Rodericus), bisnieto de Chindasvinto. Desde Wamba (y en ese caso de forma irregular), no se había empleado el procedimiento electivo. Los nobles estaban decididos a evitar la instauración de dinastías fuertes. El reino iba a hundirse sin renunciar a su inestable modelo de monarquía.
Rodrigo estaba casado con Egilón, sin hijos conocidos (aunque las crónicas medievales le hicieron padre de un niño con Florinda, llamado Alverico); fue consagrado y coronado en Toledo poco después.

Las deliciosas y poéticas crónicas árabes, escritas al menos 4 siglos más tarde, cuentan muchas leyendas sobre Rodrigo. Por ejemplo, que al entrar en el palacio real ordenó abrir un arca en la que se guardaban los Evangelios sobre los que juraban los monarcas godos al ser proclamados. En ella halló un pergamino que preconizaba la invasión musulmana de España. Otra variante habla de una habitación que una profecía advertía debía de permanecer cerrada para evitar una gran desgracia, por lo que cada rey añadía un nuevo cerrojo a su puerta. Rodrigo, creyendo que en ella se guardaban las coronas de oro de sus antecesores y dominado por la codicia, en lugar de añadir su cerrojo mandó abrirla, hallando en sus paredes las imágenes pintadas de guerreros árabes a pie y a caballo, cuyo ataque se convertiría en realidad al profanar la sala.

Los egicianos (o vitizianos, como se les conoce en la historiografía) se negaron a aceptar la elevación de Rodrigo, con la excepción notoria de Teodomiro, antiguo leal de Egica, que sí le acató. Comandados por el obispo Oppas y Rechesindo, proclamaron a Agila II y comenzaron una guerra civil que duró buena parte de 710. Apenas conocemos detalles de este enfrentamiento, que concluyó a finales de ese año, cuando tuvo lugar la batalla definitiva entre ambos contendientes no lejos de Sevilla, que se había alzado por Agila. Rodrigo derrotó y mató en combate a Rechesindo, entrando posteriormente sin oposición en la capital bética. Aparentemente, el rey y Oppas llegaron a algún tipo de acuerdo, por el cual los vitizianos aceptaron el estado de cosas a cambio de conservar sus títulos y honores. Parece que Agila siguió siendo dux de Tarraconense, y algún otro de su partido lo fue de Septimania, provincias que veremos luego bajo su dominio. Lo que sí perdieron fueron sus 3000 fincas, que quedaron en poder de la corona a la que pertenecían por ley. Rodrigo, tras la muerte de Gaudencio, elevó como metropolitano de Toledo a Sinderedo, y nombró a Teodomiro dux de Bética, con el objeto de encargarse de sofocar las incursiones de los musulmanes. Según las crónicas leonesas, el rehabilitado Pelayo se incorporó como guardia de palacio de Rodrigo entrando en el cuerpo de spathari reales.

Y es que mientras todo esto sucedía en la península, el gobernador Musa, para probar la veracidad de las promesas de Urbano Juliano, había ordenado algunas razzias en las costas hispanas. En noviembre de 709 una expedición había recorrido la bahía de Algeciras tomando botín y esclavos. En julio de 710, en plena guerra civil hispanogoda, un ejército de 500 bereberes y 4 naves al mando del berberisco Tarif había desembarcado en un pueblo (que posteriormente tomaría el nombre de Tarifa en su honor) y efectuado una incursión terrestre por el campo de Algeciras sin oposición alguna. Ambas expediciones habían confirmado a Musa la riqueza y desprotección del reino hispano. Es de suponer que el gobernador se mordería los puños cuando solicitó al califa Al Walid su permiso para invadir España y este (tal vez temeroso de la estrella ascendente y la ambición del yemení) le prohibió cruzar el estrecho de las columnas de Hércules contra sus órdenes.

La crisis definitiva se acercaba a su fin. A principios de 711, los vascones se rebelaron una vez más, atacando y saqueando el alto valle del Ebro. Rodrigo partió con el ejército real para combatirlos, llegando a Pamplona, sin que podamos saber si la empleó como base de operaciones, o más bien los vascones la habían tomado y acudió a sitiarla. Los vitizianos descontentos aprovecharon para enviar un mensajero a Tarik ibn Zayad, prometiéndoles a los árabes riquezas y prebendas si ayudaban a Agila II a recuperar el trono del que se sentían injustamente privados. Se abría el telón al último y dramático acto del reino godo en Hispania.


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4 comentarios

  
Ano-nimo
Luis:

Muchas gracias por el artículo; de nuevo, muy interesante.

Un cordial saludo.
25/06/11 9:25 AM
  
antonio grande
Muy esclarecedor: Lo leí en Donoso Cortés: Hay dos Pueblos elegidos por Dios para cumplir sus Planes de Salvación: El Pueblo Judío y el Pueblo Español. Leyendo esto y demás, no hay duda. Es así de bonito para los españoles. Vamos, Chicos, espabilad cuanto antes. El mundo nos está llamando a gritos.
25/06/11 3:28 PM
  
Antonio Sebastián
Me parece apasionante saber todas estas cosas de la HISTORIA de ESPAÑA. Muchas gracias por exponerlo, me gusta mucho aprender y sobre todo porque la HISTORIA es algo que me parece apasionante.
DIOS os bendiga
27/06/11 10:03 AM
  
Maren
Ya por entonces los vascones estaban dando problemas! impresionante su tradición combativa, que 1300 años después siguen en las mismas.
28/06/11 8:48 AM

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