La vida y obra del que muchos proponen como Patrono de los liturgistas
SAN JOSÉ MARÍA TOMASI: PURPURADO, LITURGISTA Y SANTO
RODOLFO VARGAS RUBIO
Cercana la festividad de san José María Tomasi queremos honrar a un santo no por poco conocido exento de importancia y digno de ser honrado con especial culto y devoción. Este eximio cardenal de la Santa Iglesia Romana puede ser considerado con justicia como uno de los grandes liturgistas romanos, si no el príncipe de todos ellos. Sin embargo, curiosamente, su obra es hoy apenas conocida, a pesar de podérsela considerar como una verdadera anticipación del movimiento litúrgico tal como fue concebido por Dom Guéranger y cuya doctrina fue plasmada magistralmente por el Venerable Pío XII en su encíclica Mediator Dei, fundamental para el conocimiento y la comprensión de la liturgia católica.
San José María Tomasi nació el 12 de septiembre de 1649 en Alicata (hoy Licata), frente al Canal de Sicilia (que separa esta isla de la costa tunecina, siendo la puerta natural que comunica Europa con África). Su familia, de antigua prosapia, pertenecía al patriciado romano y a la Grandeza de España y poseía uno de los señoríos más importantes de la Sicilia occidental, que comprendía, entre otros feudos: el principado de Lampedusa, el ducado de Palma y la baronía de Montechiaro. El blasón gentilicio era de azur con un leopardo leonado de oro sostenido por un monte de sinople de tres cimas y el lema “Spes mea in Deo est”. Este distintivo nobiliario inspiraría siglos después el nombre de la novela que hizo famoso al penúltimo descendiente de la casa, el príncipe Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957): Il Gattopardo (El Guepardo).
El padre de nuestro santo, Don Giulio, era un hombre de acendrada virtud, cumplidor exacto de sus deberes de estado, benigno y paternal para con sus servidores y subordinados. Su fama de cristiano ejemplar le había granjeado la admiración del pueblo que hablaba de él como “el Duque Santo”. Había heredado los títulos y feudos familiares por renuncia de su hermano mayor Carlo, el cual había entrado en religión y profesado en la orden de Clérigos Regulares llamados Teatinos, fundada por san Cayetano de Thiene en 1524 y que se hallaba por entonces muy extendida gracias a las misiones papales.
Don Giulio Tomasi se unió en matrimonio a Donna Rosalia Traina, de noble estirpe napolitana y emparentada, entre otras ilustres familias, con los príncipes del Drago y los Falconieri de Florencia. De esta unión nacieron seis hijos: Francesca (1643), Isabella (1645), Antonia (1648), nuestro biografiado Giuseppe Maria (1649), Ferdinando (1651) y Alipia (1653). Recibieron una educación esmerada y cristiana y, viendo, el ejemplo vivo de lo que se les predicaba en sus progenitores, no es de extrañar que, salvo el hijo que iba a perpetuar la estirpe, todos siguieran la vida religiosa.
Siendo Giuseppe Maria el varón primogénito, su padre había concebido especiales planes para él en vista del futuro al que el nacimiento lo destinaba. Lo hizo, pues, instruir especialmente en las materias humanísticas y en las artes caballerescas, aunque ya se podía barruntar que la vocación del joven príncipe no era la de la vida en el mundo, sino una más alta. En efecto, desde pequeño le atraía naturalmente todo los que tenía que ver con las cosas de Dios y de la Iglesia. Le gustaba, por ejemplo, jugar a predicar y decir misa y lo hacía con tal aplicación y precisión que aquí se puede ya rastrear el amor a la liturgia que lo iba a distinguir siempre.
Don Giulio decidió enviar a su hijo mayor a la corte de Madrid como paje del rey Felipe IV (no se olvide que el reino de Sicilia, como el de Nápoles, formaba parte por entonces de la Corona de las Españas). A este propósito, Giuseppe Maria comenzó a aprender la lengua española, que pronto dominó, llegando a hablarla sin acento extranjero. El proyecto del Duque Santo, sin embargo, chocó contra la decisión de Giuseppe Maria de entrar en religión (como habían hecho ya tres de sus hermanas en el monasterio de Palma di Montechiaro, fundado por su propio padre). El deseo secreto de dedicar su vida a Dios se había ido alimentando gracias a los coloquios espirituales que mantuvo con el venerable P. Bonaventura Murchio, fundador de la congregación de Clérigos Menores del Santísimo Sacramento; con su tío el teatino P. Carlo Tomasi, de paso por Palma, y, sobre todo, con el P. Francesco Maria Maggio, su director espiritual. Los tres lo guiaron a la orden de los Teatinos.
Vencida la resistencia de su padre, y a semejanza de su tío Carlo, hermano mayor de aquél, hizo el heredero de los Tomasi renuncia de sus derechos de primogenitura a favor de su hermano Ferdinando. No puede dejarse de pensar, al considerar este episodio, en el joven san Luis Gonzaga, el cual, como Giuseppe Maria, estaba destinado a la corte española y renunció a la sucesión del marquesado de Castiglione a favor de su hermano menor Rodolfo para hacerse jesuita. El príncipe lampedusiano abandonó la casa solariega a los quince años de edad, el 11 de noviembre –festividad de san Martín de Tours– de 1664, para ingresar como postulante en el convento teatino de San José en Palermo. El 24 de marzo de 1665 fue admitido por sus superiores al año de probación y puesto bajo la dirección del P. Maggio.
El novicio Tomasi fue tratado como todos los demás, sin miramiento a su condición nobiliaria. La orden fundada por san Cayetano era austera, habiendo nacido del espíritu de reforma que se difundió a todo lo largo del siglo XVI y que inspiró e impulsó al Concilio de Trento. Giuseppe Maria descolló en los estudios, manifestándose en él la clara inclinación a las disciplinas litúrgicas que, como vimos, ya se había insinuado en su infancia. Se distinguió, como dicen sus biógrafos, en la “applicazione delle ecclesiastiche cerimonie dei sacri Riti e delle Rubriche” (en la aplicación a las ceremonias eclesiásticas, de los sagrados ritos y de las rúbricas). Por otra parte, su vida espiritual se acrisoló gracias a un genuino espíritu de penitencia, que le impulsaba a practicar la mortificación. El 25 de marzo de 1666, hizo la profesión religiosa de los tres votos de pobreza, castidad y obediencia en presencia de la nobleza sícula. Su padre, llegado de Palma, estaba entre los asistentes y vio con satisfacción que su hijo estaba bien encaminado.
Después de una indisposición que lo obligó a volver a la casa paterna para reposarse con permiso de sus superiores, continuó los estudios de preparación para el sacerdocio. Fue, pues, a Messina para hacer la Filosofía bajo la dirección del P. Scoppa. Allí aprendió a “disputar” (como entonces se decía) y lo hacía con elevación de conceptos, elegancia de lenguaje y suavidad en las maneras, sin irritarse ni faltar a la caridad. Ése fue su estilo toda la vida, como atestigua el obispo de Mazara del Vasto, que conoció a Giuseppe Maria. De Messina fue enviado a Ferrara para completar los estudios filosóficos, pero ni aquí ni en Bolonia pudo quedarse a causa del clima severo, que afectaba a su feble constitución física. Fue en Módena donde los concluyó brillantemente.
Llamado a Roma para el curso teológico, residió primeramente en la iglesia de Sant’Andrea della Valle. Ordenado de subdiácono el 20 de diciembre de 1670, al año siguiente tuvo la gran dicha de asistir a los fastos de la canonización de san Cayetano, que tuvo lugar el 12 de abril de 1671. Poco después, recibió el diaconado. El ritmo tranquilo de su vida sufrió una brusca interrupción en enero de 1672, al ser reclamado por su familia para asistir a Ferdinando, gravemente enfermo. Por mandato de sus superiores viajó a Palma, llegando a tiempo para recibir el último suspiro de su hermano, que murió entre sus brazos. Giuseppe Maria convenció a su madre –que, en el ínterin se había enclaustrado con su cuarta hija en el monasterio donde vivían las otras tres– de abandonar su retiro para ayudar a su padre el duque a criar al hijo pequeño del difunto y heredero de los Tomasi, su sobrino Giulio Maria. Antes de partir se entretuvo en diálogos espirituales con su hermana predilecta Isabella, en religión sor Maria Crocifissa, a la que la unía un tierno afecto, como el que se profesaron san Benito y santa Escolástica. Fue ésta la última vez que vería a los suyos en esta tierra.
En Palermo obtuvo los grados de maestro y de lector y volvió a Roma, donde el P. Giovanni Battista Rivani, maestro de novicios lo asoció a su tarea de guiar las vocaciones de los jóvenes teatinos, tal era la alta idea de la madurez religiosa que se tenía del diácono Tomasi. Fue ordenado de presbítero el 23 de diciembre de 1673 en la Basílica de San Juan de Letrán por el arzobispo de Urbino, Mons. Giacomo de Angelis. Celebró las tres misas de todo nuevo sacerdote en la iglesia teatina de San Silvestro di Montecavallo (hoy San Silvestro al Quirinale), sede en ese tiempo de la casa generalicia de la orden. Desde la primera vez que subió al altar para ofrecer el santo sacrificio experimentó una poderosa unión mística con Dios, al punto que se podía decir que celebraba en estado de éxtasis, como atestiguarán todos aquellos que se disputaban el honor de servirle la misa. Diríase que en esto, como en otros aspectos, seguía los pasos del gran santo teatino Andrés Avelino, al que profesaba gran devoción. Tomó la costumbre de abstenerse de celebrar por humildad una vez por semana y ese día lo dedicaba a un profundo examen de conciencia. Fue esta compenetración con la misa cotidiana la que consolidó su vocación de liturgo, haciéndole amar los ritos y ceremonias de la Iglesia.
Antes de emprender la actividad científica a la que se sentía atraido, el padre Tomasi fue en peregrinación a la Santa Casa de Loreto en noviembre de 1676, para pedir luces a la Santísima Virgen, bajo cuya advocación de Sedes Sapientiae, puso sus esfuerzos intelectuales, que no tuvieron otro fin que conocer la verdad y darla a conocer. A su regreso comenzó por perfeccionar su conocimiento del griego y se aplicó al aprendizaje del etiópico, el árabe, el siríaco, el caldeo y el hebreo, siendo su maestro en esta lengua al rabino judío Mosé Cave, a quien consideraba su amigo y padre en la fe y al que llegó a convertir al catolicismo. Su gran habilidad idiomática le permitiría profundizar en los escritos de los Santos Padres, de los que bebía como de una fuente de sabiduría y de piedad. También le sirvió para adentrarse con paso firme en las bibliotecas de Roma (especialmente en la Apostólica Vaticana y en la Vallicelliana), en las que encontró no pocos tesoros que dio a la luz, especialmente antiguos códices que arrojaban una nueva y magnífica luz sobre los venerables libros litúrgicos de la Iglesia Romana.
Es importante señalar, sin embargo, que aunque importante, la filología no era la única clave de las investigaciones del P. Tomasi. Quería captar el sentido y el espíritu encerrados en las ceremonias de la liturgia católica que podían ser rastreados en los antiguos y sugestivos ritos de la Iglesia. Y para ello se necesitaba una fe viva y un gran amor a todo lo divino. Se diría que el suyo era el lema de los grandes humanistas cristianos, que sirvió también a la Compañía de Jesús: eruditio cum pietate. No era el suyo un afán arqueologista (que mucho tiempo después sería condenado por el Venerable Pío XII), es decir, no pretendía hacer tabla rasa de la tradición viva de la liturgia (la tradición implica, en efecto, una continuidad y una cuidadosa selección de lo que se transmite, una evolución homogénea, sin saltos, sin invenciones ex novo, pero dinámica, de ningún modo inmovilista). Sacar a la luz las obras litúrgicas del pasado ayudaba a comprender mejor el culto del presente y sus riquezas. Fue por ello por lo que empezó a publicarlos en cuidadas ediciones críticas.
La primera –que cimentó para siempre su fama– fue la de los Codices sacramentorum nongentis annis antiquiores (Códices de sacramentarios con más de novecientos años de antigüedad), obra para la que utilizó el precioso material al que tuvo acceso gracias a la reina Cristina Alejandra de Suecia (cuya biblioteca era riquísima) y que despertó la admiración del erudito e historiador benedictino francés Jean Mabillon así como la de otros estudiosos y academias católicos y protestantes. La reina quiso constituirse en su benefactora, pero el P. Tomasi declinó su munificencia y empleó los generosos donativos que le venían de su familia. Otra obra importante fue la edición del Psalterium (Salterio) en sus dos versiones: la romana y la galicana (1683). En ella reintrodujo el uso de los signos de división por períodos (obeli y asterisci), de los que Orígenes se había servido para hacer más inteligible el texto de la Septuaginta. Y es que el P. Tomasi atribuía una gran importancia a las oraciones de la Biblia (el Magníficat era para él el modelo de la plegaria). Comprender mejor la riqueza encerrada en los Salmos de David que recitaban los sacerdotes y los religiosos en el Breviario era para él importantísimo.
En 1683 publicó los Responsalia et Antiphonaria Romanae. Ecclesiae” (Responsoriales y antifonarios de la Iglesia Romana). Más tarde, en 1691, dio a conocer el Liber Comes o Antifonario del papa Gregorio I (en realidad compilado por Alcuino por indicación de Carlomagno en 782) y otros leccionarios bajo el título de Antiqui libri Missarum Romanae Ecclesiae (Misales antiguos de la Iglesia Romana). En fin, en 1695 dio a la prensa el Officium Dominicae Passionis feria sexta Parasceve secundum ritum Graecorum (Oficio de la Pasión del Señor en el Viernes Santo según el rito de los griegos), traducido por él al latín, con lo que puso las bases para la mejor inteligencia de la liturgia mediante el método comparativo. Aparte de sus trabajos propiamente litúrgicos, publicó multitud de opúsculos de carácter espiritual: Speculum (El Espejo) en 1679; Exercitium Fidei, Spei et Caritatis (Ejercitación en la Fe, la Esperanza y la Caridad), un compendio ascético de inspiración agustiniana con pasajes de la regla de San Basilio Magno y versículos de los salmos, en 1683; Vera norma di glorificar Dio (La norma verdadera para dar gloria a Dios), escrito especialmente para uso de las monjas del monasterio de Palma, en 1687.
A la Patrística dedicó los últimos años de su vida, haciendo editar su Indiculus institutionum theologicarum veterum Patrum (Pequeño catálogo de los Padres Antiguos) en tres volúmenes (publicados sucesivamente en 1709, 1710 y 1712. También tradujo los Moralia (Comentarios Morales) de San Gregorio Magno. No por ello desatendió su actividad litúrgica y ascética. En 1697 vio la luz su Psalterium cum canticis (Salterio con cantos), en el cual proponía un modo devoto y fructuoso de recitar los Salmos. En 1710, por mandato del Papa a instancias del Gran Duque de Toscana, compuso una Missa pro bene moriendi (La Misa de la Buena Muerte), a fin de confortar a las víctimas de una terrible peste que se había desatado en Florencia. Sus últimas publicaciones fueron: Breve Istruzione del modo di assistere al santo Sacrificio della Messa, secondo lo spirito e l’intentione della Chiesa per le persone che non intendono la lingua latina (Breve Instrucción sobre el modo de asistir al santo sacrificio de la Misa, según el espíritu y la intención de la Iglesia, para las personas que no entienden latín), magnífico manual que serviría perfectamente hoy, si alguien lo reeditase, a los fieles en estos tiempos del motu proprio Summorum Pontificum, y L’esercizio quotidiano (El ejercicio diario), devocionario para uso de su corte y domésticos.
La fama de sabiduría y piedad del P. Tomasi, así como la de su celo por la Iglesia, le granjearon la confianza de los Papas. Inocencio XII lo nombró examinador de obispos. Clemente XI lo hizo consultor de los Teatinos, teólogo de la Sagrada Congregación para la disciplina de los Regulares y de otras congregaciones romanas, consultor de las Sagradas Congregaciones de Ritos e Indulgencias y Reliquias y calificador de la Sagrada Congregación de la Santa Romana y Universal Inquisición. Este mismo pontífice quiso crearlo cardenal por lo menos en cinco ocasiones, pero el humilde teatino declinó el rojo capelo cada vez. Finalmente, Clemente XI le ordenó bajo santa obediencia aceptar la púrpura, a lo que se resignó el P. Tomasi, que fue creado en el consistorio del 18 de mayo de 1712, confiriéndosele el título de San Martino ai Monti el 11 de julio siguiente. Curiosa circunstancia si se recuerda que la partida de Giuseppe Maria de su casa paterna para cumplir con su vocación fue precisamente en un día de San Martín. Sin embrago, no se acaba aquí la relación con el santo obispo de Tours: como él, el nuevo cardenal era un héroe de la caridad.
El que había sido heredero de una de las familias y fortunas más ilustres de Sicilia había vivido siempre en la mayor austeridad. El cardenalato no lo apartó de este estilo de vida, aunque le obligó a llevar el tren adecuado a un príncipe de la Iglesia, según el principio de aquella época de vivir conforme al propio estado. Pero hasta de esto sacó ventajas para los pobres substrayendo a su mensa personal los medios de aliviar las miserias de aquéllos. Fue un religioso fiel a sus tres votos hasta el final. El cardenal Tomasi se escogió a San Carlos Borromeo como su ideal de purpurado: humilde, obediente al Papa y atento a salvaguardar la doctrina y la disciplina de la Iglesia. De haber vivido más, seguro que habría sido un gran impulsor del célebre Sínodo Romano de 1725 convocado por Benedicto XIII (Orsini), tal como el Borromeo lo fue del Concilio Tridentino. Pero el cardenalato le duró sólo siete meses, como él había presentido.
El 21 de diciembre de 1712, festividad del apóstol Santo Tomás, quiso visitar solemnemente su iglesia titular revestido de roquete, manteleta y capa magna. Con los frailes que la cuidaban cantó las completas y se detuvo un momento en el anterrefectorio. Fue como una premonición: de ahí a pocos días iban a embalsamarlo en aquel lugar. En la noche del 23 al 24 de diciembre, se sintió mal, aquejado de una fuerte inflamación pulmonar, al punto que hizo llamar al P. Chiesa, su confesor. Así y todo, aún asistió a los oficios papales de Navidad que tuvieron lugar en la Basílica de San Pedro. El 25 celebró la misa en su capilla del Palazzo Passarini (a donde se había trasladado tras su creación como cardenal) y también el 26, por San Esteban. La de este día fue su última misa. El 31 de diciembre se sintió ya próximo a la muerte y recomendó a sus familiares y criados a la caridad de su sobrino el duque Giulio Maria. Pidió a todos perdón y recibió los últimos sacramentos con gran edificación de los presentes. Como aumentase la fiebre, caía en momentos de delirio, pero en los lúcidos se acordaba de sus pobres y mandó darles todo lo que se encontrara de su peculio personal. Murió pobre en la madrugada del 1º de enero de 1713.
Sus exequias y enterramiento tuvieron lugar en la iglesia de su título y convocaron a toda Roma, desde los más distinguidos a los más humildes. El Papa se hallaba indispuesto, pero envió a Monseñor Carlo Collicola para que oficiase en su nombre. La Congregación de Propaganda Fide fue la heredera del cardenal Tomasi y los Padres Teatinos los legatarios de sus libros. A su confesor el P. Chiesa le dejó un reloj para que se regulase con él conforme a la regla de San Cayetano. Su fama de santidad, que ya corría en vida, fue tal que en 1723 ya se había publicado el decreto sobre sus escritos y el llamado super non cultu, introduciéndose la causa de beatificación en 1724. Al año siguiente se celebró el proceso apostólico, siendo Mons. Prospero Lambertini (futuro papa Benedicto XIV) el promotor de la Fe. El 1º de enero de 1761, Clemente XIII firmó el decreto de heroicidad de virtudes, que franqueaba el camino hacia la beatificación, la cual pronunció Pío VII el 29 de septiembre de 1803. Fue canonizado por el Venerable Juan Pablo II el 12 de octubre de 1986. Hoy sus restos reposan y son venerados en la primera capilla de la nave de la Epístola de la iglesia romana de Sant’Andrea della Valle.
El nombre de San José María Tomasi figura inscrito en el Martirologio Romano el 1º de enero, aniversario de su muerte, pero su fiesta suele celebrarse el día 3 y a este día nos atenemos para poder honrar como se merece sin interferir en el día de la Octava de Navidad y Circuncisión de Nuestro Señor, al santo que por muchos conceptos debe ser conocido y venerado por todos los que nos ocupamos en la difusión del rito romano clásico, del cual fue celoso divulgador y que quería que se convirtiera en el principal y más importante sostén de la vida espiritual. Sus escritos anticiparon, como ya dijimos, la obra del movimiento litúrgico, pero no en un sentido de ruptura con la Tradición sino de continuidad. La reforma litúrgica planteada por el santo cardenal no consistía sino en restaurarla a la luz de la venerable Antigüedad (ad pristinam, quantum fas erit, formam reuocare”. Desde luego habría aplaudido a Pío XII y habría rechazado el espíritu rupturista del Consilium. Será por ello que, no obstante su gran importancia como “príncipe de los liturgistas romanos”, los innovadores de la escuela de Bugnini ni lo mencionan…
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