Mondoñedo, hórreos en ruinas y la gloria de los justos
Este último fin de semana, algo más largo de lo habitual, aprovechamos mi mujer y yo, junto con nuestros hijos, para dar una vuelta por tierras galaicas. Visitamos por primera vez Mondoñedo, una preciosa ciudad en miniatura, agrupada en torno a su catedral y rodeada de montañas, bosques y espesura. Vista de lejos, se diría casi una ciudad francesa de los Pirineos transplantada por encantamiento al noroeste de España.
Ya más de cerca, salta a la vista el inequívoco carácter español y gallego de la ciudad, desde el escudo imperial de Carlos V, tallado en piedra en la fuente construida por un obispo del lugar, a los hórreos que se encuentran por toda la zona. En las cercanías del Seminario de Santa Catalina, nos cruzamos con varios curas vestidos de sotana y un cierto aire intemporal, que podrían haber salido de una postal de hace cien o doscientos años, a la vez que caminaban con una energía juvenil y decidida.
La Catedral de la ciudad es una de esas basílicas rodeadas por edificios muy cercanos casi por todos sus lados y que se descubren de pronto, levantándose majestuosas al final de una estrecha calle. En mi caso, recorrer angostas callejuelas para contemplar así, de golpe, una catedral magnífica me produjo una alegría que, mutatis mutandis, debe ser similar a la emoción de los conversos cuando descubren la Iglesia después de un largo recorrido vital, como algo sorprendente que sale a su encuentro, llena de la belleza de Dios, de la compañía de los Santos y de la apacible amistad de siglos pasados.
Parece ser que la catedral de Mondoñedo es la más antigua de toda Galicia, aunque, como suele suceder, se construyó de forma intermitente y a lo largo de varios siglos, al hilo de las venturas y desventuras de la ciudad. En su interior, me fascinaron algunas pinturas medievales conservadas en la nave principal. Son dibujos ingenuos y muy simples, pero llenos de fe y de una sencillez que ya no existe en Europa desde la Reforma protestante. Me gustó especialmente una de Cristo entregando las llaves del Reino de los Cielos a Pedro, que representa a este último como un Papa de la época, con su tiara y sentado en su cátedra.
Tanto a la salida como a la entrada de Mondoñedo, circulamos por pequeñas carreteras secundarias, que son las que permiten conocer realmente una región y disfrutar de sus recovecos más bonitos. Quiero aprovechar este momento para agradecer a unas beneméritas administraciones públicas que se hayan molestado en asegurarse de que no exista ni una sola señal de tráfico en los innumerables cruces de las carreteras de la zona. Gracias a ello y a mi escaso sentido de la orientación, tuvimos la oportunidad de visitar multitud de pequeños pueblecillos de los alrededores de Mondoñedo, que los cartógrafos no han considerado dignos de aparecer en el mapa. Ellos se lo pierden.
Muchas de las casas de estas aldeas están abandonadas, con muros y hórreos derruidos, caídas sus piedras e invadido el hogar por la maleza. Son estampas que, combinadas con el color plomizo del cielo, la niebla y el gris omnipresente del granito, conducen poco a poco a la melancolía. Es imposible no pensar en las generaciones y generaciones ya olvidadas que habrán vivido en esas casas, esforzándose por arrancar con sudor a la tierra lo necesario para vivir. Cuántos esfuerzos, cuántas ilusiones empleadas en construir una casa, un refugio contra el frío norteño, un granero para atesorar los frutos de la tierra o un pilón para abrevar el ganado.
De todo eso, quedan hoy tan sólo unas pocas piedras. Y, sin embargo, estoy convencido de que Dios recuerda cada una de esas historias y a cada una de esas personas. Sus historias están escritas en el cielo. Como dice el Salmista, Dios tiene un odre en el que recoge todas las lágrimas derramadas.
Con la cabeza en estos pensamientos, me produjo una paradójica alegría encontrar, en la puerta del pequeño cementerio de un pueblo cercano, ya del lado asturiano de los montes, un memento mori. Estos recordatorios de la muerte eran antaño muy frecuentes, pero hogaño escandalizan a los que prefieren pensar que van a vivir para siempre. A mí, la verdad, cuando son verdaderamente cristianos no me parecen algo morboso o triste. Más que centrarse en la muerte, lo que hacen es recordar que la vida verdadera es la que viene de Dios y que esa vida, para un rey, para un obispo o para un aldeano lucense, no terminará jamás.
Caminante que pasas distraído,
fija tu vista en esta morada
y aprende, si no lo has sabido,
que es lo mismo ser todo que ser nada.
Aquí terminan vanidad y vanos gustos,
mezquindad y egoísmos,
envidias y pleitos
y comienza la gloria de los justos.
Espero que los lectores compartan mi sincero placer al descubrir que estos versos no son barrocos, ni siquiera del siglo pasado, sino que, según dice la inscripción, se escribieron en 1990. Supongo que debe de haber personas que siguen creyendo hoy en la gloria de los justos y han puesto en ella su esperanza. Les deseo la bendición de Dios, aunque, sin duda, Dios ya les ha bendecido abundantemente.
9 comentarios
Me alegra que hayas disfrutado en Mondoñedo. Anímate a venir a Asturias en este Año de la Cruz (de las cruces, la de la Victoria y la de los Ángeles).
Seguro que al menos una escapadita si que puedes hacer, ¿no? Tanto trabajo, al final, termina por hacer que uno no rinda lo mismo.
Fructuoso:
Gracias por la sugerencia, creo que me animaré antes de que termine el año.
Conozco bien Covadonga y he ido varias veces allí en peregrinación, cruzando a pie los Picos de Europa desde Valdeón. Sin embargo, no he estado nunca en Oviedo y me gustaría poder rezar allí ante el Sudario y la Cruz.
Un saludo.
Un saludo
Edith Checa
Un saludo
Edith Checa
"Caminante que pasas distraído,
fija tu vista en esta morada
y aprende si no lo has sabido que es lo mismo serlo todo que ser nada.
Aquí terminan vanidad y vanos gustos
y comienza la gloria de los justos.
Orad por los muertos"
Los versos del artículo están en Taramundi. Sin embargo, es muy posible que se hayan inspirado en los de Santovenia. Lo incluiré en el artículo.
Saludos.
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