Aquella noche oscura
Hace un par de años pasé por una etapa bastante difícil. Y una noche, como queriendo desahogarme, escribí lo que vais a leer. Es bastante personal pero quién sabe si puede ayudar a alguien que pueda estar pasando también por un momento complicado en su vida. Porque al final, siempre hay esperanza para los creemos en Cristo:
Pasa el verano, al que sigue el otoño como preludio de un invierno que desemboca en el mar de la vida naciente de la primavera, cuya madurez nos conduce de nuevo al verano. Año tras año, mi existencia va transcurriendo camino a una eternidad que me espera para retribuirme por lo que he sembrado, regado y cosechado en este frugal pestañeo que es la vida del hombre en la tierra.
Lo cierto es que nunca como ahora me he planteado la pregunta de cuál sería dicha retribución en caso de que el Dueño del ayer, del hoy y del mañana decidiera llamarme a su presencia. Y la respuesta no me satisface. En realidad, ¿qué buenas obras hechas en su gracia tengo en mi zurrón? ¿Cuánto han producido los talentos que Él me dio? ¿A cuántos pobres he ayudado? ¿A cuántos enfermos he socorrido? ¿Cuántas viudas han encontrado mi hombro dispuesto para que lloren en él?
Me sobran dedos en una mano para contarlos. Si hoy muriera en la gracia de Dios y obtuviera una silla en el gran banquete de su Reino, mi lugar en esa mesa estaría muy al final. Y si caigo de su gracia, ¿de qué horrible castigo no sería merecedor por haber desechado la perseverancia en la obediencia al Señor después de haber sido iluminado en el conocimiento de su santidad? Porque si de algo estoy seguro es de que soy un privilegiado por haber conocido a Dios, por haber saboreado de su comunión, por haber creído en el evangelio de salvación. No hay ignorancia invencible a la que yo pudiera asirme para justificar lo injustificable. De hecho, soy consciente de que, sin ser lo que se conoce como un erudito, tengo mayor formación en las cosas de Dios que la media. Pero de nada vale eso si el amor no produce su fruto. Un amor que, en mi caso, parece atrapado en una jaula de hierro de la que no puede escaparse para campar a sus anchas. Jaula que cuelga de un árbol plantado en una isla rodeada de aguas cenagosas de mis pecados.
Estoy cansado. Sí, cansado de mí mismo. Cansado de no ser como debería ser. De no ser santo. De ser pecador. Y tengo miedo. Miedo de las consecuencias de mis actos pasados que vienen ahora a cobrarse la factura. Porque todo parece derrumbarse a mi alrededor. No tengo control alguno sobre el futuro inmediato, que auguro dramático si el Señor no obra un milagro. Mi familia puede estallar en mil pedazos y temo que afecte gravísimamente a mis dos hijos más pequeños, que son totalmente inocentes de lo que se nos viene encima, lo cual no podemos decir los demás miembros de este hogar, que debería ser más cristiano de lo que es. Y es que esa ciénaga de la que he hablado no tiene solo pecados míos. Hay otros cuyos dueños están más pendientes de los pecados ajenos que de los propios, lo cual es el camino directo hacia su perdición. Ninguna esperanza de salvación hay para quien no empieza por reconocer sus pecados o los quiere esconder bajo la sombra de los pecados de otros, por mucho que ellos sean tan graves o más que los propios. No hay pecado lo suficientemente grande para que Dios no lo perdone si lo confesamos y no lo justificamos, pero no hay pecado pequeño que no nos pueda conducir a la perdición si lo tapamos, lo escondemos y lo ponemos en el debe de los demás. Quiera Dios ablandar nuestros corazones para acercarnos a su misericordia y hallar su perdón.
En medio de tanta tiniebla siempre hay un lugar para la esperanza, para la vida, para un futuro abierto al Reino de Dios. Cristo es más grande que todo nuestro pasado y nuestro presente, y es Señor de nuestro futuro si en verdad queremos que así sea. Él es el que era, es y será. En Él somos redimidos de nuestros pecados pasados, encontramos la salvación presente y se nos abre un futuro esplendoroso a su servicio en el Reino.
No sé cuánto me quedará de vida, pero sí sé que solo merecerá la pena vivirla si de verdad sirvo a Dios. No tengo otro aliciente que ese. Ciertamente quiero ver crecer a mis hijos y ayudarles a encaminar sus pasos por la buena senda, pero ni siquiera su felicidad colmará mi alma si no soy capaz de servir fielmente a Dios. Ciertamente me gustaría que mi matrimonio sobreviviera a nuestras miserias, pero igualmente he de decir que no es esa mi máxima meta. O soy santo o no soy nada. O sirvo a Dios o no sirvo. O fiel a Cristo o despojo humano. En la santidad está mi felicidad, porque solo si estoy en paz con Dios seré feliz. Quizás no dependa solo de mí que mis hijos sean felices y que mi matrimonio no naufrague del todo. Pero sí depende el estar en paz con Dios, el estar abierto a servirle allá donde Él quiera, de la forma que quiera y en la medida que quiera. Para ello tengo su gracia, sin la cual ni siquiera podría andar un solo paso, pues torpe, inútil, vago, frío y seco soy en mi carne.
Hoy estoy hundido, deprimido y con miedo, pero sé que Cristo está ahí, dispuesto a limpiarme de la lepra del pecado, a curarme de la ceguera de la soberbia, a levantarme del sueño de la muerte en la que ando.
Kyrie eleison.
Luis Fernando Pérez Bustamante
6 comentarios
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Estos consejos de Isabel de la Trinidad, a mí me han servido:
"...me parece entender que el Señor le exige un abandono total y una confianza ilimitada en Él.
En medio de esas horas tormentosas en las que usted experimenta tan espantosos vacíos, tenga la seguridad que el Señor ahonda y ensancha capacidades mucho más amplias dentro de su alma; es decir, capacidades en cierto modo infinitas, tan infinitas como Él mismo, que le permitan recibirle...
Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia (Rom 5,20) Creo, por tanto, que el alma más débil, más aún, la más culpable, es la que puede confiar con más derecho. Y ese acto que ella hace para olvidarse de sí misma y arrojarse en los brazos de Dios le glorifica y le da más gozo al Señor que todo ese incesante replegarse sobre sí misma y todos esos exámenes de conciencia que le fuerzan a vivir de continuo en contacto...
Que se halle usted fervorosa o desolada, nada debe importarle. Es ley del destierro que pasemos por incesantes alternativas. Esté usted segura de que en esos momentos El nunca se muda y que, en su bondad, está siempre inclinado hacia su alma, para adueñarse de usted y estabilizarla en Sí.
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