(571) Evangelización de América, 79 -Río de la Plata (V) - Las Reducciones misionales

 Reducción S. Ignacio de Moxos, Bolivia –Las reducciones misionales jesuitas…

–Y de otras congregaciones religiosas. Las iniciaron los franciscanos y otros, y los jesuitas las perfeccionaron. 

–Primeros cien años de la evangelización de América

Antes de estudiar las Reducciones misionales, conviene recordar brevemente la situación de España en el siglo XVI y las líneas principales de la evangelización de América hispana en ese mismo período. Escribe Manuel Lucena Salmoral (La América… 432-433).    

    

«Aunque es difícil precisar la población española, parece que ascendió a unos 8 millones de habitantes a comienzos del siglo XVI, que au­mentaron hasta unos 9,5 a fines de la misma centuria, y descendieron a unos 8,5 al tér­mino de la siguiente.

«El descenso tiene raíces muy complejas, como la depresión económi­ca, las pestes y epidemias, las guerras, la expulsión de los infieles (unos 150.000 judíos y unos 500.000 moriscos) y la emigración a Indias (unos 200.000 pobladores)». Más concre­tamente, en 1600 la población total de la península ibérica era de 11.347.000 habitantes, así distribuidos: Corona de Castilla, 8.304.000 (73’2 %); Corona de Aragón, 1.358.000 (12); Reino de Navarra, 185.000 (1’6); Reino de Portugal, 1.500.000 (13’2) (AV, Iberoamérica… 432-433)».

 

Por lo que a la autoridad de la Corona se refiere, el Consejo de Indias, y más concretamente la Casa de Contratación ubicada en Sevilla, habían regido y regían todo el empeño misionero de España hacia las Indias. Con todo lo cual Sevilla, a mediados del XVI, con unos 150.000 habitantes –de los cuales, unos 6.000 eran esclavos, en su mayoría negros–, era una de las más importantes ciudades de Europa, ya que solamente París, con unos 200.000, era mayor.

Según el Pa­tronato Real, los Reyes españoles proveían a todos los misioneros de un equipo completo –vestidos, mantas, cáliz, ornamentos, etc.–, pagaban el costo de la navegación desde Sevilla, y les asignaban una pensión conti­nua, de modo que no tuvieran necesidad de pedir nada a los indios que se fueran haciendo cristianos. Todas las parroquias y doctrinas que se iban estableciendo en las Indias tenían señalada una renta.

Pues bien, en 1623, cien años después, más o menos, de que se iniciara organizadamente la evangelización de la América hispana, ya estaban edi­ficadas unas 70.000 iglesias, lo que indica que venían a construirse unas 700 por año. Cada año partían de España, como promedio, unos 130 o 150 misioneros, y había en las Indias, además del clero secular, unos 11.000 religiosos en 500 conventos. No ha habido en los veinte siglos de la historia de la Iglesia ningún empeño evangelizador tan intenso, extenso y eficaz que se le pueda comparar,. Y la «verdad» de aquella acción misionera se prueba por la perduración secular de sus efectos: hoy casi la mitad de la Iglesia es de habla hispana. «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,20).

 

–La reducción de indios a pueblos

Los españoles comprendieron desde el principio en América que si los indios seguían dispersos en bosques, sabanas y montañas, no había modo de civilizarlos ni de evangelizarlos, y que la tarea de reducirlos a vida so­cial comunitaria en poblados, doctrinas o reducciones, era la más urgente y primera. La Corona dictó numerosas ordenanzas a lo largo de todo el si­glo XVI (+ Borges, Misión y civilización…, 80-88), y puede decirse que el proceso reduccionístico fue general en América, tanto desde el punto de vista geográfico como cronológico. Aunque no fal­taron quienes al principio tuvieron ciertos escrúpulos a la hora de reducir a los indios, alegando posibles dificultades eventuales, como podía ser el desarraigarlos de sus tierras antiguas, apenas hubo controversia en este tema, pues casi siempre se consideró que las ventajas eran mucho mayo­res que los inconvenientes.

Ya hice crónica de los pueblos-hospitales que Vasco de Quiroga co­menzó a organizar en 1532 (blog 503). Y en 1537 decía Francisco Marro­quín, obispo de Guatemala, que los indios, «pues son hombres, justo es que vivan juntos y en compañía». Ese mismo año los dominicos, bajo la di­rección del padre Las Casas, desarrollaron en la difícil provincia guate­malteca de Tuzulutlán un notable esfuerzo de reducción de indios en pue­blos (+Mendiguren, Un ejemplo de penetración pacífica, La Verapaz).

A lo largo del siglo XVI y comienzos del XVII se aprecia un doble esfuer­zo simultáneo: restringir más y más el sistema de encomiendas, hasta lo­grar su extinción, como ya vimos (467), y fomentar cada vez con mayor apremio el sistema de las reducciones de los indios en poblados especiales. Por ejemplo, «respecto de México, la reducción fue ordenada a las autori­dades civiles por reales cédulas de 1538, 1549, 1550, 1560, 1595 y 1589, y a los obispos y misioneros por la Junta Eclesiástica de México de 1546 y por los tres Concilios provinciales de esa misma ciudad de 1555, 1565 y 1585».

En el Perú hallamos numerosas cédulas reales por esos mismos años, y los Concilios de Lima II y III (1567-1568, 1582-1583) ordenan igualmente la reducción (Borges 115-117).Como teóricos más notables del proceso reduccional podemos señalar al jesuita José de Acosta, de fines del XVI, o al jurista Juan de Solórzano Pereira, de mediados del XVII. Y ya en 1681 la Recopilación de leyes de los reinos de Indias, reiterando muchas ordenanzas anteriores, disponía escuetamente: «para que los indios apro­vechen más en cristiandad y policía se debe ordenar que vivan juntos y concertadamente».

 

–Entradas misioneras con escolta o sin ella

Casi siempre hubieron de ser los misioneros quienes hicieran «entradas», a veces sumamente arriesgadas, para congregar a los indios todavía no su­jetos al dominio de la Corona española. Como ya hemos visto a lo largo de nuestra crónica, a veces se pudo prescindir de la escolta armada; así Vasco de Quiroga entre los tarascos, los dominicos en La Vera­paz, o franciscanos y jesuitas entre los guaraníes del Paraguay.

Otras ve­ces los hechos obligaban a estimar necesaria la escolta, aunque fuera mí­nima, y así hubieron de entrar los jesuitas, después de no pocos mártires, en las regiones del este y norte de México o los franciscanos en zo­nas de Talamanca, Texas o California. Ya decía en 1701 el gober­nador de Cumaná, en Venezuela, que «un mosquetero entre los indios, sin disparar su arma (sino tal vez al aire) suele vencer mil dificultades y ha­cer más fruto que muchos misioneros» (+Borges 118-119).

Como es lógico, siempre que era posible, los misioneros procuraron evitar el acompa­ñamiento de la escolta o reducir ésta al mínimo. «En numerosas ocasiones se prescindió de ella, y cuando estuvo presente solo perseguía el objetivo de defender al misionero ante posibles ataques de los nativos, y el misionero era el primer interesado en que los indios se avinieran voluntariamente a reducirse, porque de lo contrario resultaría imposible mantenerlos concentrados» (Borges 134).

 

S. Ignacio de MoxosRealización de las entradas

Una vez obtenidos los permisos de las autoridades civiles y las licencias eclesiásticas, los misioneros, después de encomendarse a Dios y a todos los santos –a veces en un prolongado retiro espiritual, como hicieron los do­minicos antes de entrar en la tierra de guerra de Tuzulutlán (+Mendi­guren 503)–, entraban entre los pueblos indios aún no integrados en el dominio de la Corona. Acostumbraban llevar consigo un buen car­gamento de alfileres, cintas y abalorios, agujas y bolitas de cristal, cuchi­llos y hachas, cascabeles, espejos, anzuelos y otros objetos que para los in­dios pudieran ser tan útiles como fascinantes.

No solían llevar en cambio los misioneros mucha comida, pues, como decía uno de ellos, «a los cuatro días se la han comido los indios que la cargan, para aliviar la carga y por su natural voracidad» (+Borges 130). A veces los misioneros iban solos, pero siempre que podían lo hacían acompañados, o incluso precedidos, de indios ya conversos. Y una vez establecido el contacto con los indios paga­nos, se intentaba persuadirles de las ventajas materiales y espirituales que hallarían en vivir reunidos en un poblado bajo la guía de los misione­ros.

Las reacciones de los indios eran muy variadas. En un primer momento solían acercarse llenos de curiosidad, pero pronto, aunque no hubiera es­colta, sentían temor ante lo nuevo, y desaparecían. Si se esperaba con pa­ciencia, era normal verles regresar al tiempo, ganados por la atracción de la curiosidad. Poco a poco se iban familiarizando con los visitantes, y se entablaba el diálogo, con todas las dificultades del caso. La música fue en no pocos casos un argumento decisivo, como en la Verapaz o entre los gua­raníes. Y cualquier incidente podía espantarlos definitivamente o suscitar un ataque que hiciera correr la sangre…

Persuadir a los indios a congregarse en reducciones era asunto suma­mente delicado y complejo. Y mantenerlos luego reunidos, como hace notar Alberto Armani, también era muy difícil:

«Las reducciones, lejos de ser idílicos paraísos terrestres poblados por el buen salvaje que soñara J. J. Rousseau, fueron verdaderos puestos de frontera, particularmente en sus primeros tiempos, donde todo podía ocurrir. La vida cotidiana registraba casos de canibalismo, asesinatos, riñas y embriaguez agresiva. Sólo con mucho tacto, paciencia y distintas estratagemas, pudieron los misioneros hacerse respetar. Con frecuencia, por motivos fútiles o por reprimendas de los religiosos, clanes enteros se rebelaban y retomaban el camino de la selva. La hostilidad de los hechiceros y ancianos atacados en sus antiguas tradiciones, podía poner en peligro la vida de los misioneros» (Ciudad de Dios… 140-141), lo que dio lugar a muchos mártires.

Maxime Haubert describe en su obra muchas situaciones de éstas, unas veces cómicas, otras dramáticas. En general, los misioneros se veían obligados a tolerar mucho a los indios mayores, y concentraban sus esfuerzos, con gran éxito, en la educación de niños y jóvenes.

Para niños y jóvenes las reducciones sólo presentaban ventajas y atrac­tivos. Los mayores, en cambio, hallaban en ellas ventajas e inconvenientes.

«De entre las ventajas expuestas por los misioneros mismos tenemos abundantes tes­timonios de que en la reducción de las diversas tribus de guaraníes influyeron hechos como el de huir del hambre, la comprobación del progreso que en las reducciones hacían los hijos de los ya concentrados, los donativos de los reductores, la observación de cómo los ya reducidos disponían de aperos de labranza, y el miedo a las tribus vecinas, e incluso a los mamelucos o paulistas brasileños».

«Frente a estas ventajas se presentaban una serie de inconvenientes, como el cambio de terreno, la pérdida de la libertad gozada hasta entonces, el abandono de lugares que eran familiares, la perspectiva de tener que convivir con otras tribus que les resultaban extra­ñas, el sometimiento a una vida a la que no estaban acostumbrados, el temor a la sujeción política y tributaria, y el recelo de los caciques y hechiceros a perder sus privilegios, in­fundado en el caso de los primeros, pero plenamente justificado en el de los segundos» (Borges 134).

 

–Nuevo impulso a las reducciones

Como ya sabemos, el impulso de civilización y evangelización llega a la zona del Río de la Plata más tarde que a otras regiones de América. Y así en la segunda mitad del siglo XVI, cuando en el conjunto de la América hispana las encomiendas van a menos, en el Río de la Plata van a más. A partir sobre todo de 1555, con el gobernador Martínez de Irala, se desarro­lla en la zona el régimen de la encomienda, de modo que a principios del XVII casi todas las 1.200 familias españolas de pobladores son encomen­deras.

Esta situación no era ciertamente la más favorable para la evan­gelización, pues aunque algunos encomenderos cumplían con su res­ponsabilidad, moral y legal, de procurar el adoctrinamiento y progreso de los indios, otros descuidaban este deber.

Por otra parte, todavía a fines del XVI, tanto en Río de la Plata como en otras zonas periféricas entonces integradas en el virreinato del Perú, mu­chos indios vivían dispersos, haciendo prácticamente imposible entre ellos toda tarea de civilización y evangelización. En esas circunstancias el em­peño por la reducción de los indios recibió un impulso decisivo tanto de don Francisco de Toledo, virrey del Perú desde 1569, como de Santo Tori­bio de Mogrovejo, que asumió el arzobispado de Lima en 1581.

Se lee en una Crónica Anónima de 1609: «Viendo el virrey don Francisco de Toledo la universal perdición de todo el reino por vivir los indios sin pueblos formados, de suerte que en el doctrinarlos se les faltaba nueve partes de las diez necesarias, puso grande efi­cacia en reducirlos todos a pueblos ordenados, de manera que de quince o veinte de aque­llas parcialidades o pueblezuelos se hizo uno, lo cual, aunque tuvo grandes dificultades y repugnancia de los indios, con todo eso salió el virrey con ello, que fue la obra más heroica y de mayor servicio de Dios que se ha hecho en aquellos indios» (+MH 12,1955, 1111).

 

–Fray Luis de Bolaños (1539-1629)

El historiador jesuita Antonio de Egaña afirma que «en el continente hispano sudamericano ha de considerarse como fundador del método re­duccional al franciscano Luis de Bolaños» (Historia…190). De él nos da cumplida referencia Raúl A. Molina en su estudio sobre La obra francis­cana en el Paraguay y Río de la Plata (329-400; 485-522).

Sin ser aún sacerdote, llegó Bolaños en 1575 a las misiones del Para­guay con los padres Villalba, San Buenaventura, de la Torre, y Vivaldo, y con el hermano Andrés. Partiendo de Asunción, hacia el norte, lograron en 1580 fundar Los Altos, una misión que reunía unos 300 indios. A veces no fundaban, sino que cristianizaban un poblado indio ya existente. Con Los Altos, las primeras reducciones fueron San Francisco de Atirá, San Pedro de Ipané, San Blas de Itá, San Buenaventura de Yaguarón.

El padre Bo­laños, ya sacerdote, en 1597, tras un tiempo de ministerios en Ascensión, vuelve a misionar en la zona del Paraná. Nace entonces la reducción de San José de Cazaapá, con más de 600 familias, la de San Francisco Yutí, con otros 600 indios, la de Santiago del Baradero. En fin, fueron catorce las reducciones que se formaron entre 1580 y 1615, y otros diez pueblos fueron cristianizados. Muchos de estos núcleos de población hoy subsisten (Molina 485-486).

«Esta red de fundaciones, las primeras –hace notar el padre Egaña–, acusan ya la mente de su creador: circundar la capital de reductos cristia­nos fácilmente evangelizables desde el centro y evitar simultáneamente el incluirlos en la ciudad española, donde perderían su autonomía. Ideas-base para todo el ulterior desenvolvimiento de la obra. Es, pues, mérito del benemérito franciscano haber establecido ya el máximo axioma que presidiría toda la obra, y fuente capital del éxito» (190).

El gran misionero fray Luis de Bolaños, nacido en 1539, a los 79 años, agotado y casi ciego, se retiró a Buenos Aires, en donde murió en 1629. A él y a sus colaboradores se debió la composición de un catecismo, una gramática y un diccionario en guaraní, lengua que hoy felizmente sigue viva, en buena parte gracias a ellos. La presencia misionera franciscana en el Paraguay siguió siendo importante en los años siguientes: en 1680 había 150 religiosos en 11 conventos, y en 1700, 153 en 19.

 

Como los franciscanos, también los dominicos establecieron reducciones misioneras en esta zona, como puede verse en la obra de Alfonso Esponera Cerdán (Los dominicos y…). Especialmente importante fue la re­ducción de Santo Domingo Soriano, que hacia 1661 iniciaron junto al río Uruguay, y que por esas fechas reunía quizá más población que Buenos Aires, ciudad que le quedaba cer­ca.

La Compañía de Jesús logró realizar las reducciones, especialmente en Paraguay, con una máxima perfección misionera y comunitaria, laboral, cultural y cívica, como podremos comprobarlo en los artículos siguientes.

José María Iraburu, sacerdote

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