(486) Evangelización de América –29 México. Hernán Cortés, fundador de México

 Monterrey, México

–No todos estarán de acuerdo con el título de este artículo.

–Les pido a quienes no estén de acuerdo que tengan paciencia, pues dice la verdad.

 

–La «Noche triste»: pérdida de Tenochtitlán

De pronto, los sucesos se precipitan en la tragedia. Desembarca en Veracruz, con grandes fuerzas, Pánfilo de Narváez, enviado por el gobernador Velázquez para apresar a Cortés, que había desbor­dado en su empresa las autorizaciones recibidas. Cortés abandona la ciudad de México y vence a Narváez. Entre tanto, el cruel capitán Alvarado, en un suceso confuso, produce en Tenochtilán una gran matanza –por la que se le hizo después juicio de residencia–, y estalla una rebelión incontenible. Vuelve apresuradamente Cortés, y Moctezuma trata de calmar desde la terraza del palacio al pueblo amotinado. Llueven sobre él insultos, flechas y pedradas, y tres días después muere (Morales Padrón, Historia 348). Se ven obligados los españoles a abandonar la ciudad, en el episodio terrible de la Noche Triste.

Los españoles son acogidos en Tlaxcala, y allí se recuperan y consiguen refuerzos en hombres y armas. Muchos pueblos indios oprimidos: tlaxcaltecas, tepeaqueños, cempoaltecas, cholulenses, huejotzincos, chinantecos, xochimilcos, otomites, chalqueños (Trueba, Cortés 78-79), se unirán a los españoles para derribar el imperio azteca. Construyen entonces bergantines y los transportan cien kilómetros por terrenos montañosos, preparando así el ataque final contra la capital del poder azteca, asumido ahora por Cuauhtémoc (Guatemuz), sobrino de Moctezuma.

 

–México, por fin, capital de la Nueva España

Comienza el asalto de la ciudad lacustre el 28 de julio de 1521, y la guerra fue durísima, tanto que al final de ella, como escribe Cortés en su III Carta al emperador, «ya nosotros teníamos más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta crueldad que no en pelear con los indios… [Pero] en ninguna ma­nera les podíamos resistir, porque nosotros éramos obra de nove­cientos españoles y ellos más de ciento y cincuenta mil hombres». La caída de México-Tenochtitlán fue el 13 de agosto de 1521, fecha en que nace la Nueva España.

Con razón, pues, afirma el mexicano José Luis Martínez que esta guerra fue de «indios contra indios, y que Cortés y sus soldados… se limitaron… sobre todo, a dirigir y organizar las acciones milita­res… Arturo Arnáiz y Freg solía decir: “La conquista de México la hi­cieron los indios y la independencia los españoles”» (332).

 

–Cortés recibe a los doce franciscanos

Ya vimos que Hernán Cortés en 1519, apenas llegado a Tenochtitlán, le anuncia a Moctezuma en su primer encuentro: «enviará nuestro rey hombres mejores que nosotros». Así se cum­plió, en efecto. El 17 o 18 de junio del año 1524, «el año en que vino la fe», llegaron de España a México un grupo de doce grandes mi­sioneros franciscanos. Y Cortés tuvo especialísimo empeño en que su entrada tuviera gran solemnidad.

Ya cerca de México, según cuenta Bernal, el mismo Hernán Cortés les salió al encuentro, en cabalgata solemne y engalanada, con sus primeros capitanes, acompañado por Guatemuz, señor de México, y la nobleza mexicana. Y aún les aguardaba a los indios una sor­presa más desconcertante, cuando vieron que Cortés bajaba del ca­ballo, se arrodillaba ante fray Martín de Valencia, y besaba sus hábitos, siendo imitado por capitanes y soldados, y también por Guatemuz y los principales mexicanos. Todos «espantáronse en gran manera, y como vieron a los frailes descalzos y flacos, y los hábitos rotos, y no llevaron caballos, sino a pie y muy amarillos [del viaje], y ver a Cortés, que le tenían por ídolo o cosa como sus dioses, así arrodi­llado delante de ellos, desde entonces tomaron ejemplo todos los indios, que cuando ahora vienen religiosos les hacen aquellos reci­bimientos y acatos; y más digo, que cuando Cortés con aquellos re­ligiosos hablaba, que siempre tenía la gorra en la mano quitada y en todo les tenía gran acato» (cp.171; +Mendieta, Historia III,12).

«Esta escena, comenta Madariaga, fue la primera piedra espiritual de la Iglesia católica en Mejico» (493).

 Cortés recibe a los Doce franciscanos, 1524

 

–Pide misioneros

Poco después de la llegada de los Doce apóstoles franciscanos, el 15 de octubre de 1524«el Año en que llegó la fe»–, escribe Cortés al Emperador una IV Relación, de la que transcribimos algunos párrafos particularmente importantes para la historia religiosa de México:

«Todas las veces que a vuestra sacra majestad he escrito he di­cho a vuestra Alteza el aparejo que hay en algunos de los naturales de estas partes para convertirse a nuestra santa fe católica y ser cristianos; y he enviado a suplicar a vuestra Majestad, para ello, mandase personas religiosas de buena vida y ejemplo. Y porque hasta ahora han venido muy pocos o casi ningunos, y es cierto que harían grandísimo fruto, lo torno a traer a la memoria de vuestra Alteza, y le suplico lo mande proveer con toda brevedad, porque Dios Nuestro Señor será muy servido de ellos y se cumplirá el de­seo que vuestra Alteza en este caso, como católico, tiene».

En otra ocasión, sigue en su carta, «enviamos a suplicar a vuestra Majestad que mandase proveer de Obispos u otros prelados, y en­tonces nos pareció que así convenía. Ahora, mirándolo bien, me ha parecido que vuestra sacra Majestad los debe mandar proveer de otra manera… Mande vuestra Majestad que vengan a estas partes muchas personas religiosas [frailes], y muy celosas de este fin de la conversión de estas gentes, y que hagan casas y monasterios. Y suplique vuestra Alteza a Su Santidad [el Papa] conceda a vuestra Majestad los diezmos de estas partes para este efecto. [La conver­sión de estas gentes] no se podría hacer sino por esta vía; porque habiendo Obispos y otros prelados no dejarían de seguir la costum­bre que, por nuestros pecados, hoy tienen, en disponer de los bie­nes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y en otros vicios, en dejar mayorazgos a sus hijos o parientes. Y aun sería otro mayor mal que, como los naturales de estas partes tenían en sus tiempos personas religiosas que entendían en sus ritos y ceremonias –y és­tos eran tan recogidos, así en honestidad como en castidad, que si alguna cosa fuera de esto a alguno se le sentía era castigado con pena de muerte–; y si ahora viesen las cosas de la Iglesia y servicio de Dios en poder de canónigos u otras dignidades, y supiesen que aquéllos eran ministros de Dios, y los viesen usar de los vicios y profanidades que ahora en nuestros tiempos en esos reinos usan, sería menospreciar nuestra fe y tenerla por cosa de burla; y sería tan gran daño, que no creo aprovecharían ninguna otra predicación que se les hiciese».

«Y pues que tanto en esto va y [ya que] la principal intención de vuestra Majestad es y debe ser que estas gentes se conviertan, he querido en esto avisar a vuestra Majestad y decir en ello mi pare­cer. [Por lo demás] así como con las fuerzas corporales trabajo y trabajaré para que los reinos y señoríos de vuestra Majestad se en­sanchen, así deseo y trabajaré con el alma para que vuestra Alteza en ellas mande sembrar nuestra santa fe, porque por ello merezca [a pesar de mis muchos pecados –nos permitimos añadir–] la biena­venturanza de la vida perpetua».

«Asimismo vuestra Majestad debe suplicar a Su Santidad que conceda su poder en estas partes a las dos personas principales de religiosos que a estas partes vinieron, uno de la orden de San Francisco y otro de la orden de Santo Domingo, los cuales tengan los más largos poderes que vuestra Majestad pudiere [concederles y conseguirles], por ser estas tierras tan apartadas de la Iglesia ro­mana, y los cristianos que en ellas residimos tan lejos de los reme­dios de nuestras conciencias, y como humanos, tan sujetos a pe­cado».

Todo se cumplió, más o menos, como Cortés lo pensó y lo pro­curó. Con razón, pues, afirmó después Mendieta que «aunque Cortés no hubiera hecho en toda su vida otra alguna buena obra más que haber sido la causa y medio de tanto bien como éste, tan eficaz y general para la dilatación de la honra de Dios y de su santa fe, era bastante para alcanzar perdón de otros muchos más y mayo­res pecados de los que de él se cuentan» (III,3).

El emperador promovió también algunos obispos pobres y humil­des, como Cortés los pedía, hombres religiosos, de la talla de Garcés, Zumárraga o Vasco de Quiroga.

 

–Soldados apóstoles de México

La religiosidad de Cortés fue ampliamente compartida por sus compañeros de milicia. Y Bernal Díaz del Castillo afirmaba que en la Nueva España, ellos, (477) capitanes y soldados, fueron los primeros apóstoles de Jesucristo, incluso por delante de los religiosos. Él mismo, en su Historia verdadera… da referencias biográficas «De los valerosos capitanes y fuertes y es­forzados soldados que pasamos desde la isla de Cuba con el ventu­roso y animoso Don Hernando Cortés» (cp.205), no olvida a un buen número de soldados, compañeros suyos de armas, que se hicieron frailes y fueron verdaderos apóstoles de los indios

«Pasó un buen soldado que se decía Sindos de Portillo, natural de Portillo, y tenía muy buenos indios y estaba rico, y dejó sus indios y vendió sus bienes y los repartió a pobres, y se metió a fraile fran­cisco, y fue de santa vida; este fraile fue conocido en México, y era público que murió santo y que hizo milagros, y era casi un santo. Y otro buen soldado que se decía Francisco de Medina, natural de Medina del Campo, se metió a fraile francisco y fue buen religioso; y otro buen soldado que se decía Quintero, natural de Moguer, y tenía buenos indios y estaba rico, y lo dio por Dios y se metio a fraile francisco, y fue buen religioso; y otro soldado que se decía Alonso de Aguilar, cuya fue la venta que ahora se llama de Aguilar, que está entre la Veracruz y la Puebla, y estaba rico y tenía buen reparti­miento de indios, todo lo vendió y lo dio por Dios, y se metió a fraile dominico y fue muy buen religioso; este fraile Aguilar fue muy cono­cido y fue muy buen fraile dominico. Y otro buen soldado que se de­cía fulano Burguillos, tenía buenos indios y estaba rico, y lo dejó y se metió a fraile francisco; y este Burguillos después se salió de la Orden y no fue tan buen religioso como debiera; y otro buen sol­dado, que se decía Escalante, era muy galán y buen jinete, se metió fraile francisco, y después se salió del monasterio, y de allí a obra de un mes tornó a tomar los hábitos, y fue muy buen religioso. Y otro buen soldado que se decía Lintorno, natural de Guadalajara, se metió fraile francisco y fue buen religioso, y solía tener indios de encomienda y era hombre de negocios. Otro buen soldado que se decía Gaspar Díez, natural de Castilla la Vieja, y estaba rico, así de sus indios como de tratos, todo lo dio por Dios, y se fue a los pina­res de Guaxalcingo [Huehxotzingo, en Puebla], en parte muy solita­ria, e hizo una ermita y se puso en ella por ermitaño, y fue de tan buena vida, y se daba ayunos y disciplinas, que se puso muy flaco y debilitado, y decía que dormía en el suelo en unas pajas, y que de que lo supo el buen obispo don fray Juan de Zumárraga lo envió a llamar o le mandó que no se diese tan áspera vida, y tuvo tan buen fama de ermitaño Gaspar Díez, que se metieron en su compañía otros dos ermitaños y todos hicieron buena vida, y a cabo de cuatro años que allí estaban fue Dios servido llevarle a su santa gloria»…

Ya se ve que no había entonces mucha distancia entre los frailes apóstoles y aquellos soldados conquistadores, más tarde venteros, encomenderos o comerciantes. Es un planteamiento maniqueo, falso e increíble, contraponer la bondad de los misioneros con la maldad de los sol­dados: ésa es pura ideología, sin fundamente real alguno. Los documentos de la época muestran en cientos de ocasio­nes que unos y otros eran miembros hermanos, más o menos vir­tuosos, de un mismo pueblo profundamente cristiano. Recuerdo aquí a algunos.

 

–Elogios mexicanos sobre Hernán Cortés

Pero volvamos a nuestro primer protagonista. A juicio del español Salvador de Madariaga (+1978) fue «Cortés el español más grande y más capaz de su siglo» (555), lo que es decir demasiado, pues se ignoran las flaque­zas del Capitán y las maravillas humanas y divinas del siglo XVI español.

Niño mexicano

En nuestro tiempo ha recibido Hernán Cortés grandes elogios de historiadores mexicanos. No cito a los muchos que lo denigran porque no merece la pena. Y los elogios vienen de antiguo, pues ya en el XVII el mexicano don Carlos de Sigüenza y Góngora (+1700), escribe el libro Piedad heróica de Don Fernando Cortés, que es publicado mucho más tarde en México, en 1928. Pero recordemos el testimonio de otros historiadores mexicanos modernos.

Carlos Pereyra (+1942) elogia al fundador de México en su obra Hernán Cortés, escrita en 1941.

Alfonso Trueba (1915-), publica en 1954 su Hernán Cortés, libertador del indio, que en 1983 iba por su cuarta edición.

José Vasconcelos (+1959) afirma en su Breve historia de México (1956) que

Hernán Cortés es «el más grande de los conquistadores de todos los tiempos» (18), «el más humano de los conquistadores, el más abnegado, [que] se liga espi­ritualmente a los conquistados al convertirlos a la fe, y su acción nos deja el legado de una patria. Sea cual fuere la raza a que perte­nezca, todo el que se sienta mexicano, debe a Cortés el mapa de su patria y la primera idea de conjunto de nacionalidad» (19). Por otra parte, «quiso la Providencia que con el triunfo del Quetzalcoatl cris­tiano que fue Cortés, comenzase para México una era de prosperi­dad y poderío como nunca ha vuelto a tenerla en toda su historia» (167).

José Luis Martínez (+2007), en su gran obra Hernán Cortés, más bien hostil hacia su biografiado, reconoce sin embargo que

«el hecho es que mantuvo siempre con los indios un ascendiente y acatamiento que no recibió ninguna otra au­toridad española» (823). Y documenta su afirmación. Cuando en 1529 se le hizo a Cortés juicio de residencia, el doctor Cristóbal de Ojeda, con mala intención, para inculparlo, declaró: «que así mismo sabe e vido este testigo que dicho don Fernando Cortés confiaba mucho en los indios de esta tierra porque veía que los dichos indios querían bien al dicho don Fernando Cortés e facían lo que él les mandaba de muy buena voluntad» (823). Y años más tarde, en 1545, el escribano Gerónimo López le escribe al emperador que «a Cortés no solo obedecían en lo que mandaba, pero lo que pensaba, si lo alcanzaban a saber, con tanto calor, hervor, amor y diligencia que era cosa admirable de lo ver» (824).

Ciertamente, hay muchos signos de que Cortés tuvo gran afecto por los naturales de la Nueva España, y de que los indios corres­pondieron a este amor. Por ejemplo, a poco de la conquista de México, Cortés hizo una expedición a Honduras (1524-1526), y a su regreso, flaco y desecho, desde Veracruz hasta la ciudad de México, fue recibido por indios y españoles con fiestas, ramadas, obsequios y bailes, según lo cuenta al detalle Bernal Díaz (cp.110).

Por cierto que Cortés, al llegar a México, donde tantos daños se ha­bían producido en su ausencia, no estaba para muchas fiestas; «e así –le escribe a Carlos I– me fui derecho al monasterio de sant Francisco, a dar gracias a Nuestro Señor por me haber sacado de tantos y tan grandes peligros y trabajos, y haberme traído a tanto sosiego y descanso, y por ver la tierra que tan en trabajo estaba, puesta en tanto sosiego y conformidad, y allí estuve seis días con los frailes, hasta dar cuenta a Dios de mis culpas» (V Carta).

Y poco después, estando recluído en Texcoco, durante la primera y pésima Audiencia, también en carta a Carlos I, le cuenta: «me han dejado sin tener de donde haya una hanega de pan ni otra cosa que me mantenga; y demás desto porque los naturales de la tierra, con el amor que siempre me han tenido, vista mi necesidad e que yo y los que conmigo traía nos moríamos de hambre… me venían a ver y me proveían de algunas cosas de bastimento» (10-10-1530).

 

–Amistad con los franciscanos

Desde el principio los escritores franciscanos ensalzaron la di­mensión apostólica de la figura de Hernán Cortés, como en nuestros siglo lo hace el franciscano Fidel de Lejarza, en su estudio Franciscanismo de Cortés y Cortesianismo de los Franciscanos (MH 5,1948, 43-136). Igual pensamiento aparece en el artículo del jesuíta Constantino Bayle, Cortés y la evangelización de Nueva España (ib. 5-42). Pero quizá el elogio más importante de Cortés es el que hizo en 1555 el franciscano Motolinía (fray Toribio de Benavente) en carta al emperador Carlos I:

«Algunos [Las Casas] que murmuraron del Marqués del Valle [de Oaxaca, Hernán Cortés, muerto en 1547], y quieren ennegrecer sus obras, yo creo que delante de Dios no son sus obras tan aceptas como lo fueron las del Marqués. Aunque, como hombre, fuese pecador, tenía fe y obras de buen cristiano y muy gran deseo de emplear la vida y ha­cienda por ampliar y aumentar la fe de Jesucristo, y morir por la conversión de los gentiles. Y en esto hablaba con mucho espíritu, como aquel a quien Dios había dado este don y deseo y le había puesto por singular capitán de esta tierra de Occidente. Confesábase con muchas lágrimas y comulgaba devotamente, y ponía a su ánima y hacienda en manos del confesor para que man­dase y dispusiese de ella todo lo que convenía a su conciencia. Y así, buscó en España muy grandes confesores y letrados con los cuales ordenó su ánima e hizo grandes restituciones y largas li­mosnas. Y Dios le visitó con grandes aflicciones, trabajos y enfer­medades para purgar sus culpas y limpiar su ánima. Y creo que es hijo de salvación y que tiene mayor corona que otros que lo menos­precian.

«Desque que entró en esta Nueva España trabajó mucho de dar a entender a los indios el conocimiento de un Dios verdadero y de les hacer predicar el Santo Evangelio. Y mientras en esta tierra anduvo, cada día trabajaba de oír misa, ayunaba los ayunos de la Iglesia y otros días por devoción. Predicaba a los indios y les daba a enten­der quién era Dios y quién eran sus ídolos. Y así, destruía los ído­los y cuanta idolatría podía. Traía por bandera una cruz colorada en campo negro, en medio de unos fuegos azules y blancos, y la letra decía: “amigos, sigamos la cruz de Cristo, que si en nos hubiere fe, en esta señal venceremos”. Doquiera que llegaba, luego levantaba la cruz. Cosa fue maravillosa, el esfuerzo y ánimo y prudencia que Dios le dio en todas las cosas que en esta tierra aprendió, y muy de notar es la osadía y fuerzas que Dios le dio para destruir y derribar los ídolos principales de México, que eran unas estatuas de quince pies de alto» (y aquí narra la escena descrita por Andrés Tapia). 

«Siempre que el capitán tenía lugar, después de haber dado a los indios noticias de Dios, les decía que lo tuviesen por amigo, como a mensajero de un gran Rey en cuyo nombre venía; y que de su parte les prometía serían amados y bien tratados, porque era grande amigo del Dios que les predicaba. ¿Quién así amó y defendió los indios en este mundo nuevo como Cortés? Amonestaba y rogaba a sus compañeros que no tocasen a los indios ni a sus cosas, y es­tando toda la tierra llena de maizales, apenas había español que osase coger una mazorca. Y porque un español llamado Juan Polanco, cerca del puerto, entró en casa de un indio y tomó cierta ropa, le mandó dar cien azotes. Y a otro llamado Mora, porque tomó una gallina a indios de paz, le mandó ahorcar, y si Pedro de Alvarado no le cortase la soga, allí quedara y acabara su vida. Dos negros suyos, que no tenían cosa de más valor, porque tomaron a unos indios dos mantas y una gallina, los mandó ahorcar. Otro es­pañol, porque desgajó un árbol de fruta y los indios se le quejaron, le mandó afrentar.

«No quería que nadie tocase a los indios ni los cargase, so pena de cada [vez] cuarenta pesos. Y el día que yo desembarqué, vi­niendo del puerto para Medellín, cerca de donde agora está la Veracruz, como viniésemos por un arenal y en tierra caliente y el sol que ardía –había hasta el pueblo tres leguas–, rogué a un es­pañol que consigo llevaba dos indios, que el uno me llevase el manto, y no lo osó hacer afirmando que le llevarían cuarenta pesos de pena. Y así, me traje el manto a cuestas todo el camino.

«Donde no podía excusar guerra, rogaba Cortés a sus compañeros que se defendiesen cuanto buenamente pudiesen, sin ofender; y que cuando más no pudiesen, decía que era mejor herir que matar, y que más temor ponía ir un indio herido, que quedar dos muertos en el campo» (Xirau, Idea 79-81). Y termina diciendo: «Por este Capitán nos abrió Dios la puerta para predicar el santo Evangelio, y éste puso a los indios que tuvieran reverencia a los Santos Sacramentos, y a los ministros de la Iglesia en acatamiento; por esto me he alargado, ya que es difunto, para defender en algo de su vida» (Trueba, Doce 110; +Mendieta, Historia III,1).

Leonardo Tormos escribió hace años un interesante y breve artí­culo, Los pecadores en la evangelización de las Indias. Hernán Cortés fue sin duda el principal de este gremio misterioso…

 

Final

En 1528 visitó Cortés a Carlos I, y no consiguió el gobierno de la Nueva España, pues no se quería dar gobierno a los conquistado­res, no creyeran éstos que les era debido. Pero el rey le hizo Marqués del Valle de Oaxaca, con muy amplias propiedades. Cortés tuvo años prósperos en Cuernavaca, y después de pasar sus últi­mos años más bien perdido en la Corte, después de disponer un Testamento admirable, murió en 1547. Tuvo este conquistador una gran esperanza, ya en 1526, sobre el cristianismo de México, y así le escribe al emperador que «en muy breve tiempo se puede tener en estas partes por muy cierto se levantará una nueva iglesia, donde más que en todas las del mundo Dios Nuestro Señor será servido y honrado» (V Carta).

Y tuvo también conciencia humilde de su propia grandeza, atribu­yendo siempre sus victorias a la fuerza de Dios providente. Francisco Cervantes de Salazar refiere que oyó decir a Cortés que «cuando tuvo menos gente, porque solo confiaba en Dios, había al­canzado grandes victorias, y cuando se vio con tanta gente, con­fiado en ella, entonces perdió la más de ella y la honra y gloria ga­nada» (Crónica de la Nueva España IV, 100; +J. L. Martínez 743).

Esta misma humildad se refleja en una carta a Carlos I escrita al fin de su vida (3-2-1544): «De la parte que a Dios cupo en mis trabajos y vigilias asaz estoy pagado, porque siendo la obra suya, quiso to­marme por medio, y que las gentes me atribuyesen alguna parte, aunque quien conociere de mí lo que yo, verá claro que no sin causa la divina Providencia quiso que una obra tan grande se aca­base por el más flaco e inútil medio que se pudo hallar, porque sólo a Dios fuese atributo» (Madariaga 560).

José María Iraburu, sacerdote

 

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

 

Los comentarios están cerrados para esta publicación.