(470) Evangelización de América –13. La organización del Nuevo Mundo

 Patagonia chilena- caleta Tortel

–A ver cuándo comienza usted a tratar de la «Evangelización de América», porque hasta ahora…

–Hasta ahora voy exponiendo sobre todo el marco histórico y civil en el que se realizó la misión evangelizadora. Tranquilo.

Un enorme Mundo nuevo… La grandeza de sus montañas y campos, de sus árboles y ríos, de las distancias entre unas y otras poblaciones, es lo primero que impresiona hoy al que viaja a América hispana. Pero el asombro se queda sin respuesta cuando se pregunta: ¿cómo pudieron  los primeros descubridores occidentales organizarla, civilizarla y evangelizarla, siendo pocos, entre cientos de etnias, ignorando sus lenguas, sin mapas ni carreteras, sin telégrafo ni vehículos, incluso sin luz eléctrica?…  Fue un milagro, una realidad inexplicable.

 

–La administración civil de las Indias inmensas

España, a distancia y de presente, hubo de organizar la administración de inmensos territorios –cerca de los 10.000 kilómetros de norte a sur–, sin tener los medios de comunicación y de viaje que hoy se considerarían imprescindibles. Sobre esta cuestión afirma Manuel Lucena Salmoral (1933-): «mucho se ha ponderado la ineficacia administrativa española; sin embargo ya es hora de afirmar que resultó extraordinariamente funcional para dirigir aquel enorme complejo mundial; difícilmente podría haberse organizado mejor con otro sistema.

«La prueba es su funcionamiento durante siglos. La fórmula consistió en sostener las administraciones regionales y en crear las generales absolutamente imprescindibles. La llave maestra fueron los Consejos, que teóricamente eran órganos consultivos de la monarquía y que en la práctica eran resolutivos, ya que el Rey se limitaba las más de las veces a estampar su firma en los documentos que le presentaban» (AV, Iberoamérica 431).

La hacienda pública, concretamente, en aquel continente enorme, apenas conocido, logró organizarse desde el principio en formas sumamente eficaces. Quien visite el Archivo de Indias en Sevilla no podrá menos de quedar asombrado del orden administrativo que durante tres siglos estuvo realmente vigente en la presencia de España en América. Allí constan hasta los alfileres que iban o venían entre España y las Indias. Sobre esta cuestión escribe Ismael Sánchez Bella (1922-), mi antiguo y querido profesor, especialista en derecho indiano:

«Visto a distancia , el juicio sobre el sistema es favorable, porque permitió un alto rendimiento y la rápida adaptación a la marcha de la conquista y colonización de inmensos territorios. Al éxito indudable del sistema contribuyó sin duda el respeto profundo que sentían entonces hacia todo lo relacionado con la institución real» (La organización 328).

 

–Organización municipal y administrativa

El municipio, en la primera organización de las Indias hispanas, tuvo una importancia particular. Para comprender el origen de este fenómeno singular es preciso recordar que, mientras que el feudo fue en el medioevo europeo la institución política básica, en España casi no se conoció, pues los reconquistadores hispanos, se asentaban en las tierras ganadas al moro, y obtenían de los reyes fueros y libertades, privilegios y exenciones, organizándose en seguida en municipios, concejos y cabildos. Esto originó, sobre todo en las tierras del norte del Duero, las más difíciles de conquistar, un pueblo profundamente democrático, con fuertes instituciones comunales, en las que una directa representatividad popular se expresaba en una democracia orgánica, como diríamos hoy, ajena a todo pluralismo partidista.

Así pues, a las Indias llegó un pueblo con una gran experiencia de lucha, de repoblación y de organización política y administrativa, en la que no podía faltar el fraile, pero tampoco el escribano. Lo primero, por ejemplo, que hizo Cortés en Nueva España fue fundar en Veracruz un municipio, y amparándose en las leyes y tradiciones castellanas, recibir del cabildo municipal toda clase de autorizaciones, de las que no andaba sobrado.

 

–Organización política

Tras unos primeros años en que adelantados, gobernadores y auditores, apenas lograban establecer un orden político, entre vacíos legales y conflictos de autoridad, muy pronto la Corona fue dando a las Indias españolas una organización política suficiente. En la península, junto al Consejo de Castilla y al de Aragón, en 1526 se estableció el Consejo de Indias, operante en las cuestiones prácticas mediante la Casa de Contratación y el Archivo de Indias, situados ambos en Sevilla.

En América la autoridad política española se organizó en Virreinatos, Audiencias y Capitanías generales o presidencias-gobernaciones. Y en su primera configuración histórica tuvieron particular importancia hombres de gran categoría personal, como en México don Antonio de Mendoza y don Luis de Velasco, o en el Perú don Pedro de la Gasca y don Francisco de Toledo. Cuando terminó la autoridad de España en América, a principios del siglo XIX, Hispanoamérica estaba organizada en los Virreinatos de Nueva España (México), de Nueva Granada (Colombia), del Perú y del Río de la Plata (Argentina, Paraguay y Uruguay), y en las Capitanías Generales de Cuba, Guatemala, Venezuela y Chile.

A todo lo cual hay que añadir que en América las Audiencias tuvieron una gran importancia, pues no sólo centraban, como en la península, todo el sistema judicial, sino que tenían también funciones de gobierno y hacienda. El arraigo efectivo y real de todas estas organizaciones políticas se pone de manifiesto, por ejemplo, en el momento de la Independencia. De hecho «las Audiencias –dice Morales Padrón (+2010)– fueron el elemento básico o solar donde se alzaron los actuales Estados soberanos de Hispanoamérica. En efecto, todas, salvo la de Guadalajara en México, han cumplido tal fin. Paraguay y Uruguay, junto con cuatro de los seis Estados centroamericanos, se asientan sobre gobernaciones. Cuba, Venezuela y Chile se apoyan en sendas capitanías generales. El resto de las nciones se levantan donde antes existían Audiencias» (La Cierva, +2015: Gran Hª 1382-1383).

 

–Organización jurídica

El protagonismo de Castilla en el descubrimiento y otras circunstancias políticas de la península hispana explican, como dice Ots Capdequi (+1975), que los territorios de las «Indias Occidentales quedaran incorporados políticamente a la Corona de Castilla y que fuera el derecho castellano –y no los otros derechos españoles peninsulares– el que se proyectase desde España sobre estas comarcas del Nuevo Mundo» (El Estado 9).

Según el mismo autor, los rasgos característicos de este nuevo derecho indiano son éstos: «Un casuismo acentuado», más bien que amplias construcciones jurídicas. «Una tendencia asimiladora y uniformista», acentuada en la época borbónica. «Una gran minuciosidad reglamentista», por la que se pretendía llegar hasta la cuestiones más pequeñas. «Un hondo sentido religioso y espiritual. La conversión de los indios a la fe en Cristo y la defensa de la religión católica en estos territorios fue una de las preocupaciones primordiales en la política colonizadora de los monarcas españoles. Esta actitud se reflejó ampliamente en las llamadas Leyes de Indias. En buen parte fueron dictadas estas Leyes, más que por juristas y hombres de gobierno, por moralistas y teólogos» (12-14).

Los Reyes españoles decretaron «que se respetase la vigencia de las primitivas costumbres jurídicas» de los indios, en tanto no fueran inconciliables con la legislación hispana, con lo cual los derechos tradicionales de los indios «dejaron huella considerable en orden a la regulación del trabajo, clases sociales, régimen de la tierra, etc., instituciones tan representativas como los cacicazgos, la mita y otras» (11,15). Por otra parte, «frente al derecho propiamente indiano, el derecho de Castilla sólo tuvo en estos territorios un carácter supletorio» (15), es decir, sólo se aplicaba cuando en las leyes de Indias había algún vacío legal.

Finalmente, otro rasgo muy peculiar del derecho indiano fue que las autoridades locales, «frente a Cédulas Reales de cumplimiento difícil, o en su concepto peligroso, apelaron con frecuencia a la socorrida fórmula de declarar que se acata pero no se cumple», explícitamente reconocida, en determinadas condiciones, como opción legítima en la Recopilación de 1680 (Leyes XXII y XXIV, tit.I, lib.II).

En efecto, «recibida la Real Cédula cuya ejecución no se consideraba pertinente, el virrey, presidente o gobernador, la colocaba solemnemente sobre su cabeza, en señal de acatamiento y reverancia, al propio tiempo que declaraba que su cumplimiento quedaba en suspenso. No implicaba esta medida acto alguno de desobediencia, porque en definitiva se daba cuenta al Rey de lo acordado para que éste, en última instancia y a la vista de la nueva información recibida, resolviese» (14).

Aconcagua - Mendoza, Argentina

–Clases sociales

Una gran diferencia que nos distancia de los hombres del XVI, y de la que debemos ser conscientes, se da en que tanto los euro­peos, como en mayor grado los indios, estaban habi­tuados a cier­tas modalidades de servi­dumbre, y la consi­deraban, como Aristóteles, natural.  Puede incluso decirse que, allí donde era normal que los in­dios presos en la guerra fueran muer­tos, comidos o sacrifica­dos a los dioses, permitirles la supervivencia en es­clavitud podía ser in­terpretada a veces como signo de la benigni­dad del vencedor.

Por otra parte, el respeto sincero, interiorizado, del infe­rior al su­perior o del vencido al vencedor era en las Indias re­lativamente frecuente. El escritor hispano-inca Garcilaso de la Vega (1519-1616), por ejemplo, en la Historia General del Perú, hace notar que los indios venera­ban y guardaban leal servi­dumbre hacia quienes veían en algo como superiores:

«Cada vez que los españoles sacan una cosa nueva que ellos no han visto… dicen que merecen los españoles que los indios los sirvan». Esta actitud de docilidad sincera era aún mayor en los indios cuando habían sido vencidos en gue­rra abierta: «El indio rendido y preso en la guerra, se tenía por más sujeto que un esclavo, entendiendo, que aquel hom­bre era su dios y su ídolo, pues le había vencido, y que como tal le debía respetar, obedecer, servir y serle fiel hasta la muerte, y no le negar ni por la patria, ni por los parientes, ni por los propios padres, hijos y mujer. Con esta creencia pos­ponía a todos los su­yos por la salud del Español su amo; y si era necesario, mandán­dolo su señor, los vendía sirviendo a los Españoles de espía, escu­cha y atalaya» (citado por Salvador de Madariaga, +1978: Auge 74).

Esta sumisión de los indios a aquellos hombres, que en el desa­rrollo cultural iban miles de años por delante, era sin­cera en mu­chos casos. Y sobre todo, cuando habiendo sido derrotados en guerra, se les respetaba la vida. Cuenta, por ejemplo, en sus Comen­tarios (cp.30) el descubridor y escritor Núñez Cabeza de Vaca (1488-1559)  que, una vez vencidos al norte de La Plata los indios guaycu­rúes, se produjo esta escena:

«Hasta veinte hombres de su nación vinieron ante el Gobernador, y en su presencia se sentaron sobre un pie como es cos­tumbre entre ellos, y dijeron por su lengua que ellos eran principales de su nación de guaycurúes, y que ellos y sus antepasados habían tenido guerras con todas las generaciones de aquella tierra, así de los guara­níes como de los imperúes y agaces y guatataes y naperúes y mayaes, y otras muchas genera­ciones, y que siempre les habían vencido y maltra­tado, y ellos no habían sido vencidos de ninguna generación ni lo pensaron ser; y que pues habían hallado [en los españoles] otros más valientes que ellos, que se venían a poner en su poder y a ser sus esclavos».

    La gran mayoría de los indios de Hispanoamérica fueron siempre fieles a la autoridad de la Corona española, también –y más– en los tiempos de la Independencia, no sólo porque estaban habituados a encontrar defensa en ella y en sus represen­tantes, sino por respeto leal a una autoridad que interna­mente reconocían.

 

–Crímenes no vistos como tales

    La sujeción servil de los indígenas era una prác­tica considerada en el siglo XVI más o menos como en el si­glo XX son considerados el aborto, el divorcio o la práctica de la homosexua­lidad; es decir, como algo que, sin ser ideal –ni tampoco prac­ti­cado por la mayoría–, debe ser tolerado, pues de su even­tual eli­minación se seguirían males peores.

    Entre aquella situación moral y ésta actual nuestra hay, sin embargo, una dife­rencia importante. En el XVI hispano se al­zaba contra aquellos males un clamor continuo de protestascomo ya vimos (464)–, que modificaba con frecuencia las conciencias y conductas, y que llegaba a configurar las leyes civiles. En cambio, en los siglos XX y XXI, las denuncias morales de los males aludidos son muy escasas, afectan menos las conciencias y conductas, y desde luego no tienen fuerza para mode­lar las leyes. Hoy se establecen leyes criminales, como «el derecho al aborto», «el derecho al matrimonio [sic] homosexual», etc. Aquellos eran otros tiempos, sin duda.

La primera época de España en las Indias era un tiempo muy diverso del nuestro actual, y no podría­mos juzgar rectamente la obra de aquellos hombres sin colocarnos mental­mente en su cuadro histórico cultural y circunstancial. Por lo demás, si hiciéramos una comparación entre la moralidad de los encomen­deros o de los represen­tantes de la Corona en las Indias, y el grado actual de honradez de los empresarios o políticos españoles e his­panoamericanos, probablemente saldrían ganando aquéllos. Y de los solda­dos, funcionarios, artesanos y comerciantes, habría que de­cir lo mismo.

    Será mejor, pues, que no juzguemos a aque­llos hombres con excesiva dureza, ya que nuestro presente no nos permite hacer duras acusaciones a nuestro pasado. Y menos aún deben hacerlas quienes durante muchos años no han tenido nada que denunciar en los paí­ses esclavizados por el comunismo; ni tampoco denuncian los crímenes del liberalismo: aborto libre y gratuito, aplicación de ideologías liberales obligada por ley, explotación de los países pobres, expropiación de los hijos por leyes antinaturales y anticristianas, normativas en la educación, etc.

 

Lenguas indígenas

El cuidado de las lenguas indígenas fue desde el principio una preocupación muy importante. Muchos misioneros aprendieron las lenguas indígenas, compusieron diccionarios y cantos, tradujeron textos sagrados, catecismos y obras espirituales o de artes prácticas. No pocas leyes civiles y eclesiásticas fomentaron el bilingüismo.

Hemos de estudiar más este punto al tratar de la misión directamente evangelizadora. Pero ya ahora he de consignar una realidad actual indudable: es muy notable la pervivencia de numerosas lenguas indígenas en las naciones de Hispanoamérica. El fenómeno se da en un grado incomparablemente mayor que en América del Norte, lo mismo que en otros Continentes colonizados por otras naciones de Occidente.

Lenguas indígenas, como el guaraní, el quéchua, el nahuátl, el maya y el aymará, se conservan perfectamente vivas. En Paraguay conviven el español y el guaraní, y también el yopará, mezcla de ambas lenguas. La Constitución de Bolivia (1993) reconoce cuatro idiomas oficiales: español, quéchua, aymará y guaraní. La del Perú (1993) define al país como plurilingüe, expresando la realidad social, aunque elija el español para el lenguaje de la administración. Son numerosas las lenguas indígenas que se mantienen vivas en regiones más o menos amplias de las naciones de Iberoamérica. En Ecuador, por ejemplo, el 45% habla en lenguas indígenas, predominando el quechua; en Guatemala un 65% se expresa en lenguas de origen maya. 

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

Bibliografía de la serie Evangelización de América

 

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