(316) La alegría pascual cristiana (II), pedirla y procurarla
–O sea que los cristianos tenemos que estar siempre alegres… ¿Y nuestro Señor Jesucristo, que en Getsemaní dice «me muero de tristeza», qué?
–Buena pregunta. Siga leyendo.
En el artículo anterior decía que los cristianos, por la oración y la ascesis, hemos mantener siempre encendida en el altar de nuestro corazón la llama de la alegría, sin permitir que nada ni nadie la apague. El Magisterio apostólico de Pablo Vi en la exhortación apostólica Gaudete in Domino (9-V-1975) enseña maravillosamente esta doctrina. También en la liturgia de la Iglesia se expresa muchas veces con gran lucidez y profundidad el misterio de la alegría evangélica; por ejemplo, en la Misa del III domingo de Adviento, Dominica lætare.
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–Por la oración
La oración es diálogo filial amistoso con Dios, «en quien vivimos y nos movemos y existimos» (Hch 17,28). ¿Cómo no va a ser siempre la oración causa de nuestra alegría? La oración es intimidad amistosa con Cristo Esposo. Es la respiración del alma. Y si nuestra oración ha de ser continua, como nos lo mandan Cristo (Lc 18,1; 21,36; 24,53) y sus apóstoles (Flp 4,4; 1Tes 5,16-17; 1Pe 4,13), eso significa que siempre hemos de mantener la alegría y la paz por la oración continua. Ella es en cierto sentido el mayor de los dones que recibimos de Dios: podemos en un campo de concentración no tener Biblia, ni Eucaristía, ni sacramentos, ni comunidad cristiana, ni iglesia, ni nada; pero si tenemos acceso al Señor por la oración, nada nos falta.
Nos alegra el corazón estar con el Señor, aunque sea calladitos, porque no se nos ocurre nada: tantas veces en la oración no tenemos palabras, ni ideas, ni sentimientos. Pero «el justo vive de la fe» (Rm 1,17) y de la caridad. Y la fe y la caridad nos aseguran que en la oración estamos con el Señor y que el Señor está con nosotros. «Solo Dios basta». Tenemos alegría en la medida en que tenemos oración.
«Él es nuestro auxilio y escudo; con él se alegra nuestro corazón, en su santo Nombre confiamos» (Sal 32,20-21). «Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados» (50,9-10).
La oración es alabanza y acción de gracias a Dios. Pero no hay nada que alegre tanto al hombre como cantar la gloria de Dios y bendecir su nombre ¡porque para eso ha sido creado principalmente!, para ser en medio de la creación muda el Sacerdote que alza a Dios en alabanza el canto agradecido y entusiasta de todas las criaturas. «Dichoso [feliz, bienaventurado] el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro (Sal 88,16).Y el hombre, en la plenitud de los tiempos, en Cristo, por obra del Espíritu Santo, recibe un nuevo conocimiento (la fe) y un nuevo amor a Dios (la caridad), y así se hace capaz de alabarle con «un cántico nuevo», alegrando así su corazón con una alegría nueva, nunca antes conocida.
La oración es petición y súplica a Dios. «El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene. Pero el mismo Espíritu ora en nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26). ¿Y qué es lo que ora en nosotros? «El Espíritu de adopción clama en nosotros ¡Abbá, Padre!» (8,15). Es decir, ora en nosotros el Padrenuestro, la siete grandiosas peticiones que dilatan nuestro corazón en la presencia del Santo y lo mantienen en una gran confianza y alegría. Pedimos con toda el alma que se cumpla en nosotros plenamente la voluntad de Dios. Pedimos con toda fe: «cuanto pidiéreis al Padre os lo dará en mi nombre» (Jn 16,23); pero conformándonos anticipadamente con lo que Dios nos dé: «no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mc 14,36). Pedimos también, directamente, con audacia, el don de la alegría espiritual:
«Alegra el alma de tu siervo, pues levanto mi alma hacia Ti; porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan» (Sal 85,4-5). «Que se alegren los que se acogen a Ti con júbilo eterno; protégelos, para que se llenen de gozo los que aman tu Nombre. Porque tú, Señor, bendices al justo, y como un escudo lo rodea tu favor» (5,12-13).
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–Por la ascesis
Alégrense, pues, nuestros corazones en la oración, pero también por el esfuerzo ascético: ora et labora.De dos modos, pues, fundamentales hemos de procurar en nuestra vida cristiana la continua y perfecta alegría:
Negativamente. No con-sintamos en sentimientos malos de tristeza. No se autorice, hermano, a estar triste, a cavilar dentro del pozo de su tristeza, alimentándola con negros pensamientos. No le dé la razón al hombre viejo cuando le venga con sus alegaciones: «¿cómo no voy a estar disgustado, si me ha ocurrido esto y lo otro?»… No. De ningún modo. Más bien, pregúntese: «ante esto que ha sucedido, ¿qué hago? ¿me hundo en la pena o lo acepto como venido de Dios providente? ¿Me disgusto o me quedo tan tranquilo?». La respuesta es obvia. Las cosas tienen la importancia que les damos. Si, por ejemplo, a una ofensa concreta le damos una importancia de 100, nos dolerá como 100; pero si le damos una importancia de 0,001, nos afectará 0,001: prácticamente nada, menos que la picadura de un mosquito, desde luego.
Los cristianos, siendo como somos templos de la Santísima Trinidad, y estando en vísperas de entrar para siempre en el cielo, tenemos en el alma una causa de alegría tan grande y continua, que no debemos autorizarnos a la tristeza por las pequeñas nonadas de la vida presente. Bien claramente nos dice Jesús: «bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5,5). Y los Apóstoles nos mandan: «alegráos en la medida en que participáis de los padecimientos de Cristo, para que en la revelación de su gloria exultéis de gozo» (1Pe 4,13); porque «así como abundan en nosotros los padecimientos por Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación» (2Cor 1,5)». Por eso «reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones» (7,4). Y «tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rm 8,18).
«¿Qué habéis ido a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento?» (Mt 11,7). Mantengámonos firmes en la alegría. No seamos como niños, que «fluctúan y se dejan llevar por cualquier viento» (Ef 4,12). Un niño llora con indecible amargura cuando la mamá no quiere comprarle un helado, cuando van a ponerle una inyección, cuando otro niño le ha hecho un gesto de burla, cuando… Pero nosotros, en estas cosas, no debemos ser «carnales, como niños en Cristo» (1Cor 3,1). Nuestra casa espiritual no está edificada sobre arena, sino sobre roca, sobre la roca de la misericordia de Dios, que permanece para siempre.
Guardemos nuestro propio corazón, sujetándolo en la alegría por la visión de la fe (espantando los cuervos de nuestros negros pensamientos, convenciéndonos de que todo es para nuestro bien; Rm 8,28); por la fuerza de la esperanza («vivamos alegres en la esperanza», Rm 12,12); y por el ardor de la caridad («ansío tu salvación, Señor; tu voluntad es mi delicia», Sal 118,174). Creados a imagen de Dios, que es amor, somos amor, y nada alegra tanto el corazón del hombre como salir del propio egoísmo, volando al cielo azul y alegre con las dos alas de la caridad, el amor a Dios y el amor al prójimo. Podrá haber en nosotros sufrimientos y lágrimas, pero no tristezas malas.
>Positivamente. Es preciso motivarse continuamente para vivir la verdadera alegría, activando con el auxilio de la gracia la fe, la esperanza, la caridad y todas las virtudes. No basta con no con-sentir en sentimientos de vana tristeza; es necesario estimular continuamente nuestra alegría. Pero éste será el tema del próximo artículo. Termino éste con un par de consideraciones importantes.
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–La alegría cristiana es siempre pascual. La vida cristiana es siempre una participación en el sufrimiento de la pasión de Cristo y en la alegría de su resurrección. Y es norma absoluta que cuanto más se une un cristiano a la cruz de Jesús, más se goza en la alegría de su resurrección. A más cruz, más alegría. Los santos más penitentes, un San Francisco de Asís, son los más alegres.
Antes de la Hora de las Tinieblas, en la Cena, dice Jesús a los suyos: «vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará. Vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se volverá en gozo. La mujer, en el parto, siente tristeza, porque llega su hora; pero cuando ha dado a luz un hijo, ya no se acuerda de la tristeza, por el gozo que tiene de haber traído al mundo un hombre. Vosotros, pues, ahora tenéis tristeza, pero de nuevo os veré, y se alegrará vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría» (Jn 16,20-22). La alegría cristiana tiene siempre esta condición pascual, crucificada-resucitada, como hace un momento lo veíamos en la enseñanza de Jesús (Mt 5,5) y de los Apóstoles (2Cor 1,5; 7,4).
La alegría cristiana tiene en la cruz su clave decisiva. «Cada día muero» (1Cor 15,31). «En cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado por mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). Ahí se sitúa el «o padecer o morir» de Santa Teresa de Jesús y de tantos otros santos, como San Pablo de la Cruz. También va por ahí aquella exclamación de San Luis María Grignion de Montfort, dicha en un extraño día en el que todo le era favorable: «ninguna cruz, ¡qué cruz!». O aquellas locuras que poco antes de morir escribía en una carta Santa Teresa del Niño Jesús:
«Desde hace mucho tiempo, el sufrimiento se ha convertido en mi cielo aquí en la tierra, y realmente me cuesta entender cómo voy a poder aclimatarme a un país [el cielo] en el que reina la alegría sin mezcla alguna de tristeza» (14-VII-1897). Y el mismo día en que murió: «Todo lo que he escrito sobre mis deseos de sufrir es una gran verdad… Y no me arrepiento de haberme entregado al Amor» (30-IX-1897). Pero vengamos a considerar una duda:
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La «tristeza según Dios» es buena, la «tristeza según el mundo» es mala (2Cor 7,10). Esa distinción nos ayuda a resolver la aparente contradicción entre el mandato de «alegrarnos siempre en el Señor» (Flp 4,4) y la tristeza sufrida a veces por Cristo, que llora la muerte de Lázaro (Jn 11,35), por ejemplo, o que dice en Getsemaní «me muero de tristeza» (Mt 26,38). Y lo mismo la tristeza padecida a veces por los santos.
Hago notar, antes de seguir, que las palabras pueden tener en las realidades materiales un sentido unívoco, inequívoco –al pan, pan, y al vino, vino–, que difícilmente pueden lograr los términos que han de significar realidades espirituales. Una mujer, por ejemplo, que no lograba tener hijos y que por fin espera uno, «cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre» (Jn 16,21). ¿Esta mujer en el parto está triste o alegre? Tiene dolores, pero está alegre. El atleta maratoniano que entra victorioso en el estadio sufre, medio asfixiado, pero está alegre y no se cambiaría por nadie. Tristeza y alegría son en principio palabras contradictorias; pero no sufrimiento y alegría. Es posible sufrir con alegría.
La tristeza según Dios procede siempre de la caridad y por eso es santa y santificante. Es el dolor por el pecado propio contra Dios («no me arrojes lejos de tu rostro, devuélveme la alegría de tu salvación», Sal 50,13-14) y el dolor por el pecado ajeno («arroyos de lágrimas bajan de mis ojos por los que no cumplen tu voluntad», 118,136; «cada día muero» (1Cor 15,31); «el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo», Gal 6,14). Tanto un cristiano ama a Dios cuanto sufre por el pecado del mundo.
La tristeza santa se da al com-padecer a los hermanos que sufren, como el llanto de Jesús ante el duelo de Marta y María, una tristeza que en nada se opone a la voluntad de Dios providente, que ha permitido la muerte de Lázaro («esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella», Jn 11,4). La tristeza santa se da ante todo por la posible perdición de los pecadores: ése es el sufrimiento de Cristo en Getsemaní, es el dolor espiritual lo que le hace sentir pavor, tristeza y angustia hasta «sudar sangre» (Lc 22,42).
Sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665), como otros santos, al contemplar la pasión de Cristo en el Huerto de los Olivos, recibió de Dios luz para entender que su «pavor y angustia» (Mc 14,33) no era ante todo horror ante la muerte de cruz que se le viene encima, pues conoce perfectamente que «entregando su vida» va a lograr en la cruz la salvación de la humanidad: es decir, que la cruz es un dolor de parto que da a luz a la Iglesia, es «sangre y agua» que brotan de su costado: la Eucaristía y el Bautismo. En realidad su tristeza de Getsemaní, hasta sentirse morir, según explica la venerable M. María de Jesús, es porque conoce «que su pasión y muerte para los réprobos no sólo sería sin fruto, sino que sería ocasión de escándalo y redundaría en mayor pena y castigo para ellos, por haberla despreciado y malogrado… Creció esta agonía en nuestro Salvador con la fuerza de la caridad y con la resistencia que conocía de parte de los hombres para lograr en todos [salvarlos por] su pasión y muerte, y entonces llegó a sudar sangre» (Mística Ciudad de Dios II p., cp.12, 1213-1214; este largo capítulo 12º, 1204-1220, es uno de los más lúcidos e impresionantes de toda la obra).
Tristezas indecibles sufren los santos por la inmensidad del pecado del mundo, al ver a Dios tan ofendido y despreciado. Pero también sufren gran tristeza en las noches activas del alma, y aún más en las pasivas, por ser en ellos el amor a Dios muy grande, y no alcanzar aún la plena unión con Él.
«Siéntese el alma tan impura y miserable, que le parece estar Dios contra ella, y que ella está contraria a Dios» (San Juan de la Cruz, 2Noche 5,5). «Y si Dios no ordenase que estos sentimientos, cuando se avivan en el alma, se adormeciesen pronto, moriría muy en breves días… Le parece al alma que ve abierto el infierno y la perdición» (6,6). Son dolores de parto, son muerte total del hombre carnal y nacimiento pleno del hombre nuevo: «Salí del trato y operación humana mía a operación y trato de Dios» (4,2). «Y así esta alma será ya alma del cielo celestial y más divina que humana» (13,11). Es indudable que, ya aquí en la tierra, fuera del caso poco frecuente de vocaciones extremadamente victimales, la alegría de los santos en Dios prevalece muy claramente sobre la tristeza.
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La tristeza según el mundo, por el contrario, es dolor culpable del hombre viejo, porque su propia voluntad choca con la voluntad providente de Dios. No tiene nada que ver con la tristeza santa, según Dios, aunque la misma palabra «tristeza» se haya de emplear para designar realidades tan contrarias. Se da esta mala tristeza –porque la persona ama más su propia voluntad que la divina; –porque no confía en Dios, y sufre grandes temores; –porque ha de sufrir y aguantar los caprichos de su corazón egoísta y de sus pasiones desordenadas; –porque su egoísmo le deja solo, cuando más necesitaría ayuda y consuelo; –porque su soberbia le impide pedir ayuda; –porque la vanidad le hace sufrir gran disgusto si en algo falla él públicamente, o cuando sufre alguna ofensa o desprecio; –porque está triste cuando su avidez de riquezas y de prestigio se ve muchas vece frustrada; –porque en la enfermedad se ha disminuido su salud y se rebela contra su situación; –porque no llega a cumplir sus ilusorios proyectos, sea por incapacidad propia o por falta de colaboraciones… Por lo demás, siempre horror a la Cruz la tristeza según el mundo. Es propia de quienes «son enemigos de la Cruz de Cristo. El término de éstos será la perdición, su Dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas» (Flp 3,18-19). En conclusión:
La tristeza según Dios nace de la caridad y es santa, mientras que la tristeza según el mundo es pecado, y del pecado nace. Cuando la sagrada Escritura y los maestros espirituales cristianos nos exhortan a «alegrarnos siempre en el Señor», están llamándonos implícitamente a no con-sentir en los sentimientos de tristeza que sean pecaminosos, o que al menos sean vanos.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
7 comentarios
Como bien se ha dicho siempre, hay que detestar el pecado y amar al pecador. El mundo hace hoy lo contrario, aplaude el pecado aparentando ser comprensivo con todo y siembra el odio entre los hombres porque no conoce la misericordia. Satanás retuerce el bien y lo deforma para hacer el mal. Cuánta amargura hay en los corazones por no conocer la infinita misericordia de Jesucristo.
Se hubieran creado en la edad media, todos esos códices, libros de horas, catedrales, beatos iluminados, con esa alegría? la respuesta es obvia:NO
Lo que predominaba, era el miedo al fin del mundo inminente, que la propia alma no estuviera velando, Cristo como juez y Rey del mundo.Substituyamos la alegria por la "serenidad y paz del alma", esa alegría puede degenerar fácilmente en sarao tipo testigos de jehová.
En ninguna parte del evangelio, se palpa sentido del humor, Cristo lloró, pero no gastó ninguna broma, ni se habla, de que los apóstoles, estaban de cachondeo o broma, el sentimiento continuo es de perplejidad, de no saber a ciencia cierta, a quién tenian delante.Cristo muestra una "urgencia", e intensidad en realizar su obra redentora, fuera de lo común.Incluso cuando resucita, se muestra objetivo y desapasionado.No hay sensación de relajación o distensión.En los hechos de los ap, todavía están recuperándose de lo vivido y tratando de coger perspectiva, para poder comprender con la ayuda del Espíritu Santo, todo lo ocurrido.Tampoco entre ellos hay jolgorio, así pues:Paz espiritual y serenidad alegre en la esperanza, nada de batir palmas, ni rascar la guitarra.
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JMI.-Lo que usted describe y reprueba no tiene nada que ver con "la alegría cristiana", es decir, con lo que enseña la Sgda. Escritura en el AT y en el NT (he puesto un gran número de citas). Y consiguientemente, no tiene nada que ver con lo que he dicho yo en estos dos artículos.
Disculpe que le hable de mi, pero yo tampoco simpatizo (aunque entiendo que mucha gente sí) con el jolgorio de guitarras y los ritmos frenéticos de la música espiritual negra sino que me identifico mucho más con la sobriedad de los corales de Bach aunque sean luteranos.
Sin embargo le aconsejo que capte la espiritualidad profundamente alegre de los salmos de alabanza y del canto gregoriano.
Le animo a que se acerque a personas con fama de santidad, especialmente a monjas y sacerdotes. La alegría es una consecuencia natural del gozo que se siente por ser amado por Dios.
En mi propia experiencia he podido percibir esa alegría que brota directamente del amor de Dios en el sacramento de la confesión, despues de recibir la absolución o después de la adoración nocturna.
En Navidad, procure en su corazón los sentimientos de la Virgen María en su visita a Santa Isabel, porque Dios ha hecho en ella maravillas,,,
En Pascua, procure en su corazón los sentimientos de María Magdalena al reconocer al "Maestro" en el jardínero al lado del sepulcro, o a Pedro tirandose al agua con lo puesto para encontrarse con Jesús en la orilla.
¿Cómo se sentiría si de pronto puediera volver a ver a algun antepasado difunto de usted? ¿O si la persona a la que más quiere, enferma terminal, se curara de forma milagrosa? ¿O si su hijo que le abandonó con toda su herencia, volviera a su casa despues de muchos años?
Esa alegría de gozo la sentirá usted con la lectura asidua de los evangelios.
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JMI.-Hombre, tanto como "verdugo"...
El que en todo busca alegrar a Dios, Dios le alegrara a el en todo lo que hace.
Cuando buscamos alegrias vanas,vanas seran las alegrias que encontremos.
El que busca lo pasajero,no encontrara en ello su pasaje al cielo de la contemplacion de lo eterno.
"Entonces tendras como profanos los idolos cubiertos de plata y las imagenes revestidas de oro y las tiraras como objeto inmundo,diciendo; ¡fuera de aqui!"(Isaias;30;22)
En efecto,nuestros valores cambian cuando encontramos al Señor y empezamos a perder el gusto por lo que antes nos alegraba, para alegrarnos ahora con Gozo inenarrable con lo que antes no nos interesaba en lo mas minimo.
Alabado sea Jesucristo ,que es ,en SI Mismo,la Fuente de la Alegria.
Maravillosos textos,como siempre; alegres de oir la verdades de la Fe. Gracias.
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JMI.-Bendigamos al Señor.
Sirvamos al Señor con alegría.
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