(310) Liturgia –30. Liturgia de las Horas, 6. es oración bíblica
–Dios mío, ven en mi auxilio.
–Señor, apresúrate en socorrerme. La oración es un movimiento del alma que comienza en Dios, por su gracia, y en Él termina.
–Las Horas, como toda la Liturgia de la Iglesia, es profundamente bíblica. Cumple, lo mismo en Oriente que en Occidente, la norma del Apóstol: «la palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente, enseñándoos y exhortándoos unos a otros con toda sabiduría, con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y dando gracias a Dios en vuestros corazones» (Col 3,16). Por eso el Concilio Vaticano II «exhorta en el Señor a los sacerdotes y a cuantos participan en dicho Oficio que, al rezarlo, la mente concuerde con la voz, y para conseguirlo mejor adquieran una instrucción litúrgica y bíblica más rica, principalmente acerca de los salmos» (Sacrosanctum Concilium 90). Cuando la sagrada Escritura es «extraña» al conocimiento y a la mentalidad de los fieles cristianos, es inevitable que les resulte «extraña» la liturgia de la Iglesia, y concretamente la de las Horas.
Todo el Oficio divino está compuesto de lecturas bíblicas, salmos, himnos del Antiguo y del Nuevo Testamento… Es evidente que, para poder incorporarse plenamente a la Liturgia de la Iglesia, y concretamente a las Horas litúrgicas, es necesaria una cierta preparación bíblica; una preparación, claro está, acomodada a la edad, a la cultura del cristiano y al propio ministerio en la Iglesia. Y adviértase, por otra parte, que la misma inmersión asidua, atenta y devota en la Liturgia de la Iglesia, en las Horas concretamente, va familiarizando por sí misma al orante con la Sagrada Escritura.
El mundo espiritual de la Biblia es un mundo extraño para muchos de los cristianos, y esto no sólo por el uso de expresiones y símbolos semíticos(«Tú pones ante mí una mesa, frente a mis enemigos, y has derramado el óleo sobre mi cabeza, y mi cáliz rebosa»…), sino también por los hechos de la historia de la salvación,constantemente aludidos («triunfante ocuparé Siquén, parcelaré el valle de Sucot; mío es Galaad, mío Manasés, Efraín es el yelmo de mi cabeza, Judá mi cetro, Moab una jofaina para lavarme»). No será preciso siempre tener un conocimiento detallado de lugares y acontecimientos; pero las grandes líneas de la historia de la salvación han de ser conocidas y resultar familiares («Tú trajiste de Egipto una vid, arrojaste a las gentes y la trasplantaste aquí»…). La oración litúrgica exige, pues, una cierta introducción en el conocimiento de expresiones y símbolos semíticos, y sobre todo de los grandes hechos salvíficos de Dios, a través de los cuales el Señor se revela y comunica.
Es precisa, más aún, una comunión espiritual con el mundo revelado de la Biblia, tanto del A.T. como del N. T. Y al acercarse a la Liturgia ésta es, quizá, la mayor dificultad para los cristianos de hoy, pues desconocen en gran medida las sagradas Escrituras. Bastaría examinar el fondo de algunos libros actuales de espiritualidad o de oraciones para comprender hasta qué punto muchos cristianos de hoy están distantes a años-luz de la espiritualidad bíblica.
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Los valores centrales de la oración bíblica, y por tanto de la oración litúrgica, son lo siguientes.
–Teocentrismo. La oración bíblica está plena de entusiasmo, en el sentidoetimológico de la palabra «enthusiasmós». Es una oración endiosada, que se dirige intensamente, audazmente, como una saeta, a Dios mismo. Él es el fin absoluto de la oración cristiana, también cuando ésta presenta las preocupaciones de los hombres. Por eso, la oración afirma y reafirma sin cansarse el sumo valor de Dios: «Señor, tú eres mi bien… Por eso se me alegra el corazón» (Sal 16). Toda la bienaventuranza del hombre está en vivir con el Señor, bajo su mirada, en su casa (Sal 16; 23; 25,14; 65,5; 91; etc.). El es, simplemente, todo para nosotros:«Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti… Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios» (Sal 63,2.4). ¿Cómo podrá orar de otro modo el hombre si «en Dios vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,28).
Inmenso respeto ante Dios, ninguna exigencia en la oración de súplica. Se puede pedir a Dios cualquier cosa, siempre que sea buena, con toda humildad y confianza; pero debe queda totalmente fuera de la oración el intento de utilizarle, de tomarle como un medio, omnipotente sí, pero a nuestro servicio. Tentar a Dios es dudar de su amor y de su poder, pedirle con exigencia, murmurar de sus designios, intentando doblegar su voluntad a la nuestra (Sal 77; 105), querer forzar sus designios (Jdt 8,11-13). Todo esto es tentar a Dios que, lo mismo como Señor que en cuanto Amor, es el Absoluto. ¡Cuántos orantes se ven frustrados en su vida de oración, y quizá la abandonan defraudados, por falta de teocentrismo!
–Alabanza. Por eso en la oración bíblica la alabanza de Dios y la acción de gracias, que muchas veces van fundidas, ocupan indudablemente el lugar central. «Doy gracias al Señor de todo corazón, en compañía de los rectos, de la asamblea. Grandes son las obras del Señor, dignas de estudio para los que las aman. Esplendor y belleza son su obra, su generosidad dura por siempre; ha hecho maravillas memorables. El Señor es piadoso y clemente: él da alimento a sus fieles, recordando siempre su alianza» (Sal 111). Dos son los motivos fundamentales de esta oración: la Creación y la Redención, es decir, la historia de la salvación.
Las maravillas de la Creación son una fuente permanente de admiración y alabanza.
El salmo 103 es un buen ejemplo: «Bendice, alma mía, al Señor, ¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto… Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Cantaré al Señor mientras viva, tocaré para el Señor mientras exista… y yo me alegraré con el Señor». La devoción entusiasta creacional parece que es más expresada en el A.T. que en el Nuevo, quizá porque la alabanza y gratitud de la oración cristiana se centra mucho en Cristo, Primogénito de toda criatura, por quien todo fue hecho, y por quien todo subsiste en su ser (Col 1,5-7). Cuando sale el Sol, ya no se ven las estrellas… Pero gracias a Dios, los salmos siguen perfectamente vivos en la oración de la Iglesia.
Las maravillas de la Salvación, igualmente,las que Dios ha obrado en Israel y con toda plenitud en Jesucristo, hacen vibrar la alabanza en quienes las conocen, las recuerdan y las meditan.
Israel recuerda siempre, una y otra vez, los portentos que el Señor obró en favor de su pueblo, y ese recuerdo orante pretente suscitar la alabanza de Dios y estimular la confianza de su pueblo (Sal 117). La lglesia prolonga en los siglos esa oración: «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos. Él nos eligió antes de la constitución del mundo, pra que fuésemos santos e inmaculados ante él, y nos predestinó en caridad a la adopción como hijos suyos por Jesucristo»… (Ef 1,3-5).
No conoce a Dios ni se ha enterado del don de la creación y de la salvación el hombre que no siente la necesidad imperiosa de glorificarle y darle gracias. Más aún, que no experimenta la exigencia interna de asociar a todos los hombres a ese canto de alabanza y gratitud. Y todavía más: que no quiere asociar a toda la creación a su himno de alabanza: «Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad… Retumbe el mar y cuanto contiene, la tierra y cuantos la habitan; aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor que llega para regir la tierra» (Sal 97,4-8).
–Acción de gracias. Siendo así que «todo buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces» (Sant 1, 17), es evidente que el hombre debe dar gracias «siempre y en todo lugar», como decimos en la Eucaristía. Y que esa gratitud ha de expresarse en la oración tanto por los dones naturales (Creación), como más aún por los dones sobrenaturales (Salvación).
Alabanza y acción de gracias suelen ir juntas en la Biblia. En el A.T. suele predominar la alabanza; en el N.T. la acción de gracias. Pero ambas se juntan, por ejemplo, en los grandiosos himnos que abren las cartas de San Pablo, en los que se canta la bondad de Dios por el don de Cristo: «Bendito sea Dios, Padre de nuestros Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos»… (Ef 1; cf. 2Cor 1,3-7). Y también hallamos en bastantes himnos del N.T. aquella doble motivación ya señalada de la doxología:
«Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo, porque por tu voluntad lo que no existía fue creado [creación]; … porque fuiste degollado, y con tu sangre compraste para Dios hombre de toda raza, lengua, pueblo y nación» [salvación]… (Ap 4,11; 5,9)
La máxima acción de gracias que la Iglesia ofrece a Dios en la sagrada Eucaristía se extiende por la Liturgia de las Horas a todos los momentos del día. Y lo que en este punto dice el Concilio Vaticano II de los presbíteros, ha de afirmarse igualmente de todos los orantes de las Horas: «Las alabanzas y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucarístía las prosiguen los mismos presbíteros en el rezo del Oficio divino, en el que, en nombre de la Iglesia, oran a Dios por todo el pueblo que les ha sido confiado y hasta por todo el mundo» (Presbyterorum 5d; cf. OGLH 12-13).
Después de que el Padre nos entregó a Jesucristo, después que nos fue comunicado el don supremo del Espíritu Santo, ya no podrá haber oración cristiana que no esté impregnada de acción de gracias. Todo en la vida cristiana ha de resolverse en acción de gracias. El apóstol comienza todas sus cartas –menos 2Corintios y Gálatas– por una acción de gracias ferviente por la obra que Dios ha realizado en los destinatarios. Incluso la colecta en favor de los fieles ha de ser causa de acción de gracias; pues «no sólo remedia la escasez de los santos, sino que hace rebosar en ellos copiosa acción de gracias a Dios» (2Cor 9,11-15).
–Petición. En la piedad bíblica la oración de súplica no aparece como algo contrapuesto a la alabanza y la acción de gracias. Ya la misma petición es alabanza de Dios porque confiesa su bondad y su omnipotencia. En ella se agradecen a Dios anticipadamente los bienes que se le han pedido (Sal 139,13-14; Jn 11,41). Y ya la misma petición es la mejor preparación para el agradecimiento, cuando Dios concede los dones pedidos. A su vez, el agradecimiento por los dones de Dios impulsa al hombre a pedir más. Y al recibir otros dones, siempre ve acrecentados en su vida los motivos para la alabanza y la acción de gracias. Por eso, exhorta San Pablo, que «en todo tiempo, en la oración y en la plegaria, sean presentadas a Dios vuestras peticiones, acompañadas de acción de gracias» (Flp 4,6; cf. lTim 2,1).
El Padrenuestro nos enseña a unir siempre la glorificación de Dios y la petición. Las cuatro primeras súplicas de la oración dominical expresan y procuran la glorificación del Señor; y las tres siguientes, piden para los hombres los bienes materiales y espirituales que necesitan. Y las siete intenciones forman entre sí una perfecta unidad.
–Elección. La piedad bíblica brota de un pueblo que, gozosamente, se sabe elegido por el amor de Dios en una forma absolutamente gratuita. No se ha dado esa elección porque Israel tiene éstas o las otras cualidades físicas, espirituales, culturales: en absoluto.
«Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió, no fue por ser vosotros más numerosos que los demás, pues sois el pueblo más pequeño, sino que, por puro amor a vosotros y por mantener el juramento que había hecho a vuestros padres»… (Dt 7,7-78).
Esta conciencia básica de elección hace que la oración bíblica, y consiguientemente la oración litúrgica de la Iglesia, se eleve al Padre amado, que conoce perfectamente sus necesidades (Mt 6,32), con una confianza absoluta, única, llena de audacia y de esperanza. Cuando rezamos las Horas, concretamente, podemos y debemos decir con una certeza total aquello mismo que Cristo le dice al Padre: «Padre, yo sé que siempre me escuchas» (Jn 11,41-42). El mismo Cristo nos anima a pedir con este filial confianza de elegidos: «Si dos de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os lo otorgará mi Padre, que está en los cielos» (Mt 18,19). Debemos, pues, orar con una fe capaz de trasladar montañas (Mt 21,21-22). El pueblo de Dios, cuando levanta su corazón en la oración debe estar convencido del amor que Dios le tiene. Ésta es la definición más apropiada a los cristianos: «nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene» (1Jn 4,16). Por eso le suplicamos continuamente, sin que vacile la fe en nuestro corazón (Mc 11,23; Sant 1,5-8).
–Audacia. La oración bíblica, impulsada por el Espíritu Santo, se proyecta hacia el corazón de Dios con una audacia sin límites. Israel clama: «haz brillar tu rostro sobre tu siervo» (Sal 118,135), y Dios responde infinitamente a esta súplica en la Encarnación del Verbo divino. Por eso ahora la Iglesia se goza en «conocer la ciencia de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2Cor 4,6): Dios manifestó a la Iglesia su rostro plenamente. La audacia propia de la oración cristiana nace de la conciencia de elección. Quienes oran al Padre, especialmente en la oración litúrgica de la Iglesia, se saben «familiares de Dios» (Ef 2,19), «hijos de Dios» (Jn 1,12; 1Jn 3,1), y por eso se atreven a decir «Padre nuestro» y a pedirle todo.
El cristiano, sabiéndose hijo de Dios, pide a su Padre la venida del Reino, el cumplimiento de la voluntad divina, el pan cotidiano, la liberación del mal y del Maligno: lo pide todo, hasta lo que parecería imposible: pide la propia conversión: «oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con un espíritu firme» (Sal 50,12). Más aún: pide la conversión de los pecadores: «conozcan que tú, Señor, eres el único Dios glorioso sobre toda la tierra» (Dan 3,45); «¡oh Dios, que todos los pueblos te alaben!» (Sal 67). Lo pide todo, porque todo lo espera de la indecible bondad de Dios; es decir, porque no pide en fuerza de sus propios méritos, sino invocando únicamente la misericordia inefeble de la bondad de Dios, fuente de todo bien.
El atrevimiento de la oración llega en ocasiones a la queja, una queja que es lamento, pero no protesta: «¿hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tú rostro? ¿Hasta cuándo he de estar preocupado, con el corazón apenado todo el día? ¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo? ¡Atiende y respóndeme, Señor Dios mío!» (Sal 13,2-4).
–Humildad. El que conoce la santidad de Dios no puede menos de acercarse a El en una actitud de suma humildad y penitencia. El mismo Hijo del Hombre «fue escuchado por su reverencial piedad» (Heb 5,7).El nos enseñó a pedir al Padre constantemente perdón por nuestras deudas, y nos puso como ejemplo a aquel publicano que en el Templo «se quedó allá lejos y ni se atrevía a levantar los ojos al cielo, y hería su pecho, diciendo: ¡oh Dios, sé propicio a mí, pecador!» (Lc 18,13). Es preciso saber orar con el salmista: «desde lo más profundo clamo a ti, Señor: Señor, escucha mi voz» (Sal 129)…
Sabemos bien que «Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia» (Sant 4,6), y que sólo si nos hacemos como niños, deponiendo toda altivez y autosuficiencia, seremos acogidos por Dios (Lc 18,17). Mucho de esto puede enseñarnos la Virgen María, la pequeña, la mínima, y nos lo enseña especialmente en el Magnificat (Lc 1,46-55), que todos los días rezamos.
La oración pone al hombre en su lugar, y en la posición que es debida. Y esto sucede porque el hombre es plenamente hombre sólo cuando se coloca ante Dios. Hay mucha altivez, mucha soberbia, y no poca estupidez, en los hombres que no oran. En la oración conocerían quiénes son. Entretanto, habrá que recordarles la exhortación de Santiago: «Sentid vuestras miserias, llorad y lamentaos; conviértase en llanto vuestra risa, y vuestra alegría en tristeza. Humillaos ante Dios y El os ensalzará» (Sant 4, 9-10). El hombre que no ora se ve afectado por la profunda estupidez de la soberbia. No se conoce. No sabe por dónde va. Está loco.
–Perseverancia. El espacio que la oración ocupa en la vida de Jesús es el testimonio más fuerte de su absoluta necesidad. El Evangelio nos muestra que Jesús ora con gran frecuencia; que la oración entra esencialmente en su misión, pues Él ha venido al mundo para glorificar al Padre; y que la enseñanza de la oración, por la palabra y el ejemplo, forma parte sumamente importante en la educación de sus discípulos.
Israel es un pueblo orante: «siete veces al día te alabo» (Sal 118, 164), y la Iglesia ora sin cesar, porque su Maestro le ha enseñado que «es necesario orar en todo tiempo y no desfallecer» (Lc 18,1). Ella es consciente de que es intercesoradel mundo ante Dios, puesto que es un «sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido» para pregonar la gloria de Dios (1 Pe 2,9). Este pueblo, por ser sacerdotal, es mediador: presenta a Dios la miseria de lós hombres, y comunica a los hombres la gracia de Dios.
La oración pertenece, pues, a la misión fundamental de la Iglesia, una misión que en la Liturgia de las Horas se ve específicamente cumplida. La Iglesia está destinada a glorificar permanentemente a Dios y a interceder constantemente por los hombres como «sacramento universal de salvación» (Vat. II, LG, 48; AG 1). El final del Evangelio nos dice que los apóstoles «estaban de continuo en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24,53). Y también sabemos que en el comienzo mismo de la comunidad cristiana «todos perseveraban unánimes en la oración» (Hch 1,14), que precede a todos los grandes sucesos de la Iglesia naciente (Hch 1,24-26; 4,24-30; 6,6; 8,15; etc.).
La Iglesia es una comunidad orante congregada en el nombre de Jesucristo (Mt 18,20; Hch 2,42), y va creciendo siempre por el impulso de la oración. Así el San Pablo exige que la misión evangelizadora se vea constantemente fortalecida por la oración de las comunidades cristianas (Ef 6,18-19; Col 4,2-4). Una acción apostólica que no proceda de la oración, que no conduzca a ella, y que no esté constantemente potenciada por la súplica, es una de las maneras más aburridas de perder el tiempo. Viene a ser como un hortelano que trabajara de sol a sol, y que quizá por el cansancio, nunca regara la huerta. Trabajo totalmente inútil.
–Combate. La oración bíblica tiene siempre muy presente la acción del Maligno, que interfiere la obra de Diosy obstaculiza con todas sus fuerzas la venida del Reino. Tanto en el combate personal ascético ad intra, como en el combate apostólico ad extra, sabemos con toda certeza que hay demonios que no se echan si no es por la oración y el ayuno (Mt 17,21), pues el combate cristiano no es tanto contra la carne y la sangre, sino contra el Maligno (Ef 6,12).
San Pablo pedía: «ayudadme en esta lucha, mediante vuestras oraciones a Dios por mí» (Rm 15,30; Col 2,1; 4,12). Y la Iglesia, enseñada por Cristo, ora siempre al Padre: «líbranos del Maligno» (Mt 6,13). Allí donde la Iglesia no mantiene los brazos levantados en oración –como Moisés, mientras Israel combatía contra Amaleq (Ex 17,11-16)–, en seguida experimenta la amargura de unas derrotas que van sucediéndose unas a otras.
–Comunidad. La piedad bíblica tiene manifestaciones preciosas tanto individuales como comunitarias. En Israel y en la Iglesia el Espíritu de Dios suscita en el pueblo solemnes y bellísimas expresiones comunitarias de piedad: «oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo» (Sal 47,10). El salterio recoge los más hermosos cantos religiosos de Israel, interpretados por cantores y por el pueblo, que aplaude, canta y aclama en momentos determinados, con el acompañamiento de címbalos y arpas, trompas y flautas (SaI 46; 150). Con toda verdad dice el salmista: «dichoso el pueblo que sabe aclamarte: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro» (Sal 88,16).
Inseparable de esta piedad litúrgica y colectiva, se da también una oración individual.Pero ya sea que esta oración se realice solemnemente ante el pueblo (1Re 8,22-62), ya sea que desarrolle a solas ante Dios (Jdt 9,1-14), es de notar que la misma oración individual tiene una profunda dimensión comunitaria. El fiel ora en el interior del Pueblo de Dios, haciendo suyas sus alegrías y sus pruebas, y al mismo tiempo ve en los avatares de su propia vida la suerte cambiante de su pueblo. Se da una gran identificación entre la vida del individuo y la de la comunidad. Para Jeremías, por ejemplo, la vida de Jerusalén es su propia vida: «esto es lo que te han traído tus extravíos y sus malas obras; tu maldad es la que ha hecho que el dolor y la amargura hieran tu corazón. ¡Ay mis entrañas, ay mis entrañas! Desfallezco, se me rompe el corazón, la traspasa el dolor, no puedo callar» (Jer 4,18-19).
Esta experiencia de Israel se hace plena en la Iglesia. Para el cristiano que no tenga su vida personal profundamente solidarizada con la vida de la Iglesia –más aún, con la de todo el mundo– es muy difícil la asimilación de la oración bíblica, y consiguientemente la participación en la oración litúrgica que en ella se fundamenta continuamente. Pero, precisamente, uno de los más grandes valores de la oración bíblica y litúrgica es que va abriendo el corazón del hombre a Dios, a la comunidad del cielo y a la comunidad de la tierra; de tal modo que ya no vive nunca «solo».
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
3 comentarios
También demuestra nuestra regresión y barbarización en relación con lo divino y lo sagrado. Tal respeto, temor y reverencia que muestra la pintura, no es posible en la Europa de hoy, donde casi todos, laicos y clérigos, parecemos acreedores airados contra un Dios que no nos paga la deuda debida.
Dios lo Bendiga
Le agradezco primeramente por su servicio a la Iglesia. Pocas personas conservan la doctrina de forma tan pura como usted. Le escucho en las conferencias "Dame de beber" que me han ayudado mucho a crecer en entendimiento de la fe. ¡Muchísimas gracias!
La pregunta es la siguiente: nos recuerda usted que "Él nos eligió antes de la constitución del mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante él". De ser elegidos para ser inmaculados, ¿es entonces posible vivir sin ofender en absolutamente nada a Dios, ni siquiera con pecados veniales ni falta alguna? ¿Podemos alcanzar, claro está con la ayuda de Dios, este estilo de vida tan perfecto?
¡Muchas gracias por su guía y su respuesta!
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JMI.-El hombre, en el estado de naturaleza caída, pero justificado por la gracia de Dios, puede evitar todos los pecados mortales; pero no todos los pecados veniales y toda falta alguna durante toda su vida. Vea Mt 6,12; Sant 3,2; 1Jn 1,8-9.
Trento: Si alguno dijere que el hombre justificado por la gracia... "puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales; si no es ello por privilegio especial de Dios, como el de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia, sea anatema" (Dz 1573).
Pero sí es cierto que el cristiano máximamente crecido en la gracia (en los santos) sí puede darse una situación final en la que hay ya una imposibilidad psicológica y moral de ofender a Dios en lo más mínimo, al menos en forma plenamente consciente y voluntaria, pues de tal modo la gracia divina ha ido acrecentando su amor a Dios que llega a impedirlo.
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