(194-2) Hildegarda y Juan de Ávila, Santos doctores y reformadores
–Santos y doctores lo son. ¿Pero también reformadores?
–Ella continúa la reforma gregoriana, y él colabora en la reforma tridentina.
Santa Hildegarda y a San Juan de Ávila son ya Doctores de la Iglesia. Así lo declaró solemnemente el Papa Benedicto XVI (7-10-2012). Ambos legaron a la Iglesia un tesoro de escritos muy variados, tanto la monja Hildegarda (1098-1179), como el sacerdote diocesano Juan de Ávila (1500-1569). En los escritos de ella brilla la elegante belleza medieval, expresada en clave poética, litúrgica, teológica, mística, musical, uniendo a todo ello muy altos conocimientos de las ciencias naturales. En él también se da una gran variedad de escritos profundos y sencillos. Los dos son fascinantes en su contemplación orante, su amor a Cristo y a la Iglesia, su fuerza y su ternura, su alegría en Dios, así como en la fecundidad de sus imágenes, ejemplos y expresiones. Con ocasión de su doctorado, quiero señalar muy brevemente sus escritos de reforma, en los que, con sorprendente lucidez y valentía, denuncian los males del mundo, y más concretamente los de la Iglesia, señalando también sus remedios.
–Santa Hildegarda, abadesa benedictina de Bingen (Alemania, Renania-Palatinado), fue en el siglo XII la figura femenina más atractiva y estimada de la Iglesia. El Señor le comunicó una profunda sabiduría y un humilde atrevimiento para dar testimonio de la verdad. En Tréveris, en Metz, en Colonia, en varios lugares importantes, predica al Obispo y al clero en el marco formidable de las catedrales. El deán de la catedral de Colonia, en nombre del clero, le rogó que pusiera por escrito lo que de palabra les había predicado con tanta luz: «abandonados como estamos a los deseos carnales, dejamos fácilmente en el olvido por negligencia las cosas espirituales, que no vemos ni entendemos».
Palabras fuertes y claras. Hildegarda le responde con una carta en la que se mezclan verdades de la fe deslumbrantes con fortisimas llamadas a la conversión:
«Vosotros no tenéis ojos [para ver] porque vuestras obras no brillan ante los hombres con el fuego del Espíritu Santo, y no les recordáis los buenos ejemplos… Si reprendiérais en toda verdad a aquellos que han sido puestos bajo vuestro cuidado, éstos no osarían resistirse a la verdad. Por el contrario, toda la sabiduría que habéis buscado en las Escrituras y en el estudio se la ha tragado el pozo de vuestro egoísmo… Deberíais ser día, pero sois noche… Oí de nuevo, de la luz viva, una voz que decía:… Se les dieron senos para amamantar a sus hijos, pero no lo hacen como deberían, sino que muchos de mis hijos mueren de hambre, como vagabundos, pues no se restauran sus fuerzas con la santa doctrina. Tienen voz, pero no claman. Incluso se les ofrecen mis obras, pero ellos no actúan. Quieren tener la gloria sin mérito y el mérito sin obra, lo que permite al enemigo ofrecerles sus propios bienes, llenándoles los ojos, los oídos y el vientre de vicios».
El Papa Eugenio III aprueba las visiones de Santa Hildegarda, que es conocida y apreciada por los papas de su época, con varios de los cuales mantiene correspondencia epistolar. En una ocasión, Anastasio IV le ruega humildemente que le escriba una carta. Seguramente no se esperaba él una respuesta tan fuerte. Cito abreviando algunos párrafos:
«Oh hombre, que por atender tu ciencia has dejado de reprimir la jactancia del orgullo de los hombres que han sido puestos bajo tu protección… ¿Por qué no cortas de raíz el mal que ahoga las hierbas buenas y útiles? Tú abandonas a la hija del rey, es decir, la justicia, que te había sido confiada… Escucha ahora a Aquel que vive y que no verá final: el mundo vive ahora en la cobardía, luego lo hará en la tristeza, y después estará en el terror… Tú, pues, hombre, ya que al parecer se te ha instituido como pastor, álzate y corre rápido hacia la justicia, de manera que delante del Médico supremo no se te acuse por no haber purificado tu rebaño de su suciedad y no haberlo ungido con óleo. Tú, pues, hombre, mantente en el camino recto y te salvarás, de manera que [el Señor] te lleve por el camino de la bendición y de la elección, y vivas por la eternidad».
Palabras evangélicas de conversión. Lo mismo que hará Catalina de Siena, reserva Hildegarda sus palabras más fuertes no para el pueblo cristiano, débil muchas veces y pecador, sino para los sacerdotes, religiosos y altos Pastores de la Iglesia. Y con frecuencia obtiene notables conversiones. En una ocasión, por ejemplo, después de haber predicado en Tréveris, le escribe el deán de la catedral en nombre propio y del clero:
«Ya que por permisión divina os son revelados los pensamientos de numerosos corazones, por voluntad divina os amamos con toda la fuerza de nuestros cuerpos y con toda la devoción de nuestras almas. Sabemos que el Espíritu Santo mora en vos, y que por Él os son manifestadas cosas desconocidas para los demás hombres… Tal como nos lo ha mostrado vuestro juicio preclaro, nos habíamos relajado y habíamos descuidado calmar la cólera de Dios, y si su venganza no se hubiera retirado gracias a la misericordia de Dios, puede que hubiéramos sucumbido de desesperación bajo el peso de esos mismos peligros».
Palabras dulces y luminosas. Así como Hildegarda tiene luz de Dios para ver en su tiempo el mundo del pecado y de la culpa, a esa misma luz ve en su tiempo el mundo de la gracia y de la santidad. Sus escritos nos comunican con gran frecuencia palabras de luz y de vida, llenas de dulzura y de alegría, en las que ella se limita a decir lo que oye de la Voz divina en el secreto de su corazón:
«Vosotros, hombres eminentes, que descubrís los secretos de lo que está oculto mirando con los ojos del espíritu… ¡Oh cohorte ardiente de flores de una rama sin espinas! Tú eres la música del globo terrestre, que rodea las regiones insensatas que se alimentan entre los cerdos… Tú eres la noble raza del Salvador que entra en el camino de la regeneración del agua gracias al Cordero, que te ha enviado, espada en mano, entre los crueles perros… Hueste luminosa de los apóstoles, que con la ciencia verdadera apareces y rompes el cerco de las enseñanzas del diablo, lavando a los cautivos en una fuente de agua viva, tú eres la luz clarísima en las más oscuras tinieblas… Oh, triunfadores victoriosos, que con la efusión de vuestra sangre habéis proclamado la edificación de la Iglesia… ¡Oh rostros bellos que miráis a Dios y edificáis su aurora! ¡Qué nobles sois, vírgenes bienaventuradas, en quien el rey se complace, pues puso de antemano en vosotras todos los ornamentos celestes! Por eso estáis en el jardín dulcísimo en el que vuestros ornamentos exhalan su perfume». Habla en esto último la santa Doctora de los claustros monásticos, réplicas del paraíso, de aquel «jardín cercado» aludido en el Cantar de los Cantares (4,12).
–San Juan de Ávila, como su ilustre hermana en el Doctorado de la Iglesia, compone una obra literaria muy abundante y variada: sermones, tratados como el Audi, filia, comentarios a la Escritura, a las fiestas del Año litúrgico, pláticas a sacerdotes, un amplio Epistolario espiritual para todos los estados y vocaciones. Y aunque su erudición es tan grande, mantiene siempre un lenguaje sencillo, preciso, lleno de imágenes y frases geniales, bello y gracioso.
Recuerdo aquí brevemente los Tratados de reforma, compuestos en la época del concilio de Trento. La idea central en ellos es que «reformados los Pastores, se enmendarán los fieles». Cuando hoy leemos el Memorial primero al concilio de Trento (1551), sobre «la reformación del estado eclesiástico», y sobre «lo que se debe avisar a los Obispos», y el Memorial segundo (1561), acerca de las «causas y remedios de las herejías», sabemos con certeza que todo lo que allí se dice es la verdad, y sigue siendo la verdad. El Maestro Ávila escribe con su sangre, con una veracidad total, y confiesa así su amor a Jesucristo y su dolor por los males de la Iglesia, desgarrada por la herejía y el cisma de la rebelión de Lutero (1517).
«Juntose con la negligencia de los pastores, el engaño de los falsos profetas» (Mem.II, 9), pues «así como, por la bondad divinal, nunca en la Iglesia han faltado prelados que, con mérito propio y mucho provecho de las ovejas, hayan ejercitado su oficio, así también, permitiéndolo su justicia por nuestros pecados, ha habido, y en mayor número, pastores negligentes, y hase seguido la perdición de las ovejas» (10).
«No nos maravillemos, pues, que tanta gente haya perdido la fe en nuestros tiempos, pues que, faltando diligentes pastores y legítimos ministros de Dios que apacentasen el pueblo con tal doctrina que fuese luz… y fuese mantenimiento de mucha substancia, y le fuese armas para pelear, y en fin, que lo fundase bien en la fe y encendiese con fuego de amor divinal, aun hasta poner la vida por la confesión de la fe y obediencia de la ley de Dios», han entrado tantos males, y «así muchos se han pasado a los reales del perverso Lutero, haciendo desde allí guerra descubierta al pueblo de Dios para engañarlo acerca de la fe» (17).
Falsos profetas y pastores negligentes. ¿Cómo el pueblo cristiano, bautizado y catequizado en la verdad católica, pudo incurrir en tantos errores y males, si no es por la complicidad de falsos profetas y de pastores negligentes y tolerantes? ¿Cómo éstos no dieron la alarma a su tiempo para prevenir tan grandes pérdidas?
«Cosa es de dolor cómo no hubo en la Iglesia atalayas, ahora sesenta o cincuenta años [desde 1517], que diesen voces y avisasen al pueblo de Dios este terrible castigo… para que se apercibiesen con penitencia y enmienda, y evitasen tan grandísimo mal» (34).
En realidad, ya hubo quienes en su momento dieron voces de alarma; pero no fueron escuchados.
Recuerda San Juan de Ávila, por ejemplo, cómo no se dió crédito suficiente al tratado de Juan Gersón, De signis ruinæ Ecclesiæ, publicado en París en 1521 (Sermo de tribulationibus ex defectuoso ecclesiasticorum regimine adhuc ecclesiæ proventuris et de signis earumdem; Acerca de las tribulaciones que todavía más han de sobrevenir por las deficiencias del régimen eclesiástico, y acerca de sus signos).
En estos Memoriales de San Juan de Ávila al Concilio, o en otras cartas y conferencias suyas, no hay retórica, no hay ideología: solo se halla la luminosidad de la Biblia y de la mejor Tradición católica, y la descripción objetiva de ciertas realidades eclesiales. Estos escritos, tan llenos de luz y de vida, claros, fuertes y objetivos, directos y prácticos, son extremadamente diferentes del «lenguaje eclesiástico» grisáceo, centrista y políticamente correcto. Hacen patente que el autor busca solamente «los intereses de Jesucristo» (Flp 2,21), el bien del pueblo cristiano, entre tantos otros pastores sagrados y teólogos eruditos, más solícitos de sus propios prestigios e intereses. Se capta en ellos la fuerza divina, sobrehumana, del Espíritu Santo, «el Espíritu de la verdad» (Jn 16,13), el único que puede reformar la Iglesia y renovar la faz de la tierra.
Y dicho esto, veniamo al dunque.
–El Concilio Vaticano II tiene una clara intención de reforma, consciente de que la Iglesia en la tierra necesita perennem reformationem (UR 6). Hace medio siglo expresaba Pablo VI esta convicción en un discurso a los Padres conciliares (29-IX-1963, n.25):
«Deseamos que la Iglesia sea reflejo de Cristo. Si alguna sombra o defecto al compararla con Él apareciese en el rostro de la Iglesia o sobre su veste nupcial ¿qué debería hacer ella como por instinto, con todo valor? Está claro: reformarse, corregirse y esforzarse por devolverse a sí misma la conformidad con su divino modelo, que constituye su deber fundamental».
Sin embargo, esta voluntad santa de reforma de la Iglesia, venida del Espíritu Santo, no se ha realizado suficientemente en los decenios postconciliares. Por el contrario, abundan en la Iglesia los deformadores de la doctrina y de la disciplina eclesial; y son muy numerosos los moderados buenistas, inasequibles al desaliento, que mantienen el «vamos bien» aunque se hunda el mundo, y la Iglesia con él. En cambio son escasos los reformadores, que, movidos por «el celo de Dios», realmente pretenden con oración y trabajo una reforma de la Iglesia, que la presente ante Cristo «como una casta virgen» (2Cor 11,2) en doctrina y disciplina, en liturgia, en pastoral y en moral.
Deformadores, moderados y reformadores pueden ser caracterizados con un ejemplo: sus actitudes ante la doctrina de la Iglesia en moral conyugal, expresada en la Humanæ vitæ y en otros documentos.
–Los deformadores quieren que la Iglesia en materias morales de sexualidad «dé un paso adelante», es decir, cambie su doctrina, tanto sobre las relaciones prematrimoniales como en las matrimoniales, corrigiéndose a sí misma si es preciso. De otro modo se alejará del mundo moderno definitivamente. Mientras este objetivo urgente se logra, ellos liberan la conciencia de los fieles, enseñándoles a «pecar con buena conciencia».
–Los moderados quieren, por el contrario, que la doctrina moral de la Iglesia sobre el matrimonio se mantenga, pero que no se predique casi nunca, y que se silencie concretamente en el sacramento de la confesión, dejando como norma estas cuestiones a la «conciencia» de los matrimonios. Y por supuesto, ellos procuran celosamente que no se contradiga ni se sancione a los numerosos «católicos» que enseñan en contra de la doctrina de la Iglesia abiertamente. Libertad de expresión ante todo. Evitar las confrontaciones beligerantes. La verdad acaba imponiéndose por sí misma.
–Los reformadores, sin embargo, quieren que la doctrina católica sobre la moral conyugal (Humanæ vitæ, etc.) se predique con toda firmeza y urgencia en cátedras, publicaciones, homilías, catequesis, retiros, confesonarios, y que sean reprobados los maestros del error que la impugnan, retirándolos de sus cátedras y sacando sus libros de las librerías religiosas –a veces diocesanas–.
En la Iglesia hay actualmente muchos deformadores, muchos moderados y muy pocos reformadores. Entre los católicos de bien prevalecen con mucho los «moderados» buenistas, los que se mantienen en el «vamos bien», considerando que ésa es la actitud «eclesialmente correcta», la que realmente expresa una confianza verdadera en la Providencia divina y una obediencia incondicional a la guía de los Pastores sagrados.
Los deformadores hacen mucho daño a la Iglesia, pero gracias sobre todo a los moderados, centristas satisfechos de serlo, e incluso orgullosos de su equilibrio. Ellos quieren el matenimiento de las doctrinas y normas, pero siempre que se silencien convenientemente y sobre todo que no se exijan. Ellos quieren que se enseñe la verdad, pero que no se persiga realmente el error con todo empeño, hasta neutralizarlo. Pretenden evitar así en la Iglesia divisiones y tensiones enojosas. Son sobre todo los moderados los que nos pierden.
Estamos mal, muy necesitados de conversión y de reforma. Si Santa Hildegarda y San Juan de Ávila se hicieran hoy presentes entre nosotros, se quedarían horrorizados. Tantos matrimonios cristianos que profanan habitualmente su sacralidad por la anticoncepción, evitando los hijos. Apenas hay vocaciones sacerdotales y religiosas. Están en gran medida paralizados el apostolado, la verdadera actividad misionera y la acción política cristiana. Los bautizados, en su mayor parte, se mantienen durante años y años alejados de la Eucaristía, sin ser considerados por ello como «pecadores públicos». El sacramento de la penitencia casi ha desaparecido en no pocas Iglesias. Muchos cristianos han aceptado en su frente y en su mano el sello de la Bestia, mundanizando sus pensamientos y caminos: ya no son la luz del mundo y la sal de la tierra, ni pretenden serlo.Pero es casi inútil proseguir esta enumeración de males. Aunque se multiplicaran por diez, los moderados oficialistas y buenistas se mantendrían en su pacifismo buenista –paz, paz, paz–, ostentando sus falsas esperanzas. «Vamos bien», aunque hay «luces y sombras» en la situación de la Iglesia.
La Iglesia solamente puede llegar a reformarse si reconoce humildemente sus errores y pecados. Y actualmente ese reconocimiento no parece que esté suficientemente vivo en la conciencia de Pastores y fieles. No se deja oir un clamor que pide reforma, como se oyó en ciertos períodos oscuros de la Edad Media, del Renacimiento, de la Ilustración, del Liberalismo. Tendríamos que recordar más la figura de los santos reformadores antiguos o modernos, porque al considerar lo que ellos veían en la realidad de la Iglesia de su tiempo, nos daríamos cuenta de que hoy en buena parte estamos ciegos.
Hoy Santa Hildegarda y San Juan de Ávila, al menos por lo que se refiere a sus escritos de reforma, luchando contra los deformadores, y marginados por los moderados, hubieran tenido que refugiarse en internet. Y quién sabe si no hubieran tenido un blog en InfoCatólica o en algún medio semejante.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.– Hace ya un tiempo publiqué en InfoCatólica el artículo Reformadores, moderados y deformadores (10-IV-2009), y poco después inicié el blog Reforma o apostasía, en el que dediqué a este tema los siete primeros artículos. Puede consultarse el (04), por ejemplo, Qué ha de reformarse en la Iglesia (16-VI-2009).
Índice de Reforma o apostasía
7 comentarios
Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante...
(Heb 12,1)
Otra cosa es que les hagamos caso. Otra cosa es que demos a conocer sus palabras, sus consejos, sus profecías, sus exhortaciones, sus admoniciones.
Pero no hacerlo es como pretender alimentar a los hambrientos con hierba seca, teniendo a nuestra disposición una bolsa con manjares deliciosos.
Lo que dijeron estos dos nuevos doctores de la Iglesia vale hoy tanto o más que la época en que lo dijeron. De poco valdría que tuviéramos entre nosotros a santos así si les hiciéramos el mismo caso que hacemos a los que les precedieron.
Y con eso no digo que no haya que pedir a Dios que nos envíe a este tipo de santos. Pero más debemos pedirle que toque los corazones para que ese mensaje de conversión y santificación caiga en tierra fértil.
En realidad, lo que pasa es que hay mucho abandono de la formación católica. Pocas personas tienen verdadero interés en conocer la fe que dice tener e, incluso, transmitir a otras generaciones. Les basta con un conocimiento infantil y, así, es fácil que se les pueda manipular y llevar por caminos equivocados. Tan sólo con escuchar (no hay nada que escribir, digamos)las conferencias que tiene usted en www.gratisdate.org (audio) es más que suficiente para conocer lo poco que se conoce y lo mucho que hay por aprender pero, sobre todo, lo que no hay que hacer ni dejar de conocer. Esto, seguramente, sería bastante para muchos creyentes católicos que les haría caer el velo que les cubre los ojos y el corazón.
Sin duda alguna si los doctores a los que hace usted referencia en su artículo de ahora mismo levantaran la cabeza y vivieran, aunque fuera, unos meses entre nosotros, no tendrían tiempo para tratar de corregir tanto error y tanta apostasía real, cierta y, ¡Ay!, disimulada.
Esperemos que, al menos, por su intercesión en el Cielo ante Dios Nuestro Señor, pidan pastores buenos y eficaces en cuanto a la fe y en cuanto a su verdadera práctica.
En fin... muchas gracias por este nuevo aporte a la fe católica.
El ambiente actual eclesial no parece favorable al testimonio radical de este tipo de autores santos. No es que antes no hubiera pecado y corrupción y ahora sí sino que había ámbitos significativos de mayor aprecio a la radicalidad evangélica sin descafeinar.
Gracias por su artículo, padre.
La GRACIA dura poco tiempo en el Alma disipada, o que busca otras miradas que la del Esposo Celestial.
Hay personas que hacen profesión de Virtud, y sin embargo.....no se ve en ellos un fondo sólido de Piedad...porque les gusta frecuentar el mundo y hacer una vida muy disipada...." Porque es más fácil decir que hacer."
Saludos
http://bibliotecavirtual.sitioafm.org/ginesdesepulveda/textos/tratadosobrelasjustascausas.html
y a Bartolomé de las casas:
http://www.ciudadseva.com/textos/otros/brevisi.htm
Para ver cómo se desarrollaba la evangelización en América.
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