Dios y el César: cristianos y ciudadanos

La respuesta de Jesús a los fariseos y a los herodianos, que se habían confabulado para tentarle, ha guiado la actitud de los cristianos ante las autoridades y las leyes justas: “Dad, pues al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21). El Señor pone así de relieve que su Reino no es de este mundo; que Él no vino a cambiar el mundo políticamente, como un soberano temporal, sino a curarlo desde dentro.

En la Carta a los Romanos, San Pablo explicita este principio indicando la obligación que los cristianos tenemos en conciencia de obedecer a la autoridad del Estado: “Dadle a cada uno lo que se debe: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor” (Rm 13,7). Un máxima, la sujeción a las autoridades, que los cristianos han intentado siempre llevar a la práctica. Un autor del siglo II, San Justino, escribe en una de sus Apologías, dirigidas al emperador Antonino Pío: “Por eso oramos sólo a Dios, y a vosotros, príncipes y reyes, os servimos con alegría en las cosas restantes, os confesamos y oramos por vosotros”.

Oramos sólo a Dios y “en las restantes cosas” servimos a los príncipes. La diferenciación de planos se corresponde con la distinción que existe entre la Iglesia y el Estado: “La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo”, nos recuerda el Concilio Vaticano II (GS 76). No le compete a la Iglesia, en cuanto tal, organizar la hacienda pública; administar justicia en los tribunales estatales o dirigir la defensa militar de una nación. Esas tareas, y otras, son competencia del Estado. No le corresponde al Estado, en cuanto tal, predicar el Evangelio; celebrar los sacramentos u ocuparse de la atención pastoral de los fieles.

Sin embargo, los católicos somos también ciudadanos del Estado, con los mismos derechos y con las mismas obligaciones que los demás ciudadanos. En nuestra actuación como ciudadanos, individual o colectivamente, hemos de guiarnos siempre por la conciencia cristiana, pero sin involucrar a la Iglesia en asuntos que son de otro orden. Un cristiano puede militar en un partido político, puede desempeñar la judicatura, puede ser ministro de un Gobierno. En todas esas tareas se espera de él que sea coherente con los principios y exigencias que se derivan del Evangelio, pero la actuación que lleve a cabo es responsabilidad personal suya, no de la Iglesia en cuanto tal.

Moralmente, los cristianos tenemos la obligación de cumplir nuestras responsabilidades en la comunidad política: Debemos pagar los impuestos, ejercer el derecho al voto, contribuir a la defensa del país… Debemos cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad “en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad” (Catecismo 2239). Pero “dar a Dios lo que es de Dios” impide divinizar al César: El Estado no es Dios. La nación no es Dios. El Parlamento no es Dios. Las leyes de los hombres no son la ley de Dios.

Ejercer una justa crítica con relación a aquellas cosas que, proviniendo de la autoridad del Estado, nos parecen perjudiciales para la dignidad de las personas o el bien de la comunidad es no sólo un derecho sino, en ocasiones, un deber. Y esa justa crítica no equivale a deslealtad con relación al Estado, sino todo lo contrario. Como el César no es Dios, “nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural” (Catecismo 2235). Si el Estado mandase, por medio de las leyes, algo contrario a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas del Evangelio, la obligación en conciencia que tiene un ciudadano es no obedecer esas prescripciones: “cuando lo que está en juego es la dignidad de la persona humana – como hoy sucede con frecuencia – , el católico debe ofrecer el testimonio real de su fe manifestando un inequívoco rechazo a todo lo que ofende a la dignidad del ser humano” (CEE, “Teología y secularización en España”, 66).

La misma Iglesia tiene la obligación y el derecho de “emitir un juicio moral también sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas” (GS 76). Un cristiano no es un mal ciudadano si, conforme a su conciencia, rechaza, por ejemplo, la injusticia del aborto, o de la eutanasia, o de la experimentación con embriones humanos. Un cristiano no es un mal ciudadano si, conforme a su conciencia, rechaza, por ejemplo, que el Estado suplante a los padres a la hora de formar la conciencia de los niños y de los jóvenes. La Iglesia no “se mete en política”, no excede su campo propio de competencia, si hace oír su voz en favor de la familia, de la vida, de la justicia; aunque eso conlleve la crítica a determinadas actuaciones promovidas o amparadas por la autoridad del Estado.

Demos, pues, al César lo que es del César, pero sin olvidarnos de dar a Dios lo que es de Dios. En la medida en que seamos mejores cristianos seremos también mejores ciudadanos.

Guillermo Juan Morado.

3 comentarios

  
Luis Fernando
Con usted empieza a ser difícil ser cuáquero. Lo digo por eso de tener que quitarse el sombrero cada dos por tres ante sus posts.
16/10/08 3:59 PM
  
Ana
Somos ciudadanos igual que los demás, con los mismos deberes por tanto con los mismos derechos y tenemos que saber ejercerlos
17/10/08 7:15 PM
  
Laurentius
Bravo, profesor Guillermo. Una buena y meridiana exposición de esta cuestión que muchos no consiguen ver "clara y distintamente". Muchas gracias.
17/10/08 11:13 PM

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