En defensa del Decreto “Tametsi”
El concilio de Trento, como es sabido, tuvo que ocuparse del sacramento del matrimonio. Algunas enseñanzas de los reformadores protestantes, de Lutero y hasta de Melanchton, eran sospechosas de herejía.
El decreto “Tametsi” promulga unos cánones sobre una reforma del matrimonio. Básicamente, decreta la obligación de la “forma canónica” para el matrimonio entre los católicos.
Y esta obligación de la “forma canónica” no es, en absoluto, una imposición externa a la realidad del matrimonio, sino un modo de garantizar la verdad del mismo.
Cuando se dice “forma canónica” se está aludiendo a que no basta con casarse clandestinamente, sino que se han de observar, entre los católicos, una serie de formalidades: el matrimonio ha de celebrarse ante el párroco y ante dos o tres testigos.
La Iglesia Católica sabe que el matrimonio no es una institución eclesial. Se trata de una institución natural – o creacional - . No ha sido la Iglesia quien ha “inventado” el matrimonio. Ha sido Dios mismo.
El matrimonio se realiza cuando se da un consentimiento mutuo, del hombre y de la mujer, por el que se entregan el uno al otro como esposo y esposa hasta que la muerte los separe.
Jesucristo no alteró en nada esta gramática de la creación. Por el contrario, reconoció su vigencia y elevó esta realidad natural a la categoría de sacramento, de signo sensible de la gracia. El matrimonio sacramental, el matrimonio contraído entre bautizados, es una señal de la unión de Cristo con la Iglesia.
Durante muchos siglos bastaba con que el hombre y la mujer manifestasen el uno al otro su libre consentimiento. Y es que, realmente, es el consentimiento mutuo lo que hace el matrimonio.
¿Por qué la Iglesia, en el decreto “Tametsi”, obliga a los católicos a la forma canónica; es decir, a que el hombre y la mujer manifiesten el mutuo consentimiento ante el párroco y ante testigos? Por una razón muy sencilla: Para garantizar la verdad del matrimonio.
¿Qué pasaba para que la Iglesia tomase esta medida? Pues pasaban muchas cosas. Entre ellas, que las uniones clandestinas eran, a veces, una especie de cobertura para abusos y para burlas. Lo dice el mismo Decreto: “y considerando los graves pecados que de tales uniones clandestinas se originan, de aquellos señaladamente que, repudiada la primera mujer con la que contrajeron clandestinamente, contraen públicamente con otra, y con esta viven en perpetuo adulterio…”.
Como solo se habían casado “ante Dios” – sin ningún control por parte de la Iglesia – los que podían, y entonces solo podían los hombres, si querían, se casaban otra vez con otra mujer, y tan contentos. Nadie les podría recriminar nada, porque nadie – ni la Iglesia – podía acreditar nada. Ni siquiera la realidad del primer matrimonio.
El decreto “Tametsi” es muy realista. Dice que la Iglesia no juzga de lo oculto y, por ello, ha de emplear “algún remedio más eficaz”. Y ese remedio más eficaz es la forma canónica: No basta con un matrimonio “oculto” o “clandestino”. No, hay que casarse ante la Iglesia – ante el párroco y ante testigos - .
El decreto termina diciendo que: “Los que intentaron contraer matrimonio de otro modo que en presencia del párroco o de otro sacerdote con licencia del párroco mismo o del Ordinario, y de dos o tres testigos; el santo Concilio los inhabilita totalmente para contraer de esta forma y decreta que tales contratos son inválidos y nulos, como por el presente decreto los invalida y anula”.
No hace falta ser canonista para entenderlo. Es mucho más sencillo. También se puede ser canonista y estar loco. Los estudios – canónicos, teológicos o del tipo que sean – no nos ayudan a razonar mejor. Solo ayudan a razonar con más tecnicismos. Lo que ayuda a razonar mejor es ser santo. Y, por desgracia, no siempre, los que razonan, lo son. Yo, menos.
Guillermo Juan Morado.
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