Generosidad y pobreza

Homilía para el XXXII Domingo del TO (B)

La verdadera pobreza no tiene que ver con la mezquindad, con la tacañería, sino con el desprendimiento y la generosidad; en definitiva, con el amor. San Pablo, en 1 Cor 13,5 dice que la caridad “no es ambiciosa” y que “no busca lo suyo” y Benedicto XVI, en su primera encíclica, explica que, según la fe bíblica, “el amor es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca” (Deus caritas est, 6).

El dinamismo del amor y de la generosidad procede de Dios. Él es plenitud y donación; entrega mutua de las tres divinas Personas. Pero Dios no retiene para Sí esta bienaventuranza, sino que quiere compartirla con la humanidad y con la creación entera. De la generosidad de Dios brota la obra creadora, la historia de la salvación, el envío del Hijo y del Espíritu Santo, que se prolonga en la misión de la Iglesia.

El amor generoso de Dios se expresa en la pobreza desprendida de Jesús: “conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza”, nos dice también San Pablo (2 Cor 8,9). Jesús no nos dio una limosna, por valiosa que fuese, sino que se entregó a sí mismo por nosotros. En la pobreza de Belén y en el despojo absoluto de la Cruz constatamos la veracidad de esta entrega.

La actitud de Jesús se ve de algún modo reflejada en las dos mujeres que nos presenta la Liturgia de este domingo: la viuda de Sarepta y la viuda que da su limosna en el templo. La condición de viudedad era particularmente triste: la mujer viuda se encontraba sola e indefensa, en una situación parecida a la de los huérfanos y los extranjeros. Sin embargo, estas dos mujeres no piensan en sí mismas, sino que, confiando en Dios, dan todo lo que tienen: al profeta Elías o al templo. En ambas, la extrema pobreza va unida a la extrema generosidad.

También nosotros estamos llamados a la confianza y a la generosidad. Y la confianza debemos depositarla, por encima de todo, en Dios. Aunque es razonable que busquemos el sustento, que contemos con algún seguro para casos de enfermedad o imprevistos, ninguna realidad humana nos puede proporcionar una seguridad plena. Tampoco el dinero y las riquezas.

Jesús alaba a la viuda del templo, no por la cuantía de su limosna, sino por su generosidad: “los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir” (Mc 12, 44). Es difícil ganar en generosidad a los verdaderamente pobres, que no son, en este sentido, principalmente los que no tienen, sino los que dan todo lo que tienen. Esta alabanza de Jesús la podríamos repetir a propósito de muchas personas. En realidad, a la Iglesia la sostienen los pobres, la generosidad de los pobres. Esta generosidad sustenta el culto, la acción caritativa y la labor misionera.

La limosna que alaba Jesús tiene su origen en la caridad, en la virtud teologal que pide la conversión del corazón al amor de Dios y de los hermanos. Así vivida, la limosna es una manifestación concreta de ese dinamismo de amor que tiene su origen en Dios y que nos envuelve a cada uno de nosotros, si nos dejamos transformar por su Espíritu, expresando así la verdad de nuestro ser, ya que “no hemos sido creados para nosotros mismos, sino para Dios y para los hermanos” (Benedicto XVI).

En la Eucaristía se nos da Jesús por entero, con su Cuerpo y su Sangre. En este Sacramento recibimos la mayor dádiva que, como todo don perfecto, “baja del cielo, del Padre de los astros” (Sant 1,17).

Guillermo Juan Morado.