La morada de la obediencia

Domingo XXII TO (B)

“Estos mandatos son vuestra sabiduría” (Dt 4,6). La Ley es presentada en la Escritura como don de Dios y fuente de sabiduría y de vida. Al pueblo, liberado de Egipto, se le otorga la Ley como un primer camino de libertad frente a la esclavitud del pecado; un primer camino que anticipa la redención del pecado que realizará Cristo. La obediencia al mandato conduce a la sabiduría, a la “rectitud de juicio según razones divinas” (Santo Tomás).

Nuestra conducta será prudente, y alcanzaremos el grado más alto del conocimiento, si nos dejamos conducir según Dios, en conformidad con sus normas. Nada hay en lo que Dios nos pide que pueda contradecir nuestro bien, y ninguna senda es más razonable que la obediencia libre a su Palabra.

La obediencia es un elemento intrínseco de la fe y de la práctica de la misma. Creer es obedecer; es la antítesis del orgullo y de la autosuficiencia. La revelación, la Palabra de Dios, es mensaje y mandato, enseñanza y ley. La fe es, simultáneamente, confianza y sumisión; entrega de todo el hombre, también de su razón, a Dios. La obstinación, la confianza excesiva en el propio juicio, hace imposible la fe.

Creer es depender. Éste es el reto que el Evangelio no oculta ni disimula: “Aceptad dócilmente la Palabra que ha sido plantada y es capaz de salvarnos” (Sant 1, 21). Es necesario escuchar y actuar; conocer y cumplir. Como al joven rico, Jesús nos dice a cada uno: “Uno sólo es el Bueno. Pero si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 17).

La docilidad permite que, de modo suave y apacible, penetre la enseñanza de Dios en la profundidad de nuestro corazón, en lo más hondo de nosotros mismos, de donde brotan nuestras decisiones. Por eso la morada de la obediencia es el corazón.

Si nuestro corazón no deja espacio a Dios, todo lo que salga de nosotros será impuro: “lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre” (Mc 7, 14). Si no hay lugar para Dios en nuestro corazón, seremos incapaces de cumplir su mandamiento, a pesar de que intentemos camuflar nuestra resistencia a Él con el ropaje engañoso de la observancia de tradiciones humanas.

Cristo es el siervo obediente (cf Flp 2, 8). Su Corazón manso y humilde es la fuente pura de donde brota el amor al Padre y a los hombres. De ese manantial mana también el Espíritu Santo (cf Jn 19, 30), el único capaz de adentrarse en nuestro corazón y transformarlo en un corazón obediente, capaz de amar, de cumplir la Ley entera.

Guillermo Juan Morado.