Serie “Escatología de andar por casa” -¿Cuándo empieza lo escatológico?

Los novísimos

En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo

Prefacio de Difuntos.

El más allá desde aquí mismo.

Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos.

Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que

“La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19)

“No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir

“Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están el apaz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y lo shalló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.


Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que

“Pero Dios rescata mi vida,
me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.

¿Cuándo empieza lo escatológico?

Lo que ha de venir

Para el ser humano hay algo de lo que no duda en asboluto. Sea creyente o ateo, agnóstico o cualquiera otra forma de llamarse en materia espiritual, el tema de la muerte lo da por descontado: va a morir y, sobre eso, cualquier discusión sobra.

Sentada esta premisa, a quien tiene por bueno y verdad que existe un más allá y que, por tanto, la muerte no es el final de la vida “para siempre” sino la de la que se pasa en este valle de lágrimas, le asalta una pregunta que no es poca cosa ni de menguada importancia: ¿cuándo empieza lo escatológico? También puede preguntarse, con total legitimidad (porque le afecta a sí mismo) ¿cuándo hay que empezar a prepararse para lo que ha de venir?

Pero, antes de seguir, abundemos en la muerte sobre algo que puede causar no pocas deserciones espirituales.

Dice el P. Antonio Royo Marín, O,P., en su obra ya citada “El misterio del más allá”, “que moriremos una sola vez”.

A tal respecto, escribe Charles Arminjon (en “El fin del mundo y los misterios de la vida futura”, editorial Gaudete, 2010, p. 19) que

“El hombre mismo, en su camino aquí abajo, no es más que un viajero, navegando por el mar cambiante y tormentoso del tiempo, y la tierra que le sostiene no es sino la barca destinada a conducirle al lugar de una vida inmortal y fin sin”.

Y alguien pueda decir que eso es una verdad de las calificadas de perogrullo. Sin embargo, no s poco cierto que la mentalidad reencarnacionista ha penetrado en mucho corazones católicos y ha destruido el poso de fe que nos hace creer en la resurrección de la carne pero no en la reencarnación.

Decimos, pues, que creemos en la resurrección de la carne. Pero, antes de seguir, conviene decir que La reencarnación y la resurrección no son lo mismo. Y esto, que es de una claridad meridiana parece no ser entendido por personas que dicen profesar la fe católica. Debido al batiburrillo religioso que en occidente se ha difundido con la premisa del “todo vale” más de un católico ha asumido que, en realidad, la reencarnación es posible. Sin embargo ya decía la Epístola a los Hebreos (9, 27) que “está establecido que los hombres mueran una sola vez”. Tampoco podemos olvidar aquello tan maravillo que expresa el Salmo 77 cuando, en un momento determinado dice, refiriéndose a Dios, que

“Él sentía lástima,
perdonaba la culpa y no los destruía;
una y otra vez reprimió su cólera
y no despertaba todo su furor,
acordándose de que eran de carne,
un aliento fugaz que no torna”.

Dice, pues, el Salmo, que el ser humano, cuando muere no vuelve a la vida terrena porque “no torna”. Y lo dice con toda claridad que corrobora la voluntad de Dios al ser un texto de los llamados inspirados.

A este respecto, dice el el número 1013 del Catecismo de la Iglesia Católica dice que

La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin “el único curso de nuestra vida terrena” (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9, 27). No hay “reencarnación” después de la muerte.

Es más, la Constitución Lumen gentium (48) (Vaticano II) nos informa de lo que llama “el único plazo de nuestra vida terrena” y que tampoco es creación de tal documento sino que tiene su razón de ser en la Epístola a los Hebreos que, en un momento determinado (9, 27) dice que “está establecido que los hombres mueran una sola vez”. Y esto, lo que lisa y llanamente quiere decir, es que Dios ha establecido que así sea.

También, en otro lugar de los salmos (Salmo 103) se dice algo similar acerca de que el hombre “es un aliento fugaz que no torna”. Y si no torna… pues no vuelve a ese mundo y, entonces, no ocupa otro cuerpo ni es nada por el estilo. Y es que dice el citado Salmo esto que sigue:

“Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yahveh para quienes le temen;
que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos
polvo.
¡El hombre! Como la hierba son sus días, como la flor del campo,
así florece; pasa por él un soplo, y ya no existe, ni el lugar donde estuvo vuelve a conocerle.”

Por tanto, si no tenemos que volver aquí (“ni el lugar donde estuvo vuelve a conocerle”) y no tornamos es más que seguro que tengamos un destino que, por ahora, sólo está en el corazón de Dios o, por decirlo de otra forma, sólo Dios conoce y sabe.

Volvamos, pues, a la pregunta sobre cuándo empieza lo escatológico.

A tal respecto, dice el número 2771 del Catecismo de la Iglesia católica que

“En la Eucaristía, la Oración del Señor manifiesta también el carácter escatológico de sus peticiones. En la oración propia de los ‘últimos tiempos’, tiempos de salvación que han comenzado con la efusión del Espíritu Santo y que terminarán con la Vuelta del Señor. Las peticiones al Padre, a diferencia de las oraciones de la Antigua Alianza, se apoyan en el misterio de salvación ya realizado, de una vez por todas, en Cristo crucificado y resucitado”.

Es decir, que aquello que pudiera parecer establecido para “luego” del morir se ha adelantado a este mundo, a, como si diría, la vida del siglo gracias a la muerte y resurrección del Hijo de Dios.

Pero ¿por qué empieza en esta vida, la terrena, lo escatológico?

Seguramente lo más recomendable para un creyente católico es acudir a los que le han precedido y son considerados “Padres de la Iglesia” pues ellos, que conocieron muy bien las Sagradas Escrituras y su esencial significado, nos pueden iluminar acerca de cuestiones tan importantes como las que están relacionadas con nuestra salvación y, sobre todo, con aspectos muy concretos de la misma.

Asi,

“Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti".

La frase citada arriba pertenece al santo que tanto se resistió a Cristo pero marca, exactamente, el camino que hemos de seguir si es que queremos, de verdad, descansar, alguna vez, en Dios. Y hacerlo, precisamente, empezando ahora, cuando, en realidad, nos corresponde dar los pasos para ello.

La satisfacción del ser humano se resume, muchas veces, en la materia: tener sobre el ser es muchas veces la voluntad que guía nuestros pasos porque, en verdad, olvidamos la relación vertical que nos une con Dios, Creador nuestro. Este olvido, por tanto, nos hace estar alejados del Padre y demasiado pegados a la mundanidad del mundo.

Pero San Agustín sabía, por así decirlo, algo más; tenía conciencia de la importancia que Dios tiene en nuestras vidas y, por eso, exclamó el “descanse en ti”. Sabía, por eso, que descansar en Dios es lo único que, en verdad, valía (y vale) la pena y por eso lo buscó tanto.

Nuestro corazón necesita, para tener una verdadera existencia (para que sea completa) acercarse, darse, a Dios y hacer, con tal espiritual acción, un gesto de amor hacia Quien, en definitiva, nos infunde el Espíritu Santo, Su Espíritu.

¿Dónde, entonces, podemos buscar y encontrar a Dios?

Dice en su “Libro de las confesiones” que “Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste” .

Dos instrumentos nos proporciona Agustín para encontrar a Dios: penetrar en nuestro interior y dejarnos atraer por el socorro de Dios, siempre a nuestro lado, siempre deseando que manifestemos el ansia que hemos de tener por buscarlo.

En cuanto a la posibilidad de “penetrar” en nuestro interior, la oración nos ha de facilitar tal meta porque nos ayuda a separar lo que es bueno para nuestra vida de lo que es corrupción del alma. Por eso orar, rezar, con perseverancia al Padre, nos ayuda, por la fuerza misma que tiene tal contacto de quien quiere manifestar, así, su filiación divina, a encontrar, cerca, a Dios que es la realidad elemental, básica y necesaria para empezar a manifestar que queremos salvarnos para siempre, siempre, siempre.

En cuanto al socorro de Dios tenemos la experiencia clara de su siempre actual ser en nuestra vida. Por eso, aunque ser creados por Dios y tener libertad para conducir nuestra existencia es todo uno, depende de nuestra voluntad (por tanto) demandar el auxilio del Padre que es nuestro y, así, nuestro auxilio seguro en tiempos de tribulación o, simplemente, de dar gracias.

Algo nos manifiesta Agustín, en el Sermón 103, de lo que, en realidad, nos ha de preocupar:

“En medio de la multiplicidad de ocupaciones de este mundo, hay una sola cosa a la que debemos tender. Tender, porque somos todavía peregrinos, no residentes; estamos aún en camino, no en la patria definitiva; hacia ella tiende nuestro deseo, pero no disfrutamos aún de su posesión. Sin embargo, no cejemos en nuestro esfuerzo, no dejemos de tender hacia ella, porque sólo así podremos un día llegar a término”.

Si Agustín entendió que, en su tiempo, había muchas ocupaciones que podían distraer de la que, en verdad, es importante, ¿qué diremos de un tiempo que, como el nuestro, nos hace estar siempre tan atareados para llegar a pocas partes que valgan la pena?

A pesar, por tanto, de las ocupaciones de entonces y de ahora, hay que tener en cuenta que no ha cambiado lo que, al menos, no debería cambiar: ir hacia “la patria definitiva” o, lo que es lo mismo, encontrar a Dios. Por eso todo empieza, digamos, ahora mismo, mientras estamos leyendo esto y, luego, cuando acabemos de hacerlo. Cada instante de nuestra vida es un buen momento para empezar a partir hacia el Creador.

No carece, esto, de esfuerzo y de lucha (ya sabemos con qué contamos en el mundo de hoy y qué está en contra de tal esfuerzo y de tal lucha) tender hacia el definitivo Reino de Dios tratando de encontrar al Padre en la parte del Reino, en este lado del Reino, del que ya disfrutamos si somos capaces de obviar las distracciones que el Maligno siembra a ambos lados del camino por el que vamos (pues toda vida es una camino a seguir que tiene su origen en la creación por parte de Dios y su final en el retorno al Padre de donde salimos), no es fácil.

Algo así, por lo tanto, como volver al polvo de donde nació el primer hombre, Adán.

Pero, a pesar de todos los inconvenientes (humanos) con los que podamos encontrarnos en la búsqueda de Dios, bien nos dice Agustín algo que nos ha de servir en tal intento perseverante y que no está alejado, sino al contrario, de nuestro comportamiento como cristianos:

“Os lo ruego, amemos juntos, corramos juntos el camino de nuestra fe; deseemos la patria celestial, suspiremos por ella, sintámonos peregrinos en este mundo. ¿Qué es lo que veremos entonces? Que nos lo diga ahora el Evangelio: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Entonces llegarás a la fuente con cuya agua has sido rociado; entonces verás al descubierto la luz cuyos rayos, por caminos oblicuos y sinuosos, fueron enviados a las tinieblas de tu corazón, y para ver y soportar la cual eres entretanto purificado. Queridos –dice el mismo Juan–, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (Tratado 35, 8-9)

Por otra parte, también el emérito Benedicto XVI toma la figura de San Agustín como muy importante dentro de la historia de la Iglesia católica. Así,

“Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que sea un hombre muerto hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe fresca y actual” (Audiencia General del 16 de enero de 2008)

No podemos negar, por tanto, que son muchos los que nos han dicho, a lo largo de lo siglos, que todo empieza “ahora” y que el mañana espiritual depende absolutamente de la forma de caminar hacia donde queremos: siguiendo el camino recto (“enderezad los caminos” viene a decirnos San Juan Bautista en Mt 3, 3) o saliéndonos de él y perdiéndonos por los recovecos que el mundo nos ofrece para que nos alejemos de nuestra verdadera patria eterna.

Y tal realidad espiritual es la que nos debe iluminar a nosotros que, a tanta distancia de tiempo estamos, exactamente, en la misma situación de búsqueda de Dios que en la que se encontraba nuestro hermano Agustín, hijo de Dios, santo, doctor que supo, aunque algo tarde (como él mismo dice) tener a Dios en su vida que es, precisamente, la realidad espiritual sin la cual no podremos comprender qué significa la vida eterna y, sobre todo, las razones que tenemos para anhelarla.

Tener a Dios en nuestra vida es lo que siempre debemos querer para llevar una existencia de la que se pueda decir que es, legítimamente, luz para el mundo y sal para la humanidad.

Muchos católicos pueden creer que su vida no material o, lo que es lo mismo, espiritual, da comienzo cuando quieren ellos. Es decir que sólo cuando llegan a la conclusión de que necesitan profundizar en su fe es cuando, en realidad, tienen la vida espiritual. Pues nada más lejos de la realidad.

Podemos decir que lo que podemos considerar espiritualidad de nuestra existencia comienza, da comienzo, con nuestro mismo bautismo, momento en el que se nos infunde el Espíritu Santo y desde, podemos decir, que empezamos a procurarnos la salvación eterna. En tal momento se nos perdona el pecado original y podemos ser considerados hijos de Dios con todas sus consecuencias. No sólo, somos creación del Padre que, de querer (¡de querer, voluntariamente, porque sí, a corazón cierto!), se pierde sin remedio para la salvación eterna.

De tal manera crecemos como hijos de Dios que bien podemos decir que, de otra manera, nuestra edad física no irá pareja a la que lo es espiritual que se quedará en el momento en el que se nos bautiza si, en realidad, no avanzamos en considerar que Dios está siempre en nuestra vida y a nuestro lado como hemos considerado supra.

Posteriormente, nuestra propia familia, la participación en grupos parroquiales o en algún movimiento de los que existen en el seno de la Iglesia católica nos procurará un fondo espiritual que dará solidez a nuestra vida del alma. Formación y crecimiento interior irán de la mano de tal manera que sólo el segundo se sustentará en la primera y eso hará que nos demos cuenta de la materia espiritual que estamos “tocando” al hablar de la vida del más allá que, tantas veces, disociamos, erróneamente, de nuestra vida terrena.

Si tenemos a Dios en nuestra vida creceremos, también, como personas que se saben privilegiadas (¡qué mayor privilegio que saberse salvados aceptando tal salvación!) por haber aceptado la presencia del Padre en sus vidas y serán, por eso mismo, mensajeros de una paz eterna y de un amor que no conoce límite sino, en todo caso, el rechazo de quien no lo quiera admitir con bueno y benéfico para su vivir diario y ordinario.

Tener, pues a Dios en nuestra vida sirve de sustento a nuestro camino hacia su definitivo Reino y podemos decir que sin tal presencia será difícil perseverar en tal intento escatológico y, al fin y al cabo, devendremos hijos que se sienten huérfanos de padre.

Digamos, por tanto,

Padre Nuestro,
que acompañas nuestra existencia
con un amor misericordioso y dulce,
Tú que eres como el cauce
por el que discurre el devenir
de nuestro ser;
Tú que imaginaste para nosotros
un mundo lleno de tu gloria
que fuera aceptada por tu semejanza;
Tú que quieres que nuestro corazón
sea de carne y no de piedra
y, por eso, nos miras con ojos
de Amor y de Esperanza.
Padre Nuestro, Dios Creador
que sostienes tu creación y a tus
creaturas, permítenos que te agradezcamos
tus gracias y la merced tan grande
de considerarnos hijos tuyos.
Amén.

Y es que Dios, Padre Nuestro, siempre está a nuestro lado y en nuestra vida sembró, con nuestra creación, una semilla tierna que crece con el Agua Viva de Su Palabra y que nos lleva, directamente, a morar en las praderas de su definitivo Reino.

Pudiera parecer, de todas formas, que ya está todo dicho: sentado que lo escatológico empieza en la vida terrena poco más habría que decir al respecto. Y, sin embargo, esto sólo es el principio; fuerte principio pero principio al fin y al cabo y, como tal, ha de tener un continuación para no quedar frustrado todo el camino espiritual que conlleva saber esto.

Nos queda, por tanto, hacer lo que nos corresponde acerca de nuestra salvación para procurárnosla pues sería demasiado sencillo sostener que Dios, como nos quiere, nos ha salvado y ya está. Es necesario mucho más que eso y está en las manos de cada uno de los hijos de Dios: quien cree se salva y quien no cree, no se salva.

Valgan, por ejemplo, lo siguiente que han escritos hermanos nuestros en la fe acerca de este tan importante tema.

Casiano, en Instituciones, 9 , 11, que

“Si tenemos fija la mirada en las cosas de la eternidad y estamos persuadidos de que todo lo de este mundo pasa y termina, viviremos siempre contentos y permaneceremos inquebrantables en nuestro entusiasmo hasta el fin. Ni nos abatirá el infortunio, ni nos ensoberbecerá la prosperidad, porque consideraremos ambas cosas como caducas y transitorias”.

San Basilio, en Catena Aurea, Vol VI. p. 150, que

“El alma vacila siempre cuando reflexiona sobre la eternidad se decide por la virtud; pero cuando mira lo presente prefiere los placeres de la vida”.

Tomas de Kempis, en Imitación de Cristo, I, 24, 6, que

“Aprende ahora a padecer en lo poco, porque despés seas librado de lo mucho. Primero prueba aquí lo que podrás padecer después. Si ahora no puedes sufrir tan poca cosa, ¿cómo podrás después los tormentos eternos?

San Josemaría, en Amigos de Dios, 200, que

“¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma? (Mt 16, 26). ¿Que aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se hunde, si son babalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?

Otra vez Tomas de Kempis, en Imitación de Cristo, I, 21, 5, que

“Si de continuo pensases más en tu muerte que en largo vivir, no hay duda de que te enmendarías con mayor fervor. Si pusieses también ante tu corazón las penas del infierno o del purgatorio, creo yo que muy bien de gana sufrirías cualquier trabajo y dolor, y no tomerías ninguna aspera”.

San Francisco de Sales, en Carta 8-XII-1616, I,c., p. 842, que

“Medita con frecuencia en que vamos por este mundo entre el paraíso y el infierno; que el último paso de esta marcha nos dejará en la morada eterna, y que desconocemos cómo se: este paso, el cual, para andarlo con seguridad, requiere que nos adiestresmos en dar bien los anteriores. ¡Dichoso el que medite en la eternidad! ¿Qué significa entretenerse en juegos d eniños sobre un mundo que no sabemos cuántos días tiene?

San Gregorio Magno, en Hom. 6, sobre los Evangelios, que

“Considerad bien qué poco valor tienen las cosas que pasan con el tiempo. El fin que tienen todas las cosas temporales nos manifiesta cuán poco vale lo que ha podido pasar (…). Fijad vuestro amor en el amor de las cosas que perduran".

O, por último. San Juan Pablo II, en la Homilia de 17 de febrero de 1980, que

“Para madurar espiritualmente hasta la eternidad, el hombre no puede crecer sólo en el terreno de la temporalidad. No puede poner su apoyo en el carne, es decir, en sí mismo, en la materia. El hombre no puede construir sólo sobre sí y ‘confiar’ solamente en el hombre. Debe crecer en un terreno diverso del de lo transitorio y de lo caduco de este mundo temporal. Es el terreno de la nueva vida, de la eternidad y de la inmortalidad el que Dios ha puesto en el hombre, al crearlo a su propia imagen y semejanza”.

Y esto es así de terrible (en cuanto a la falta de) y maravillosamente sencillo (en cuanto a la abundancia de).

Eleuterio Fernández Guzmán

El Pensador

La Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR.

Las bases son las que siguen:


1.- Editorial Stella Maris convoca el I Premio de Ensayo REVISTA EL PENSADOR, conforme a las presentes bases.

2.- Podrán concurrir al Premio cualesquiera obras inéditas de ensayo, en lengua castellana, cuya temática verse sobre “De Franco a hoy: evolución de España desde 1975 a 2013″ desde el punto de vista social, cultural y/o moral. Esta temática podrá ser abordada en conjunto o desde cualquier aspecto concreto.

3.- Las obras tendrán una extensión mínima de 150 páginas y máxima de 300. La tipografía a utilizar será el Times New Roman, tamaño 12, espaciada a 1,5. Se presentarán dos copias impresas en papel y se adjuntará una copia en formato word.

4.- Los autores, que podrán ser de cualquier nacionalidad, entregarán sus obras firmadas con nombre y apellidos, o con pseudónimo.

En el caso de que la obra venga firmada con nombre y apellidos, es obliga-torio incluir fotocopia del documento oficial de identidad, una hoja con los datos personales (nombre y apellidos, dirección postal, teléfono y email), un currículum vitae detallado del autor, así como un certificado firmado en donde se haga constar que la misma es propiedad del autor, que no tiene derechos cedidos a o comprometidos con terceros y que es inédita.

En el caso de que la obra sea presentada bajo pseudónimo, se incorporará una plica (con el título de la obra y el pseudónimo utilizado), en cuyo interior se incluirá la documentación referida en el párrafo anterior. Las plicas sólo serán abiertas en el caso de que la obra fuera premiada. En caso contrario serán destruidas junto a los originales presentados.

5.- Se admite la presentación de obras colectivas, pero en este caso el premio se repartirá a prorrata entre los autores. Y la documentación exigida en la cláusula anterior regirá por cada uno de ellos.

6.- Las obras presentadas al Premio no podrán ser editadas, reproducidas, cedidas o comprometidas con terceros, hasta el fallo definitivo. El ganador y, en su caso, los accésits ceden, por el mismo acto del fallo y de manera inmediata, los derechos exclusivos y universales de edición durante quince años a favor de Stella Maris.

Ninguna obra presentada al Premio podrá ser retirada del concurso hasta el fallo del Jurado.

7.- El Premio consistirá en:
* 6.000 euros en concepto de anticipos de derechos de autor.
* Publicación de la obra en una de las colecciones de Stella Maris.
* El 7% sobre las ventas, en concepto de derechos de autor.

8.- El Premio puede ser declarado desierto. Asimismo puede otorgarse un Accésit por cada una de las siguientes modalidades: Ciencias Sociales, Cultura y Filosofía.

El premio de cada accésit será un diploma acreditativo. Stella Maris se reservará el derecho de publicación de cada accésit y, en este caso, el otorgamiento de un 7% sobre ventas en concepto de derechos de autor.

9.- El plazo máximo de presentación de obras que opten al Premio comienza el 1 de febrero y finaliza el 29 de diciembre de 2014 a las 24 horas.

Las obras deberán presentarse por correo certificado a la siguiente dirección:

Stella Maris
(PREMIO “REVISTA EL PENSADOR")
c/. Rosario 47-49
08007 Barcelona

10.- El Jurado estará compuesto por cinco profesores universitarios e intelectuales de reconocido prestigio, designados por Stella Maris. La composición del Jurado se hará pública al mismo tiempo que el fallo del Premio.

11.- El premio será fallado el 27 de febrero de 2015 y será publicado al día siguiente, comunicándose directamente además al ganador y accesits. El fallo del jurado será inapelable.

Las obras no premiadas serán automáticamente destruidas y no se devolverán en ningún caso a sus autores. Stella Maris no están obligados a mantener correspondencia con ninguno de los aspirantes al Premio.

12.- La concurrencia al Premio implica la aceptación expresa de las presentes bases de convocatoria.

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Por la libertad de Asia Bibi.
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Por el respeto a la libertad religiosa
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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Ahora, ahora mismo, optamos a la vida eterna.

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