(177) De Cristo o del mundo -XIX. Laicos y monjes. y 5
–Yo no quiero dejarlo todo, pero quiero ser perfecto.
–Bueno, pues a ver cómo hacemos. Lea lo que sigue, a ver si logramos solucionar su problema.
«Si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme» (Mt 19,21). Esta misteriosa frase de Cristo se irá entendiendo en la Iglesia con creciente claridad, según Él mismo lo anunció: «el Espíritu de verdad os guiará hacia la verdad completa» (Jn 16,13). Sobre todo a partir de los siglos IV-V, la doctrina de los preceptos y los consejos va formulándose teológicamente con una exactitud cada vez mayor, aunque sólo en el siglo XIII hallará en Santo Tomás la precisión necesaria para llegar a ser una doctrina de la Iglesia.
Me fijo aquí especialmente en las posibilidades de la perfección evangélica en el mundo o renunciando a él. En esta época no siempre es fácil discernir si los autores se mantienen en la verdad o incurren en el error. Hay, eso sí, en casi todos los maestros espirituales una convicción de fondo: que la vida monástica traza un camino especialmente favorable para la santidad, centrándose en Dios y renunciando al mundo. Pero en la explicación del principio «si quieres ser perfecto» se aprecian todavía vacilaciones y diferencias considerables.
Hay heterodoxias. Contrarían la fe de la Iglesia quienes establecen una división de los fieles entre justos y perfectos, según profesen o no los consejos evangélicos, o si se quiere, según continúen en el mundo o lo hayan renunciado. Es un error que, por influjos mesalianos o euquitas, tiene cierta vigencia en este tiempo.
El sirio monofisita Filoxeno de Mabbug (+523) estima: «no digo que los que están en el mundo no puedan justificarse, sino que digo que no es posible que lleguen a la perfección». Los justos ponen el mundo al servicio de Dios, pero no lo consiguen del todo; los perfectos, en cambio, renuncian al mundo por amor a Dios. Y es que «mientras el hombre posea la riqueza humana, poca o mucha, no puede avanzar por el camino de la perfección, porque la riqueza ata el espíritu y traba las ligeras alas de la inteligencia». Cristo, en verdad, quisiera que todos los hombres imitaran su ejemplo y «avanzaran por el camino de los ángeles»; pero, como no todos son capaces, concede también a los justos la salvación, aunque sea una salvación de segundo grado respecto a la otorgada a los perfectos (Homilías II, 8).
En esta época de la Iglesia, como también en los tres primeros siglos, al tratarse de moral y espiritualidad, los errores y herejías casi siempre caen por el extremo del rigorismo. (Justamente lo contrario de lo que hoy sucede). Las herejías rigoristas de tal modo identifican perfección –o incluso salvación– con pobreza y virginidad, que condenan la vida secular de quienes poseen y están casados. Se ve que los mismos errores, ya condenados por San Pablo, de quienes «proscriben las bodas y se abstienen de alimentos creados por Dios para los fieles» (1Tim 4,1-5), reaparecen una y otra vez. Los Padres y concilios se ven en la necesidad de condenar los errores de encratitas o abstinentes, apostólicos o apotácticos, cátaros o puros, montanistas, catafrigios y maniqueos. Van todos por el lado rigorista.
Las excepciones a esa tendencia son bastante raras. Por ejemplo, han de ser condenadas en un Sínodo de Roma (390) y en otro de Milán (391, con San Ambrosio) las doctrinas anti-ascéticas y anti-monásticas del Joviniano (+406?), para quien el mérito es igual en virginidad, viudez o matrimonio, o entre la abstinencia y comer con acción de gracias (Dictionnaire de Spiritualité 8,1469-1470).
Hay ortodoxias de formulación inexacta. Al menos en las expresiones, no siempre son claramente ortodoxas algunas de las interpretaciones ascéticas que se dan al «si quieres ser perfecto, déjalo todo». Evagrio Póntico (346-399), por ejemplo, el monje docto del desierto, enseña que «los justos no roban, no causan perjuicios, no cometen la injusticia, no exigen lo que no les corresponde; en tanto que los perfectos nada poseen, no construyen, no plantan ni dejan herencia sobre la tierra, no trabajan para comer y vestir, sino que viven según la gracia, pobremente. Los justos dan de comer a los hambrientos… Los perfectos dan de una vez sus fortunas a los pobres… Los perfectos llegan a Sión y a la Jerusalén celestial y al paraíso espiritual; los justos siguen con gran pena muy atrás y se hallan mucho más abajo que los perfectos» (Evagriana Syriaca 144-145). Cuando hallamos estas expresiones en Padres y Doctores de la Iglesia, aunque sean equívocas, siempre encuentran su sentido verdadero cuando son complementadas por otros textos suyos, plenamente católicos. Cito algunos ejemplos.
San Efrén (+373), diácono sirio, explica que hay en el cielo dos puertas: una es para los que viven en el mundo, y otra para los que guardan perfecta castidad, tienden a la perfección y llevan su cruz (Commentaire de l’évangile concordant 15,5).
San Basilio (+379) da a entender a veces que a su juicio, sin dejar el mundo, viene a ser en la práctica imposible vivir plenamente el Evangelio (Regla grande 5,4-2; Breve asceticon 2).
San Jerónimo (+420) usa el símil de las dos clases de siervos que se daban en una finca romana: «Nuestro Señor Jesucristo tiene también una numerosa servidumbre: tiene quienes le sirven en su presencia, y tiene asimismo otros que le sirven en los campos. Los monjes y las vírgenes son, según creo, los que le sirven en su presencia; los seglares, en cambio, son los que están en el campo» (Tractatus in Ps. 133).
San Agustín (+430) dice que los monjes forman las tropas escogidas de Cristo, pues le sirven por puro amor; en tanto que los otros cristianos son la stipendiaria multitudo, es decir, legiones de mercenarios, que le sirven sobre todo esperando la recompensa (Contra Faustum 5,9).
Casiano (+435), por su parte, recurre a la tricotomía platónica, también antes usada por Clemente de Alejandría y Orígenes: el monje auténtico tiende a la perfección y es espiritual, por lo que disfruta de libertad evangélica; el secular, en cambio, es carnal, y gime, como el judío, bajo el peso del pecado y de la ley; y el monje tibio, que no tiende con fuerza a la perfección de la caridad, ocupa un lugar intermedio, el de los psíquicos o animales, en un estado que es mucho más peligroso que el de los seculares (Colaciones 4,19).
La doctrina de los preceptos y consejos apenas se desarrolla en los tres siglos martiriales, cuando todos los cristianos, de uno u otro modo, se ven obligados a dejar el mundo.Cesadas, en cambio, las persecuciones, la distinción preceptos-consejos viene exigida sobre todo por las exageraciones de los herejes: unos porque exigen pobreza y virginidad para la salvación, otros, en realidad muy pocos, porque menosprecian pobreza y virginidad. Los Padres se ven, pues, en la necesidad de precisar que los consejos evangélicos ni son necesarios para la salvación, ni deben ser menospreciados, como si fueran medios sin importancia en orden a la perfección evangélica.
La clave en esta cuestión tan delicada está siempre en las palabras de Cristo al joven rico, en las que pueden apreciarse dos niveles: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos [preceptos]… Si quieres ser perfecto, véndelo todo y sígueme [consejos]»(Mt 19,16-30).
Hay en los Padres cientos de sermones, cartas y breves tratados sobre el Si vis perfectum esse, como puede comprobarse en los Indices de la Patrología griega y latina de Migne. [N.B.- La frase fue lamentablemente traducida en 1997 para la liturgia: «si quieres llegar hasta el final»; pero la nueva traducción oficial para la liturgia, en 2010, recuperó la versión tradicional]. En esas obras se aprecia que los Padres, coincidiendo en el sentido fundamental, todavía difieren bastante en las explicaciones. Y a veces, como es normal, un mismo Padre da en distintas ocasiones explicaciones diversas. No ha cristalizado todavía una doctrina común, y se emplean varias claves doctrinales, que paso a recordar.
Lo obligado y lo optativo. Orígenes (+254), por ejemplo: «Los preceptos se nos dan para que cumplamos lo debido. Y así en el evangelio dice el Salvador: “cuando hubiéreis cumplido con todos estos preceptos que os he dado, decid siervos inútiles somos, lo que debíamos hacer, eso hemos hecho” (Lc 17,10). Aquellas cosas, en cambio, que hacemos por encima de lo debido, no las hacemos por precepto. La virginidad, por ejemplo, no se cumple por obligación, ni es pedida por precepto, sino que es ofrecida sobre lo debido»(Comentarii in Romanos 10,14). En seguida conoceremos otra doctrina más exacta del mismo autor.
Ley (Antiguo Testamento) y gracia (Nuevo Testamento). Algunas enseñanzas patrísticas, ya en el siglo III, parecieran situar a los laicos en una espiritualidad marcada en buena parte por el Antiguo Testamento, mientras que los monjes, habiendo renunciado al mundo según los consejos evangélicos, vivirían ya en el Nuevo. San Ireneo (+202) viene a decir que el joven rico, cumpliendo los mandamientos, vive en el Antiguo Testamento, mientras que si lo hubiera dejado todo y seguido a Jesús, hubiera entrado en el Nuevo Testamento.
Los preceptos antiguos siguen vigentes en el Nuevo, pero en él están perfeccionados por los consejos. En esta perspectiva, que subraya la continuidad entre Antiguo y Nuevo Testamento, Cristo invita al joven rico –y en él a todos– a pasar del mero cumplimiento de los preceptos (imperfecto y limitado) al régimen amoroso de los consejos (perfecto e ilimitado). Por tanto, ese «si quieres ser perfecto», aunque es dicho concretamente al joven rico, se dirige a todos los cristianos, pues a todos dice Jesús «sed perfectos», como al joven rico, y a todos avisa que es preciso renunciar a «todos los bienes» para ser discípulo suyo [perfecto] (Lc 14,25-33; +9,23-24). Las palabras del Señor abren, pues, al joven rico la entrada en la perfecta vita apostolica: «hablando a uno solo, está hablando a todos» (Adversus hæreses IV,12,5). Es una doctrina que, si no es explicada en el sentido católico, puede inducir a error.
San Ambrosio (339-397) da una doctrina semejante, pero, al menos en el texto que ahora veremos, introduce importantes variaciones. Parece decir que Cristo ofrece a todos los cristianos las dos vías, para que cada uno, calculando sus fuerzas, elija una u otra. Este planteamiento, mal entendido, puede llevar a posiciones falsas, en las que no se ve tanto la vocación como una gracia peculiar del Señor que «llama», sino más bien como algo que el hombre mismo, más o menos generoso, elige para sí.
«Una carga debe estar proporcionada a quien la lleva, no sea que se pierda porque su debilidad es incapaz de sostenerla. Es preciso dejar a cada uno el cuidado de medir sus fuerzas y de actuar no constreñido por la autoridad de un precepto, sino impulsado hacia adelante por una gracia de progreso. Diversas son las fuerzas, pero cada una tiene su mérito. No se condena una manera de actuar porque se predique otra, sino que todas son predicadas para que sean preferidas las mejores. Honorable es el matrimonio, pero más digna de honor la integridad… Se da precepto a los súbditos, y se da consejo a los amigos. Donde hay precepto, hay ley. Donde hay consejo, hay gracia. Por eso la ley fue dada a los judíos, la gracia fue reservada a los más elegidos…
«Y para que comprendas bien toda la diferencia entre precepto y consejo, recuerda aquel hombre del Evangelio [Mt 19,16-30] a quien le fue dado primero el precepto de “no cometer homicidio, ni adulterio, ni decir falso testimonio”. Hay precepto allí donde hay pena de pecado. Pero cuando él ha confesado que ha cumplido los preceptos de la ley, le es dado entonces el consejo de “venderlo todo y de seguir al Señor”. Estas cosas no se mandan por un precepto, sino que se ofrecen (deferuntur) en un consejo. De una parte, dice el Señor: “No matarás”, y da precepto. De otra, “si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes”, y esto queda libre de precepto, al arbitrio libre. Por eso, los que han cumplido un precepto pueden decir: “Siervos inútiles somos, lo que teníamos que hacer, lo hemos hecho”. Pero no habla así aquel que ha vendido todos sus bienes. Por el contrario, espera una recompensa, como el santo Apóstol: “He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué tendremos? ¿Qué recibiremos?”. No es el servidor inútil quien se expresa así, habiendo hecho simplemente lo que debía, sino aquel que ha sido útil a su Señor, que ha multiplicado los talentos que le fueron confiados, y que, consciente de haber obrado bien, seguro de su mérito, espera el premio de su fe y de su virtud. Y es él quien escucha esta palabra: “Vosotros, que habéis estado conmigo en el nuevo nacimiento, cuando el Hijo del Hombre se asiente en el trono de la majestad, os sentaréis vosotros también sobre doce tronos, y juzgaréis las doce tribus de Israel”» (De viduis 11-12). No está del todo buena esta doctrina, como veremos.
Perfección y medios para la perfección. Orígenes (+253), ya en el siglo III, daba una doctrina que habría de prevalecer en la enseñanza de la Iglesia. Él considera que el joven rico, si ha cumplido realmente el precepto del amor, verdaderamente es perfecto, pues la caridad es la perfección suma de toda la ley (Rm 13,9) (In Mt. XV,13). Por tanto, habrá que concluir que o bien Mt 19,20 es una glosa, o bien habrá que poner en duda la veracidad del joven rico al decir que ha cumplido los preceptos (cosa que ya sospechó San Ireneo). Orígenes, como lo hará más tarde Santo Tomás, pone la perfección evangélica en el cumplimiento de los preceptos, y no en el seguimiento de los consejos. Y es que han de distinguirse bien los medios para la perfección y la misma perfección evangélica.
La exigencia de Mt 19,21 es un medio de perfección, pero no es la perfección misma, que no puede alcanzarse simplemente cumpliendo ésta o la otra condición circunstancial: «con tal de hacer tal cosa», «una vez hecho esto»… Por el contrario, «si es perfecto aquél que tiene todas las virtudes y nada hace por malicia, ¿cómo podrá ser perfecto [sin más] aquél que ha vendido todos sus bienes?» (In Mt. XV,16).
Casiano también ve claro que «ayunos, vigilias, meditación de las Escrituras, desnudez, privación de todos los recursos, no constituyen la perfección, sino que son instrumentos de la perfección; no son el fin de este modo de vida, sino los medios que conducen a ese fin» (Colaciones I,7). Pero atención: entiende Casiano que el seguimiento de los consejos es un medio…, pero es un medio necesario o casi necesario.
Lo bueno y lo mejor es otra de las categorías usadas para entender el tema que nos ocupa. San Agustín (354-430), al comentar el episodio del joven rico, distingue claramente precepto y consejo. «El Maestro, en su bondad, hizo distinción entre los mandamientos de la ley y aquella otra perfección superior (ab illa excellentiore perfectione). Y así dice primero: “si quieres venir a la vida, cumple los mandamientos”, y añade en seguida: “si quieres ser perfecto, vete, vende todo lo que tienes”. Así pues ¿por qué no querer que los ricos, por alejados que estén de la perfección ideal (quamvis ab illa perfectione absint), puedan alcanzar la vida, si ellos han guardado los mandamientos y han sabido dar para que se les dé, y perdonar para que se les perdone?» (Carta 157, 4,25).
En todo caso para San Agustín no hay que separar demasiado preceptos y consejos, pues a veces el consejo obliga a todo cristiano, concretamente cuando, como en el caso del martirio, no renunciar a ciertos bienes implicaría renunciar a Cristo (4,31-33).
En otro lugar, comentando 1Cor 7 –que es otro de los textos principales sobre este tema–, enseña que los cuidados del siglo, a los que alude el Apóstol, «no es que [de suyo] aparten del reino de Dios, como apartan los pecados, que por eso están prohibidos no con mero consejo, sino con riguroso precepto, ya que la desobediencia al Señor es digna de condenación… Quien desobedece a un precepto es reo de culpa y deudor de pena. Ahora bien, como el contraer matrimonio no es pecado, pues si lo fuese estaría prohibido bajo verdadero precepto, se deduce claramente que acerca de la virginidad no puede haber mandato», sino solo consejo.
Y así el Apóstol dice: «“Que el marido no despida a su esposa”, advertencia que consigna como precepto del Señor, y sin añadir en este caso, “si la despide no peca”. Se trata, pues, de un precepto, cuya desobediencia constituye pecado; no se trata de un consejo, cuya omisión voluntaria haría que obtuvieses un bien menor, pero sin hacerte culpable de una acción mala. Por eso, cuando antes dijo: “¿Estás libre de mujer? No busques tenerla”, como no imponía un precepto para impedir un pecado, sino que ofrecía un consejo para alcanzar un bien mayor, añadió a continuación: “Si tomares mujer, no pecas; y si la joven soltera se casa, no peca”»(De sancta virginitate 13-15).
La disposición del ánimo: seguir los consejos en efecto y en afecto. Esta distinción es de la mayor importancia. El seguimiento de los consejos in affectu, in dispositione animi, es algo que los Padres, de un modo u otro, enseñan con bastante frecuencia, también aquellos que, como San Ambrosio, vinculan estrechamente perfección y separación del mundo. El santo Obispo de Milán reconoce que «la fuga [la fuga mundi] no consiste en dejar la tierra, sino en que estando en la tierra, se observe la justicia y la sobriedad» (De Isaac 3,6). Es decir, enseña que todos los cristianos viven la renuncia al mundo si viven en el mundo guardándose libres de él (Jn 17,14-16); y por tanto, si guardan el mandato San Pablo: «pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra» (Col 3,1-3).
San Agustín es quizá el que propone esta doctrina espiritual con más fuerza y claridad. Él comprende bien la primacía de lo interior, y cómo los actos de la virtud se manifiestan externamente unas veces, mientras que otras, si así conviene, quedan ocultos en la disposición interior del ánimo. Así Abraham, casado, en la disposición del ánimo estaba tan dispuesto a la virginidad como Juan apóstol, que vivió célibe. Y Juan estaba tan dispuesto al martirio, sin haberlo sufrido, como Pedro, que lo sufrió (De bono coniugali 25-27).
Y Cristo, cuando recibe una bofetada ante el Pontífice, no presenta la otra mejilla, sino que argumenta contra el criado que le abofetea, porque así convenía entonces. «Sin embargo, no por eso estaba su corazón menos preparado no solamente para ser abofeteado en la otra mejilla por la salvación de todos, sino también a entregar todo su cuerpo para ser crucificado» (De sermone Domini in monte 1,19). Del mismo modo, cuando el Señor nos aconseja acompañar dos leguas a quien nos fuerza a ir una con él, unas veces convendrá acompañarle, otras veces no: son palabras que «deben ser entendidas rectamente como referidas a la disposición del corazón, y no a un acto de ostentación orgullosa» (ib.).
Es Dios quien da por la gracia a cada cristiano su camino personal de perfección. San Agustín, gran teólogo de la gracia, cree de verdad que, con el auxilio de Cristo, es posible tener el mundo como si no se tuviera. Por eso, «no hay que huir del mundo con el cuerpo, sino con el corazón» (De dono persev. 8,20). A la luz del misterio de las Dos Ciudades, el santo Doctor comprende que los materiales del mundo pueden ser útiles para la edificación del Reino de Dios (De civitate Dei 5,15; 5,22-23; 15,4; 19,12-13). Y que las diarias ocupaciones de la vida secular pueden ser estimulantes para la vida sobrenatural (De moribus Ecclesiæ cath. I,31,66). Si de verdad existe una voluntad sincera de vivir el Evangelio, el oficio de las armas, por ejemplo, puede ser para uno preferible a la vida monástica. Y cita al Apóstol: «cada uno tiene de Dios su propia gracia, éste una, aquél, otra» (1Cor 7,7) (Epist. 189). Por tanto, en definitiva, es la gracia que cada uno ha recibido, la que debe decidir los discernimientos vocacionales. «Cada uno ande según el Señor le dió y según le llamó» (7,17): según la gracia y la vocación que de Dios ha recibido.
No reflejaría, sin embargo, con exactitud el pensamiento de San Agustín a este propósito, si no añadiera que, a su juicio, dada la situación del hombre caído, es muy difícil que posea los bienes terrestres sin que, de hecho, el afecto le quede más o menos prisionero de ellos (cf. Sermo 177,6; Sermo 278,10). Por eso San Agustín recuerda una y otra vez las palabras de Cristo: «Si quieres ser perfecto, déjalo todo…»
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
7 comentarios
Dejarlo todo por amor a Cristo no es nada imposible, San Francisco de Asís, San Pedro de Alcántara y así los santos reformadores de la Orden de San Francisco de Asís, nos enseña esas realidades.
Hay algunos que dicen que no es posible seguir a la letra la perfección como lo enseña Cristo. Pero San Pedro de Alcántara no piensa lo mismo, pues dice el Santo, quien da los consejos evangélicos, también dará la fuerza para llevarlo a cabo. Es verdad, pero los que han perdido la fe y viven según el mundo, no son capaces de comprender, y muchos menos lo practican. Pues quieren ganarse el cielo sin necesidad de renunciar todo aquello que enseña Cristo y se puede hacer.
Las reglas de San Francisco de Asís está escrita desde el Espíritu del Señor y la experiencia de San Francisco de Asís. Y por el mismo camino de la fe, también nos habla San Juan de la Cruz, dejarlo todo para ganar todo. Vaciarse de sí mismo, para llenarse del Amor de Dios.
Y aquellos que no ponen en práctica las reglas del santo fundador de la propia orden, o santa fundadora, se ha de tener por sospechoso, como escribe Santa Margarita María de Alacoque. Y este olvido a la regla, va más allá, es decir, que llegará a la rebelión contra el Magisterio de la Iglesia Católica, deformando incluso la Sagrada Liturgia. Esto está sucediendo, y los tales, están alejando de la Iglesia a los que quieren acercarse a Cristo.
« Di a tu Superiora que te haré más útil a la religión de lo que ella piensa; pero de una manera que aún no es conocida sino por Mi. Y en adelante adaptaré mis gracias al espíritu de la regla, a la voluntad de tus superioras y a tu debilidad, de suerte que has de tener por sospechoso cuanto te separe de la práctica exacta de la regla, la cual quiero que prefieras a todo. Además, me contento de que antepongas a la mía, la voluntad de tus superiores, cuando te prohíben ejecutar lo que te hubiere mandado. Déjales hacer cuanto quisieren de ti: Yo sabré hallar el medio de cumplir mis designios, aun por vías que parezcan opuestas y contrarias. No me reservo sino el dirigir tu interior y especialmente tu corazón, pues habiendo establecido en él, el imperio de mi puro amor, jamás le cederé a ningún otro.» Fuente: http://www.corazones.org/santos/margarita_maria_alacoque.htm
Ciertamente, los santos y santas, separados por el tiempo, tienen la misma fuerza del Evangelio para perseverar hasta el final.
Y siempre me ha llamado la atención porque siempre he conocido personas (es cierto que pocas), que, viviendo en el mundo, son tremendamente sacrificadas: no se dedican tanto al mundo como a Dios, sus trabajos y sus familias. Creo que esto no tiene nada de mediocridad. Están en el mundo pero rechazan la opinión del mundo, celebrando la Misa en lugar de ir al fútbol, o rezando en lugar de ir al gimnasio, o enseñando a sus hijos, en lugar de ver la televisión. (Ir al fútbol y al gimnasio no tiene nada de malo, estoy haciendo una caracterización).
Por otro lado he conocido, desafortunadamente, sacerdotes y religiosos más bien ociosos y poco fieles a la Iglesia, tan mundanizados como los seglares.
Yo veo claramente que es cuestión del corazón.
Me ha encantado el post. Gracias.
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JMI.-Gracias a Dios.
Muchas gracias Padre Iraburu porque aunque somos laicos casados, con sus escritos nos anima y confirma el deseo de alcanzar la santidad y la perfección aún en estos tiempos antievangelicos.
DIOS LOS BENDIGA!!
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JMI.- Y yo les bendigo en Su Nombre +
¡Enhorabuena! y muchas gracias.
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JMI.-Pues espere ud., don estéfano, a que lleguemos a los tiempos actuales. Prepárese.
Cada vez mejor....x 2
Congratulaciones por artículo!
In Christo, per Maria!
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JMI.-Bendigamos al Señor.
Hay leído que:
San Ignacio, San Alfonso De Maria Ligorio y Santo Tomás dicen que en la duda de elegir una vocación es mejor elegir la vocación religiosa.
Eso porque tenemos que tener más evidencias de Dios en seguir la vocación matrimonial que la religiosa.
Y también se uno siente una atracción por la vida religiosa mismo que se sea una cosa del demonio, siga la. Pues en verdad el demonio no puede aspirar a uno seguir una vocación más perfecta. O sea por supuesto es inspiración del Espirito Santo.
Gracias por los artículos.
Maximiliano Kas.
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JMI.-Confieso mi ignorancia: yo no he leído en santos Doctores, como los que cita, esa doctrina.
Pero sí le digo que en más de una ocasión, cuando un joven con dudas crónicas acerca de su vocación religiosa o sacerdotal me ha consultado, si yo veo en él ciertos signos positivos de disposición espiritual, moral, psicológica, a veces le he aconsejado irse al Seminario o al Noviciado, "para ver" si Dios le llama por ahí. Son tan preciosas las vocaciones sacerdotales y religiosas, y tan escasas, que cuando hay indicios suficientes -suficientes-, merece la pena que el cristiano se ofrezca de este modo al Señor: "Señor, ¿qué quieres que haga?".
Y si luego resulta que no, pues no pasa nada: un tiempo que Dios le ha dado de intensa formación espiritual, litúrgica, doctrinal. Bendigamos al Señor.
Creo que sin temor a equivocarme muchos sacerdotes y religiosos (as) toman ya como pretexto la disposición de ánimo o actitud interior en esto de los consejos evangélicos sobre todo con el de la pobreza y a mi perecer y con todo respeto no dan mucho testimonio de pobreza cuando se les ve en carros o camionetas de lujo y esto lo digo porque así lo he visto yo mismo y no porque me lo contaron, pero se que la pobreza cuando no se ama (o se vive sin gracia) se vive con mucha dificultad y muy apegado a los bienes, me quedo con lo que menciona de San Agustín:
"dada la situación del hombre caído, es muy difícil que posea los bienes terrestres sin que, de hecho, el afecto le quede más o menos prisionero de ellos (cf. Sermo 177,6; Sermo 278,10)"
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