(169) De Cristo o del mundo -XI. Los mártires de los primeros siglos. 1
–Yo…
–Ya. Y punto.
«Decíamos ayer» (Fray Luis de León)… cómo Cristo y los Apóstoles veían y hablaban del mundo presente pecador. Describiré ahora cómo veían los cristianos de los primeros siglos el mundo en que vivían o, por mejor decirlo, mal-vivían.
Las pequeñas comunidades cristianas, a partir de la primera de Jerusalén, se van multiplicando por todo el Imperio romano. No se distinguen en ellas todavía más que pastores y laicos, aunque también hay algunos ascetas y vírgenes, que viven en sus familias o aislados, o quizá a veces asociados, en modos hoy escasamente conocidos.
Desde el año 64 hasta el 313 vive la Iglesia en una situación martirial. Roma, habitualmente tolerante con todas las religiones indígenas o extranjeras, sin embargo, emite en el año 64 contra los fieles de Cristo un edicto de proscripción, el llamado institutum neronianum: que «los cristianos no existan»: «cristiani non sint». En efecto, negándose los cristianos a dar culto al emperador y a otras manifestaciones de la religiosidad oficial romana, se hacen infractores habituales del derecho común, y vienen a incurrir en crimen de lesa majestad (lex majestatis).
La persecución contra un cristiano o contra la Iglesia puede desencadenarse en cualquier momento, y de hecho se produce de vez en cuando, partiendo de estímulos diversos: la crueldad de un cónsul autoritario, asuntos de venganza, de envidia o de interés económico, distracción del pueblo en momentos políticos conflictivos, freno de un crecimiento excesivo de la comunidad cristiana en cierta región, etc. Pasada la tormenta, a veces terrible, sobreviene normalmente un tiempo más o menos largo de tregua. Según cálculos de Paul Allard, «la Iglesia atravesó seis años de padecimientos en el siglo I, ochenta y seis en el II, veinticuatro en el III, y trece al principio del IV» (El martirio, Fax, Madrid 1943, 3ª ed., pg.87). Nótese, en todo caso, que hubo en las persecuciones grandes diferencias de unos a otros lugares del Imperio.
El sentido jurídico de Roma se ve puesto a prueba por los cristianos, que al multiplicarse tanto en algunas regiones, llegan a crear situaciones muy embarazosas. Es significativo el rescripto imperial de Trajano (año 112), que dispone no buscar de oficio a los cristianos (conquirendi non sunt); condenar a los que fueran denunciados y permanecieran en su fe; y absolver a los que renunciaran a la fe, demostrándolo con algún acto claro de religiosidad romana. «Gracias» a esta ley, vigente en todo el siglo, consta la libertad de los mártires, pues la apostasía podría siempre liberarles de la pena.
El régimen legal romano contra la Iglesia se endurece en el siglo III y comienzos del IV. Edictos sucesivos disponen que la autoridad romana debe buscar a los cristianos (conquirendi sunt), para obligarlos a apostatar. La autoridad imperial exige a los cristianos certificados de haber sacrificado a los dioses. Prohíben absolutamente frecuentar los cementerios o celebrar la liturgia. Y las penas que se imponen son muy graves: muerte, destierro, confiscación de los bienes, exilio, esclavitud, trabajo en las minas… Para los cristianos, según esto, el ambiente del mundo es de persecución o, al menos, de menosprecio social y marginación más o menos acentuada. El influjo cultural y político de la Iglesia sobre el mundo es, lógicamente, mínimo.Pero el pueblo cristiano, sin embargo, no sólo alcanza a sobrevivir, sino que se va acrecentando de día en día.
Los Padres de los tres primeros siglos, lógicamente, desarrollan una teología del mundo muy próxima al Nuevo Testamento, tanto en ideas como en palabras. La majestad del mundo creado, que manifiesta continuamente la sabiduría, la bondad y la hermosura de Dios, es contemplada y predicada con frecuencia por los Padres apostólicos, como San Clemente Romano (+96). Pero al hablar del mundo predomina en los Padres de estos siglos la referencia a un mundo pecador, «enemigo del alma, instrumento o aliado de Satán para la perdición humana, reino de las tres concupiscencias, objeto de la renuncia bautismal» (Manuel Ruiz Jurado, S. J., El concepto de «mundo» en los tres primeros siglos de la Iglesia, «Estudios Eclesiásticos» 51, 1976, 93).
El sacramento del bautismo une a Cristo (sintaxis) y libera de la cautividad del mundo (apotaxis). Cuando el mundo se muestra tan hostil ala Iglesia, se impone claramente al cristiano la necesaria opción bautismal, «o de Cristo o del mundo». Es un tiempo en que las tremendas palabras de Cristo y de los Apóstoles sobre el mundo – «el mundo os odiará y perseguirá»; «el mundo entero yace bajo el poder del Maligno», etc.– son perfectamente entendidas por los cristianos, y apenas requieren más interpretación que la dada por una «exégesis histórica», real, de sentido patente. Mientras que hoy son muchos los cristianos, reconciliados con el mundo, que se escandalizan cuando Cristo habla del mundo como de «esta generación adúltera y pecadora» (Mc 8,38), los cristianos de los primeros siglos entendían ese lenguaje como algo obvio, como expresión evidente de su comunitaria experiencia.
Odiados por el mundo. «Si el mundo os odia, sabed que a mí me odió antes. Si fuéseis del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os aborrece» (Jn 17,18-21). Éstas son verdades evidentes para los cristianos de los primeros siglos. Tienen plena conciencia de ser discípulos del Crucificado, del rechazado por el mundo. Saben bien que el árbol de la Iglesia plantado en el Calvario, para dar fruto, ha de ser regado primero por la sangre de Cristo, y ahora ha de ser regado por la sangre de sus discípulos. Esta misteriosa realidad podrá causarles dolor y lágrimas, pero no les causa ninguna perplejidad o desánimo. Comprenden perfectamente que «sin perder la propia vida» no es posible ser discípulo de Jesús (Jn 12,25). Ya desde el siglo I, en tiempos de Nerón, se considera que los cristianos son gente mala. Se les culpa de pestes y desgracias, y se grita «¡a las fieras!» cuando, por ejemplo, se ha perdido una guerra, tomándolos así como chivos expiatorios.
Despreciados por el mundo. La perseguidores no necesariamente desprecian a los grupos o personas perseguidos, ya que pueden considerar su valía, aunque sea odiándola. Pero los cristianos son considerados en el mundo romano generalmente como hombres despreciables. El cristiano de esos siglos ha de soportar, para mantenerse cristiano, que el mundo le tenga por tonto.
Minucio Félix, apologista del siglo II, dice que los paganos consideran a los cristianos como una «raza taimada y enemiga de la luz del día, solo habladora en los rincones solitarios» (Octavius VIII,3-4; X,2). Se escuchan comentarios como éste: «es un hombre de bien, dice uno, este Gayo Seyo; ¡lástima que sea cristiano!» (Tertuliano +220, Apologet. III,1). Estiman los paganos que los que predican el Evangelio suelen ser «pelagatos, zapateros, bataneros, gentes sin ninguna clase de educación ni de cultura», que sólo se atreven con niños, mujerucas y gente ignorante, pero que se escurren en cuanto aparece alguien ilustrado (Orígenes +253, Contra Cels. III,55). Todavía a comienzos del siglo IV los cristianos son con frecuencia considerados stulti (tontos, estúpidos), como se refleja en la obra de Arnobio el Viejo (converso apologista: Adv. nationes I,59). E incluso a fines de ese siglo no es raro ese juicio en la sociedad romana, sobre todo en la más culta (Seudo Ambrosio, Quæstiones Veteris et Novi Testamenti, q.124).
Exiliados del mundo. «Sois extranjeros y peregrinos» en este mundo (1Pe 2,11; +1,17). Tampoco es difícil por entonces para los cristianos entender la veracidad de tales palabras. Situados fuera de la ley por ser cristianos –no por hacer esto o lo otro–, en cualquier momento pueden verse abatidos por la persecución. Y si por parte de alguien son objeto de una injusticia, habrán de soportarla pacientemente, no solo por seguir el consejo de Cristo, sino porque el ofensor podría acusarles de ser cristianos… Todo esto sitúa de hecho en el mundo a los cristianos como exiliados voluntarios, que entienden la actualidad permanente del Éxodo sin necesidad de mayores hermenéuticas bíblicas, y que aceptan sin dificultad ese calificativo de forasteros y peregrinos, pues éstas son palabras que dan el «sentido espiritual» de un «sentido histórico» que ellos ya están viviendo.
El mundo secular, en efecto, querría desterrar o mejor suprimir a los cristianos, pues los siente extraños al cuerpo social (christiani non sint). Y los ve también peligrosos, como un tumor que cualquier día puede acabar con la salud del cuerpo social del Imperio.
Celso, con sobria argumentación romana, decía: «La razón quiere que de dos partidos en presencia se elija uno u otro. Si los cristianos se niegan a cumplir con los sacrificios habituales y a honrar a los que en ellos presiden, en tal caso no deben ni dejarse emancipar, ni casarse, ni criar hijos, ni desempeñar ninguna obligación de la vida común. No les queda sino marcharse muy lejos de aquí y no dejar tras de sí posteridad alguna; de este modo semejante ralea será completamente extirpada de esta tierra» (Orígenes, Contra Cels. VIII,55).
En la inscripción de Arykanda se lee esta petición popular dirigida al emperador, a quien se reconoce de «la estirpe de los dioses»:… «Nos ha parecido bien dirigirnos a vuestra inmortal Majestad y pedirle que los cristianos, rebeldes desde hace tanto tiempo y entregados a esta locura, sean finalmente reprimidos y no quebranten más con sus funestas novedades el respeto que se debe a los dioses. Esto podría conseguirse si por medio de un divino y eterno decreto vuestro se prohibieran e impidieran las odiosas prácticas de estos ateos y se les forzara a todos a rendir culto a los dioses, congéneres vuestros» (Gustave Bardy, La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Desclée de B., Bilbao 1961, 274).
Patética es también la situación de los primeros cristianos en las Galias, según refiere la crónica de los mártires de Viena y Lión hacia el año 177: «Los siervos de Cristo, que habitan como forasteros en Viena y Lión de la Galia, a los hermanos de Asia y Frigia, que tienen la misma fe y esperanza que nosotros en la redención… Cuánta haya sido la grandeza de la tribulación por que hemos pasado aquí, cuán furiosa la rabia de los gentiles contra los santos y qué tormentos hayan tenido que soportar los bienaventurados mártires… no es posible consignarlo por escrito… Y así, no sólo se nos cerraban todas las puertas, sino que se nos excluía de los baños y de la plaza pública, y aun se llegó a prohibir que apareciera nadie de nosotros en lugar alguno». En este ambiente social se produjo allí el martirio del obispo Potino y de otros muchos fieles.
Tragedias familiares. «Entregará el hermano al hermano a la muerte, se alzarán los hijos contra los padres…» (Mt 10,21). «Vine a separar al hombre de su padre... El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí…» (10,35-37). También estas palabras tienen en la época un claro sentido literal. Las tragedias familiares, anunciadas por Cristo a los hijos del Reino, son relativamente frecuentes, y sin afrontar fielmente al menos su posibilidad, no es posible ser cristiano. Casos como el que sigue fueron muy frecuentes:
Ante Probo, gobernador de Panonia, comparece el joven padre cristiano Ireneo, obispo de Sirmio. Sujeto a durísimos tormentos, se niega a sacrificar a los dioses. Sus niños, «abrazándose a sus pies, le decían: “Padre, ten lástima de ti y de nosotros”. Todos sus parientes lloraban y se dolían de él, gemían los criados de la casa, gritaban los vecinos y se lamentaban los amigos, y como formando un coro, le decían: “Ten compasión de tu poca edad”». Pero Ireneo resiste y se mantiene en la confesión de su fe. Llamado de nuevo a comparecer, Probo le pregunta si tiene mujer, hijos, parientes. A todo responde Ireneo que no. «Pues ¿quiénes eran aquellos que lloraban en la sesión pasada?». Responde: «Hay un precepto de mi Señor que dice: “El que ama a su padre o a su madre o a su esposa o a sus hijos o a sus hermanos o a sus parientes por encima de mí, no es digno de mí”. Así, mirando hacia el cielo, a Dios, y puesta su mente en las promesas de él, todo lo menospreció, confesando no conocer ni tener pariente alguno sino él. Probo insiste: “Siquiera por ellos, sacrifica”. Ireneo responde: “Mis hijos tienen el mismo Dios que yo, que puede salvarlos. Pero tú haz lo que te han mandado”». Murió a espada y fue arrojado al río (Actas de los mártires. San Ireneo, Ob. de Sirmio, en Panonia).
Por otra parte, el mundo romano, tan piadoso hacia los antepasados, considera que los cristianos son hombres impíos, sin piedad familiar, que no cumplen hacia sus difuntos las venerables tradiciones cultuales. En la consideración de los paganos, a veces incluso familiares, quien se hace cristiano «se coloca fuera de la tradición, rompe con el pasado, tacha de falsos a sus antepasados. Y todo esto es suficientemente grave como para constituir a los ojos de muchos un obstáculo casi insalvable para la conversión» (Bardy, ob. cit. 257).
También los matrimonios mixtos ponen con frecuencia al cónyuge cristiano en una situación extremadamente difícil, pues, sobre todo la mujer, entra a vivir en un clima familiar continuamente marcado por la idolatría y el paganismo. Por eso los Padres y concilios los prohíben o los desaconsejan vivamente.
Ésta era la situación de los primeros cristianos en el mundo secular. Veremos, Dios mediante, cómo vivían en un marco tan hostil los pastores apostólicos y el pueblo cristiano.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
8 comentarios
Gracias por su labor.
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JMI.-Gracias, N., por tu gratitud.
Y eso de stulti me lo han dicho varias veces. Sin llegar a su nivel, se ve una vuelta hacia aquella epoca de intolerancia y de rechazo.
cada vez que arremeten contra la Iglesia Católica y los cristianos que viven en conformidad con la voluntad de Dios.
Este mensaje no es necesario que se publique.
Cristo Jesús y María Santísima le bendiga siempre
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JMI.-Gracias, lo corrijo.
En vez de spm, es son.
Si la persecución cruenta ahora no arrecia, no es por falta de persecutores sino porque nos hemos dejado comprar. Siempre el perseguidor quiere comprar al enemigo. Así, los romanos pedían tan sólo unos granos de incienso a cambio de la vida, porque les desagradaban las ejecuciones, puesto que no eran sádicos y les constaba la inocencia de las víctimas.
Usted Padre ha dado la clave en anteriores artículos : aceptamos las "conciliaciones" seductoras del demonio y callammos, callamos demasiado frente a las afrentas diarias, ¡que digo!, horarias, que recibe la realeza de NSJC.
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JMI.-Así es. Por ahí va la cosa.
Espero desarrollarlo un poco en los próximos artículos.
Y si el alcalde consiente estas maldades en su propio ayuntamiento, para ir aniquilando la virtud de la castidad, en tantos niños, sería mejor para ellos el no haber nacido que corromper a esas criaturitas matando sin piedad su inocencia.
Los niños que se le dan ese tipo de educación, en primer lugar, no son de padres cristianos, sino de ateos pervertidos. Crecen en la impiedad, y cuando son adultos, les vemos por las calles luchando contra el buen orden, y cometiendo todo tipo de delitos.
Dice el Señor que es inevitable que haya escándalos en el mundo, pero hay de quien venga esos escándalos.
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JMI.-La persecución del Imperio Romano era muchísimo menor.
Señor, ten piedad.
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