De monjas y poder temporal

En la Historia ha habido monjas de fuste que, lejos de ser doncellas apocadas o señoras timoratas, han sido mujeres de pro, que participaron en la vida social de su tiempo de una manera decisiva (no siempre con igual fortuna, sin embargo). Y es que el velo religioso en la Iglesia Católica no ha sido símbolo de sujeción, discriminación o explotación de las mujeres que lo tomaron, aunque a veces se las haya considerado una especie de sirvientas (no servidoras) de la Iglesia y domésticas de los sacerdotes. Por el contrario, las órdenes y congregaciones femeninas permitieron en el pasado a sus miembros una efectiva autonomía e independencia. Contrariamente a lo que se suele pensar, las monjas de la Edad Media y de la Edad Nueva eran personas letradas y cultas. La tradición fue comenzada por Santa Paula y su hija Santa Eustoquio, amigas de San Jerónimo, que fundaron un cenobio en Belén, donde se dedicaban al estudio de la Sagrada Escritura guiadas por el doctor dálmata. También ejercieron muchas veces influencia en su tiempo. Vamos a repasar aquí algunos casos de monjas célebres que tuvieron relación especial con el poder temporal.

Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179) fue contemporánea de San Bernardo. Ambos fueron personajes de enorme talla moral, que se granjearon el respeto de los grandes de este mundo, a quienes no temían tratar de tú a tú. La monja renana era mujer de grandes vuelos intelectuales y místicos. Dominó la gran mayoría de disciplinas en el campo del conocimiento de su época. Fue una célebre predicadora, habiendo realizado cuatro viajes por Alemania para el apostolado de la palabra. En sus arengas fustigaba con energía la corrupción del clero y la herejía cátara con arrestos propios de un Padre de la Iglesia. A los gobernantes instaba a reprimir a los herejes con decisión, pero también con caridad y sin ajusticiarlos. Las más altas personalidades eclesiásticas y civiles del Imperio la hicieron su consejera. Al mismísimo emperador Federico I Barbarroja, que la apreciaba, dirigió una serie de cartas amenazadoras en las que condenaba su oposición al papa Alejandro III y su favorecimiento del cisma. Ningún otro que esta intrépida monja se atrevió a tanto.

Pasamos al siglo XIV, tiempo de peste, de guerras, de hambre, de grave crisis de la sociedad y de la Iglesia. El Papado se halla refugiado en Aviñón porque Roma es ingobernable. Pero tantas décadas fuera de la sede natural del Vicario de Cristo no pueden ser beneficiosas a su autoridad. Ningún príncipe ni cardenal logra convencer al Papa de la necesidad de volver a orillas del Tíber. La insistencia de dos monjas místicas lo consiguió: la de la noble sueca Brígida (1302-1373) y la de la terciaria dominica Catalina Benincasa (1347-1380). Pero no sólo actuaron en asuntos puramente religiosos. La primera, rica viuda que tomó el velo y fundó la orden del Santísimo Salvador, fue mujer de aprestos. Viajó mucho por la Cristiandad. A sus 68 años emprendió una peregrinación a Tierra Santa, pasando al regreso por los reinos de Chipre y de Nápoles, donde tuvo ocasión de intervenir con sus admoniciones. En Famagusta, donde residía la corte chipriota, reconvino al rey Pedro II de Lusiñán por los desórdenes de la familia real y la impiedad de sus súbditos. En la capital partenopea frenó con decisión los ímpetus de la reina Juana I, que vivía muy desenfadadamente para escándalo de toda la cristiandad. En cuanto a la segunda, Catalina de Siena, llegó a desempeñar en 1376 una embajada en representación de Florencia para negociar la paz entre esta república y el Estado Pontificio: tanto era su ascendiente en la sociedad de aquel tiempo.

El Papado regresó definitivamente a Roma en 1370 con Gregorio XI. La situación en Italia volvía a encresparse y los romanos, soliviantados, interfirieron gravemente en el cónclave que siguió a la muerte de aquel pontífice. Sobrevino el cisma de 1378 y hubo un papa en Roma y otro en Aviñón, cada uno con sus respectivas obediencias en Occidente. En ambas hubo personas de reconocida santidad: Catalina de Siena, Catalina de Suecia (hija de Santa Brígida) y Gerardo de Groote (fundador de los Hermanos de la Vida Común y uno de los impulsores de la devotio moderna ) se alinearon con Roma; Vicente Ferrer (el mayor predicador de su tiempo), Coleta de Corbie y el joven príncipe Pedro de Luxemburgo (más tarde cardenal), con Aviñón. Nos interesa en particular Santa Coleta de Corbie (1381-1447), terciaria franciscana primero y monja clarisa después, artífice de la reforma de la Segunda Orden seráfica con la bendición de Benedicto XIII, el gran papa Luna.

Coleta fue una anticipación de Santa Teresa de Jesús, pues se dio a recorrer las rutas de la Cristiandad para extender la fiel observancia de los principios franciscanos, consiguiendo la reforma incluso de conventos de la Orden Primera. Aparte de sus correrías apostólicas –en las que recabó, gracias a su fascinante personalidad, el apoyo de príncipes, prelados y capitanes para su osada empresa– hay que consignar sus relaciones con los poderosos. En Nápoles reinaban Jaime II de Borbón, conde de la Marca, y su segunda esposa Juana II de Anjou-Durazzo. De la primera mujer de aquél, Beatriz de Navarra, habían nacido tres hijas, dos de las cuales quisieron profesar en la orden de Santa Clara de acuerdo con la reforma coletina. El Rey se conmovió por la decisión de las princesas y se convirtió en devotísimo de Santa Coleta, que lo convenció de poner orden en su vida, hasta entonces tan agitada como poco piadosa. Como su matrimonio con Juana II no era sino una sucesión de incomprensiones e intrigas, acabó por abandonar Nápoles y marchó a Francia, donde apoyó a Carlos VII contra los ingleses y fue nombrado gobernador del Languedoc. Al morir su mujer decidió, bajo la inspiración de Santa Coleta, hacerse franciscano. Ella le dispensó del año de noviciado y profesó en el hospicio de frailes anejo al convento de clarisas de Besançon en el Franco-Condado, donde murió santamente.

Y, como se ha mencionado a la gran Doctora del Carmelo, vamos a ocuparnos de ella a propósito de nuestro tema. Teresa de Cepeda y Ahumada (1515-1582) es una de las figuras más extraordinarias de la Historia de la Iglesia. Emprendió la gran reforma religiosa del siglo XVI como lo fue la de los carmelitas contra viento y marea, con la oposición cerrada de los partidarios de la observancia relajada que ella quería combatir con sus nuevas fundaciones. Trató con los orgullosos Grandes de España y se carteó con el mismísimo Felipe II, que quedó encantado con la personalidad de la santa, a la cual no le dolían prendas para exhortar al potentísimo Rey Católico para que le apoyase contra las intrigas inquisitoriales con estas francas palabras que sonaban a reclamo: “si no me protegéis con mis pobres carmelitas, ¿qué será de nosotras sin otro apoyo en el mundo?” . A la soberbia y prepotente princesa de Éboli, amiga del monarca, que quería inmiscuirse en la reforma carmelita y desviarla del camino trazado por Teresa, ésta la puso en su sitio sin empacho alguno.

De España pasemos a Francia por el tiempo del reinado de Luis XIII (1610-1643). Era éste un hombre que había crecido en el apocamiento bajo la regencia de una madre dominante, María de Médicis. Pero de vez en cuando tenía raptos de energía que se revelaron acertados, como el derrocamiento del mariscal de Ancre y el nombramiento de Richelieu como ministro. Casado por política con Ana de Austria, hermana mayor de Felipe IV de España, no sentía hacia su esposa ninguna afección y veía en ella a la cabeza de una camarilla intrigante. Se refugiaba en sus favoritos y en algunas amigas platónicas. Entre estas últimas figuró Louise Motier de La Fayette (1618-1665), dama de honor de la Reina. En 1635, con tan sólo dieciséis años, cautivó con su candor y modestia el ánimo de Luis XIII, que se hallaba entonces bajo la influencia de Marie de Hautefort, a la cual reemplazó en los favores del soberano. El cardenal de Richelieu intentó manipularla para sus intereses, pero Mademoiselle de La Fayette se mostró leal a su amistad regia y supo resistir a las presiones del ministro. Éste decidió entonces neutralizar su influencia, convenciéndola, a través de su confesor el P. Caussin, de entrar en religión. La amiga del Rey aceptó y quiso hacerse carmelita, pero fue disuadida de este primer impulso y acabó por ingresar en la orden de la Visitación. A su convento solía acudir Luis XIII para mantener coloquios con su antigua y querida amiga, la cual no solamente le aconsejaba en muchas materias, sino que intervino eficazmente en la reconciliación del Rey con Ana de Austria, instando a aquél a acercarse a ésta, de lo cual nació el futuro Luis XIV, al cabo de veinticinco años de matrimonio. Puede decirse, pues, que Sor Angélica (nombre que adoptó Mademoiselle de La Fayette al tomar el hábito de salesa) fue decisiva en el rumbo que tomó Francia gracias al nacimiento de aquel que fue llamado Dieudonné, “el dado por Dios”.

Otra monja española nos viene a la memoria a propósito de amistades con reyes: Sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665), concepcionista y fundadora del monasterio de su orden en su ciudad natal. Gran mística, sus raptos extáticos no le impidieron ser una mujer con los pies en el suelo y consciente de la situación de la España de su tiempo. Su fama de santidad atrajo al rey Felipe IV, que fue a visitarla a Ágreda cuando marchaba hacia Aragón con motivo de la guerra catalana. Tan maravillado quedó el Rey con Sor María de Jesús que le pidió mantener correspondencia, a lo que accedió ella con la anuencia y mandato de su confesor. El epistolario entre el Austria y la monja soriana es admirable por los consejos que da ésta a aquél, no sólo espirituales sino en materia de gobierno. Consideró la política del conde-duque de Olivares nefasta para la monarquía y exhortó al Rey a gobernar sin privados. Le aconsejó sabiamente que evitara la ruptura con Aragón por la cuestión del Tribunal de la Fe. Se atrevió incluso a proponer un plan de paz para las negociaciones de Westfalia que debían poner fin a la Guerra de los Treinta Años, abogando por la paz con Francia para poder conservar Portugal. Felipe no siempre siguió el criterio de la abadesa, pero las cartas siguieron intercambiándose entre ambos hasta la muerte de ella.

Sin salir de España ni de la orden concepcionista, toca ahora referirse a Sor Patrocinio, la monja de las Llagas (1811-1891), amiga de la reina Isabel II la de los Tristes Destinos. La época ya no era la de la España imperial y católica, sino la de la España decadente de la época liberal y de las desamortizaciones. En 1843 la habían visitado en su convento de La Latina una Isabel niña y su madre la Reina Gobernadora. Surgió entonces un afecto entre la monja y la joven reina que ni las vicisitudes de ambas de ni la lejanía ni el paso del tiempo pudieron afectar. Sor Patrocinio apoyó el matrimonio de Isabel con su primo Francisco de Asís de Borbón, que también le tenía un gran cariño. Su ascendiente sobre la Reina fue tal que se le atribuyeron muchas medidas de gobierno y se ganó la enemiga de los políticos del momento: Bravo Murillo, O’Donnell, Espartero… Fue trasladada varias veces de convento y sufrió incluso el destierro. En 1868, caída la monarquía, los revolucionarios también la persiguieron, obligándola a cruzar la frontera. Durante su exilio escribió una nueva y más austera regla para su Orden y, vuelta a España por voluntad del rey Alfonso XII, se dedicó a fundar y reformar los conventos concepcionistas hasta el fin de sus días.

Y de esta manera llegamos a una monja de nuestros días, una dominica por más señas. Nacida en tierras australes es una mujer dinámica y dicharachera y que se mueve mucho por sus conventos. Va de uno a otro defendiendo su causa, pero no se crea que se trate de la reforma de la Orden de Predicadores (¡ojalá!), sino de una empresa más terrenal: la defensa de Cataluña y de la catalanidad (léase catalanismo). En una entrevista con Josep Cuní para TV3 (“la nostra”) afirma que "siempre tengo que dar explicaciones en los conventos" por defender a Catalunya. "En Valencia tenían a Catalunya estigmatizada". Creemos que la buena de sor Lucía confunde los términos y los conceptos porque en Valencia nunca se ha estigmatizado a Cataluña: lo que se ha rechazado es el catalanismo y su derivación imperialista que es el pan-catalanismo, lo cual es muy distinto. Es obvio que a una dominica valenciana –no por ser dominica sino por ser valenciana– no le debe hacer ninguna gracia que le vengan con aquello de que su tierra es uno de los Països Catalans , ni tampoco las personas que promueven una política en ese sentido (como antes el pujolismo y ahora Carod). Pero esto es una cuestión opinable, que no toca la entraña religiosa, que es de lo que verdaderamente tendría que preocuparse una monja emprendedora como la hermana Caram, que parece más celosa de “la fe en el catalanismo” que de la fe católica que se supone que profesa.

Y si se ocupa de política –cosa nada vituperable, pues de eso se han ocupado también otras monjas y santas a través de la Historia– ha de ser para hacer prevalecer la causa de Dios, los derechos de la Iglesia, la moral cristiana y el bien común, que fue lo que hicieron las predecesoras de nuestra dominica. Lo que no se comprende en absoluto es que una esposa de Cristo emplee sus recursos, sus talentos y sus dotes de comunicación en hacer la apología de un político no precisamente católico, ni tan siquiera cristiano, sino agnóstico. De él dice: "se define como un agnóstico singular, pero yo creo que es un creyente y que estamos en gran sintonía porque estamos trabajando para la misma causa". Sabemos por cuál causa milita y trabaja Carod Rovira: una que contempla aspectos inadmisibles para una persona cristiana (¡cuánto más para una monja!) como el laicismo, la despenalización del aborto y de la eutanasia y la regulación del suicidio. Sor Lucía o está de acuerdo con esos aspectos o no sabe realmente quién es su héroe y habla a tontas y a locas por halagarle. Otra perla de la monja: “Es mucho más creyente de lo que él se piensa, dice que es agnóstico porque toca decirlo, socialmente es lo que toca, pero Carod tiene una respecto al evangelio que ya querrían muchos cristianos”. Tanto respeto que cuando fue con Maragall a Tierra Santa no se le ocurrió mejor cosa que mofarse de los símbolos de la Pasión de Cristo. ¿Y eso es lo que querrían muchos cristianos? ¿Y ese acomodamiento a la moda del día? ¿Cómo se come eso de que toca decir hoy socialmente que se es agnóstico?

Cuidado, querida hermana Caram, está en terreno resbaladizo. Nadie pone en cuestión su actividad y su implicación en los problemas del mundo, porque, como hemos visto, es cosa compatible con el estado religioso siempre que se tenga en mira lo que debe ser el norte de un religioso: la gloria de Dios y la salvación de las almas. Las Hildegardas, las Brígidas, las Catalinas, las Coletas, las Teresas, las Angélicas, las Ágredas y las Patrocinios fueron protagonistas en el mundo que les tocó vivir, pero lo fueron “a lo Dios”, “a lo católico”, para incremento de la religión. Frecuentaron a los grandes no para adularles y quedar bien ni para obtener de ellos aprobación o mercedes personales, sino para recordarles sus deberes y conseguir el bien de muchos. Nadie le reprocha su amistad y trato con Carod si ello lleva a la conversión de este político, pero mucho nos tememos que es él quien la va a convertir a usted… si es que no lo está logrando ya.

Aurelius Augustinus