El Cielo (y III)

La palabra «visión» tiene un doble sentido: si por un lado se refiere al acto propio de la vista, por otro expresa el conocimiento intelectivo. De esta manera, la visión beatífica de Dios en el cielo, hace referencia a la visión de Dios directamente, sin intermediarios y que como tal, es un acto de la inteligencia al que necesariamente sigue el amor y el gozo: acto de la inteligencia por el cual los bienaventurados ven a Dios, clara e inmediatamente, tal como es en sí mismo (1).

a) La visión directa de Dios en el Cielo es afirmada por la Sagrada Escritura. En el cielo veremos a Cristo, Dios y Hombre verdadero para siempre, y también al Padre y al Espíritu Santo, directamente. En el Nuevo Testamento lo encontramos, en los siguientes textos:

- Mt 5,8: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».

- 1 Jn 3,2: «Carísimos, desde ahora somos hijos de Dios y todavía no se ha manifestado lo qué seremos; sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como es».

- 1 Cor 13,12: «Ahora vemos en un espejo, en un enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido». Si ahora conocemos a Dios mediante imágenes (creación y conocimiento natural de Dios; también a través de lo que el Señor, hablando y actuando al modo humano, ha manifestado de Sí mismo por medio de la Revelación sobrenatural); pero después, veré al mismo Dios.

b) La visión de Dios en el Cielo, verdad de fe definida por el Magisterio de la Iglesia:

- Benedicto XII: «Por esta constitución, que ha de valer para siempre, por autoridad apostólica definimos que… (las almas de los bienaventurados)…vieron y ven la divina esencia con visión intuitiva y facial, sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino por mostrárseles la divina esencia de manera inmediata y desnuda, clara y abiertamente, y que viéndola así, gozan de la misma divina esencia, y que, por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eterno» (Denz. 530).

- Concilio de Florencia: en su decreto para los griegos enseña que las almas de los que mueren sin necesidad de purificación, o después de realizada en el purgatorio, son «inmediatamente recibidas en el cielo y ven claramente a Dios mismo, trino y uno, tal como es; unos, sin embargo, con más perfección que otros, conforme a la diversidad de los merecimientos» (Denz. 693).

- Inocencio III: algo similar había enseñado este Romano Pontífice, al decir que «la pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios» (Denz. 410).

- Clemente V, al condenar en el concilio de Viena los errores de los begardos y beguinas, idem que el anterior, ya que una de las proposiciones heréticas era que «el alma no necesita la luz de la gloria para ver a Dios y gozarle bienaventuradamente» (Denz. 475).

La naturaleza de la visión beatífica se puede sintetizar, con el padre Antonio Royo Marín (2), como la pura y simple intuición de la divina esencia realizada por el entendimiento creado elevado y fortalecido por el «lumen gloriae», sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino mostrándosele la divina esencia de manera inmediata y desnuda, clara y abiertamente, tal como es en sí misma. Esto nos sirve de introducción para el siguiente punto:

c) La visión directa de Dios y el «lumen gloriae». La promesa de la visión de Dios implica una participación en la intimidad de la vida divina. Como hemos indicado en el punto anterior, la visión beatífica está atestiguada por la Biblia. Para que esta visión sea posible, es necesario que el entendimiento de la criatura sea elevado y fortalecido sobrenaturalmente. A esta ayuda y capacitación se la llama «lumen gloriae», luz de la gloria. Textos de la Escritura vienen en apoyo de esta verdad, como por ejemplo el Salmo 35 («Porque en ti está la fuente de la vida, y en tu luz veremos la luz»); o el Apocalipsis, cuando describe la Ciudad Celestial: «La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero. Noche ya no habrá; no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (3). Por otra parte podemos decir que incluso al místico le está vedada la visión directa de Dios, por ser tan grande la incapacidad natural humana para contemplar inmediatamente a Dios: el conocimiento humano se abrasaría, se cegaría, si la luz y el fuego divinos penetraran inmediatamente en él (4).

d) Objeto de la visión beatífica. El objeto de la visión beatífica es doble: el objeto primario es el mismo Dios; el secundario, las criaturas. En el objeto primario hay que distinguir las cosas que pertenecen a Dios de una manera necesaria, tales como su esencia, atributos y relaciones; y las cosas libres, como los actos de su libre voluntad.

Los bienaventurados ven claramente a Dios tal como es en sí mismo: uno en esencia, trino en personas, con todos sus atributos esenciales. El Concilio de Florencia define que las almas de los bienaventurados «ven claramente a Dios mismo, trino y uno, tal como es; unos, sin embargo, con más perfección que otros, conforme a la diversidad de los merecimientos» (Denz. 693).
Por otra parte, los bienaventurados en el cielo no ven «terminativamente» todos los actos que dependen de la libre voluntad de Dios, sino sólo los que Dios quieren que vean.

Respecto al objeto secundario, los bienaventurados no ven en la esencia divina todas las cosas posibles, ni siquiera todas las que Dios ve como presentes. Además, los bienaventurados ven en la esencia divina todo lo que les interesa de las cosas pasadas, presentes y futuras. Para terminar con este apartado, hay que precisas que la gloria esencial del alma será eternamente la misma que en el momento de entrar en el cielo, pero la gloria accidental puede aumentar y aumenta de hecho en los bienaventurados. La gloria accidental no es otra cosa que la alegría que proviene de la felicidad de los demás, del gozo que nos dará su compañía y de los especiales méritos que algunos hayan alcanzado (5).

e) El amor de Dios y la intimidad con Dios en el Cielo. La caridad, el amor de Dios, como explica San Pablo, no decaerá nunca: allí los bienaventurados amarán a Dios, pero no creerán en Él, porque ya no necesitan la fe, sino que ven a Dios cara a cara; ni habrá esperanza, porque los bienaventurados poseerán a Dios, que es el objeto de la esperanza (6). La felicidad del cielo implica la unión con Dios por el amor, un amor mucho más intenso que en la tierra, ya que lo veremos cara a cara; allí sí que cumpliremos a la perfección el mandato del amor: con todo el corazón, con toda el alma, toda la mente (7). En el Cielo poseeremos a Dios como se «posee» a una persona – tres Personas en este caso -: poseer una persona es tener con ella una relación de mutuo conocimiento y mutuo amor. El Catecismo afirma en este sentido: «Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama «el cielo». El cielo es el fin último y la realización de de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (8)

f) Deificación de las almas y de los cuerpos. La Tradición de la Iglesia explica la unión sin confusión entre Dios y cada uno de los bienaventurados: «Así como el hierro echado en fuego se hace ascua, y aunque no se mude su naturaleza parece sin embargo otra cosa tan distinta, como es la del fuego, del mismo modo los que son admitidos en aquella gloria celestial, inflamados con el amor de Dios, de tal suerte se mudan que – aunque no dejen de ser lo que son – con razón puede decirse que distan más de los que viven en el mundo que el hierro hecho ascua del que está totalmente frío» (9). Se trata de una divinización del alma y de sus potencias (inteligencia, voluntad, afectividad), que también redundará en el cuerpo una vez resucitado, y que ya empezó en la tierra, cuando por la gracia del Espíritu Santo se hace hijo de Dios el bienaventurado, identificándose cada vez más con el Hijo. Esta íntima unión fruto de la visión beatífica no significa que la criatura se disuelva en el Creador: la criatura humana seguirá siendo ella misma y, tras la Resurrección Universal, tendrá también su propio cuerpo glorificado.

San Pablo nos dice que «nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a sí todas las cosas» (10).

En la carta de San Pablo a los Corintios, leemos:

«Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los cuerpos terrestres. Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de otra en resplandor. Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza; resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual» (11). Con estas bases (y otras referencias de la Sagrada Escritura, como el fulgor de Moisés (12)), que indican como la cercanía de Dios y la perfecta unión del cuerpo con el alma del bienaventurado afectan a lo corporal, se concluyen las siguientes propiedades de los cuerpos gloriosos:

o Impasiblidad: preservados de la muerte y del dolor. El Catecismo de San Pío V lo describe de la siguiente forma: «El primero es la impasibilidad, esto es, una gracia y dote que hará no puedan padecer molestia ni sentir dolor ni quebranto ninguno. Y así, ni podrá dañarlos el rigor del frío, ni el ardor del fuego, ni el furor de las aguas. Siémbrase en corrupción – dice el Apóstol – y se levantará en incorrupción (1 Cor 15,42). Y el haber llamado los escolásticos a esta dote más bien impasibilidad que incorrupción, fue por dar a entender lo que es propio del cuerpo glorioso; porque no tienen común la impasibilidad con los condenados, cuyos cuerpos, aunque incorruptibles, pueden ser abrasados, ateridos y atormentados de varios modos» (13). El fundamento se encuentra en la Sagrada Escritura como se puede ver, por ejemplo en Is 49,10; Apoc 7,16-17 y Apoc. 21,4.

o Sutileza: como el Cuerpo Glorioso de Jesucristo, los cuerpos en el Cielo podrán penetrar a través de otros cuerpos, porque el cuerpo, sometido de modo total y perfecto al espíritu, se asimila a éste en sus propiedades. Es la principal cualidad del cuerpo glorioso y el fundamento de todas las demás. Como enseña el Concilio de Trento, el cuerpo bienaventurado se sujetará completamente al imperio del alma y la servirá y será perfectamente dócil a su voluntad (14). Es la espiritualización del cuerpo glorificado, en cuanto que será elevado a una sumisión total y perfecta al espíritu, al que se asimilará en sus propiedades. Su fundamento se encuentra en el texto de San Pablo de 1 Cor 15,44: «Se siembra en cuerpo animal y se levanta cuerpo espiritual. Pues si hay cuerpo animal, también lo hay espiritual».

o Agilidad: libres del peso y ataduras de la vida presenta, capaces de ir con facilidad y desenvoltura a donde el alma desee. Explica el Catecismo del concilio de Trento, dice que por ella se librará el cuerpo de la carga que le oprime ahora y se podrá mover hacia cualquier parte a donde quiera el alma con tanta velocidad, que no puede haberla mayor (15). Aparte del texto de San Pablo anterior, encontramos esta propiedad en Is 40,31 y Sab 3,7.

o Claridad: que dará al cuerpo de los santos la irradiación y esplendor tan propios de la belleza. Es cierto resplandor que rebosa al cuerpo de la suprema felicidad del alma (16). Su base bíblica la encontramos en Mt 13,43; Sab 3,17; 1 Cor 15,41.43 y Flp 3,21.

g) Cristo y los bienaventurados den la vida eterna: El Catecismo de la Iglesia, recogiendo una expresión clásica de San Pablo explica que: «Vivir en el cielo es «estar con Cristo» (cf. Jn 14,3; Flp 1,23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven «en El», aún más, tienen allí, o mejor, encuentra allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2,17)», para añadir, citando a San Ambrosio: «Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Luc 10,121)» (17). En la bienaventuranza, ver a Jesucristo añadirá un gozo especial a nuestra visión y unión con Dios Trino. En el cielo, los bienaventurados verán a Jesús con su gloria de Hombre Resucitado, y, al verle a Él, sin velos, lo verán como Dios y, con Él, al Padre y al Espíritu Santo. De forma que Jesús será siempre el Mediador: lo fue cuando redimió al hombre; lo es ahora intercediendo ante el Padre por nosotros; y lo será siempre, no ya como intercesor, pero sí como el que nos introduce constantemente en la presencia del Padre.

h) El gozo del Cielo: Expresiones tipo «estaremos con Cristo», «ir a Cristo», conectan con la idea judía de ir al «seno de Abrahán». En los banquetes, los judíos y los pueblos orientales comían reclinados en divanes; o incluso pensemos en San Juan recostado junto a Cristo en la Última Cena (18). Pues bien, seno en griego – colpos – designa la parte del pecho del comensal vecino sobre la que reclina la cabeza, luego ir al seno de Abrahán no es otra cosa que ir a un gozoso convite en íntimo cercanía con Abrahán; en el caso del banquete nupcial de la vida eterna esta intimidad no será con Abrahán, sino con Dios.

«Dichosos los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora, si – dice el Espíritu -, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (19), dirá San Juan. Dios, que es la misma felicidad, la misma alegría, porque es el mismo amor, inunda al bienaventurado, no dejando ninguna posibilidad a la tristeza ni a la melancolía: sacia todos los anhelos del ser humano. Es algo inefable: sólo Dios sabe el abismo infinito de bienaventuranzas que tiene preparado para los que le aman (20).

i) La eternidad. «Creo en la vida eterna» es una verdad de fe revelada y definida: la eternidad de la bienaventuranza: «Ya reinan con Cristo; con Él «ellos reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22,5; cf. Mt 25, 21-23)» (21). Esta verdad la encontramos en:

o La Sagrada Escritura:

 «Pero los justos viven para siempre, y su recompensa está en el Señor, y el cuidado de ellos en el Altísimo» (Sab 5,15).

 «Y los justos irán a la vida eterna» (Mt 25,46).

 «Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna, y no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10,27).

 «Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1 Tes 4,18).

 «Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable» (2 Cor 4,17).

o El Magisterio de la Iglesia:

 Símbolo de los Apóstoles: «Creo (…) en la vida perdurable» (Denz 7).

 Concilio IV de Letrán: «Todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora llevan, para recibir según sus obras buenas o malas: los réprobos, castigo eterno con el diablo; y los elegidos, gloria sempiterna con Cristo» (Denz. 429).

 Benedicto XII: «Definimos que (…) las almas de los santos (…) tienen vida y descanso eterno (…), y que, en ellos, la visión y fruición continuará sin ninguna intermisión (…) por toda la eternidad» (Denz. 530).

 Concilio de Trento: «Si alguno dijere que el justo por sus buenas obras (…) no merece verdaderamente el aumento de la gracia, la vida eterna y la consecución de la misma vida eterna (a condición, sin embargo, de que muriere en gracia), y también el aumento de la gloria, sea anatema» (Denz. 842).

(1) Antonio Royo Marín, o.p. Op. cit. P.482.
(2) Antonio Royo Marín, O.P., op.cit. p.487.
(3) Apoc. 21,23; 22,5.
(4) Ex 33,20.
(5) cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q.89, a.1 ad 3; aa. 5 y 5; I-II, q.67, a.2.
(6) 1 Cor 13,13 y 1 Cor 8,10
(7) cf. Mt 22,37.
(8) CCE n, 1024.
(9) Catecismo Romano, parte I, cap. XIII, n. 10.
(10) Fil 3, 20 -21.
(11) 1 Cor 15, 40-44.
(12) Ex 34,20.
(13) Catecismo del santo concilio de Trento, dispuesto por San Pío V, p. 1ª c.12 n.13
(14) Ibid. p.1ª c.12 n.13
(15) Ibid p.1ª c.12 n.13.
(16) Ibid. p.1ª c.12 n.13.
(17) CCE n.1025
(18) Jn 13,23.
(19) Apoc 14,13.
(20) 1 Cor 2,9.
(21) CCE n.1029.

1 comentario

  
hey hey
muy buena informacion y argumentos pero ¿¿adonde esta la parte de la gloria accidental??
26/05/10 10:26 PM

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